Al final, como no podía ser de otra forma, no he comenzado a escribir mi diario en este 2010. Pero tengo una excusa fenomenal, precisa: he descubierto que el mejor diario ya está escrito, o mejor, está en proceso de escritura desde el año 1987, así que mi propuesta era más que inútil. Pero he cumplido, por tanto, uno de los objetivos que me había planteado para el año nuevo: meterme de lleno en la lectura de los diarios de Andrés Trapiello.
El primer volumen,
El gato encerrado con el que ahora gozo, se editó en 1990 pero recogía los apuntes de tres años atrás. Posteriormente, la diferencia entre lo vivido y lo editado ha aumentado a cinco o seis años. En cualquier caso, da igual: este
Salón de pasos perdidos (una novela en marcha, definición que se me antoja de lo más irónico) va más allá de la actualidad concreta de un día o de hechos remarcables del calendario: aunque parece que los volúmenes posteriores han ido aumentando en tamaño y ambición (no sé si eso repercute en el esquema narrativo de los diarios),
El gato encerrado reúne prosas en orden cronológico pero sin fecha ni indicio alguno de precisión temporal. Yo leo el libro 23 años después y nada ha perdido de actualidad.
No solo acabo de entrar en los diarios, sino también en Trapiello. Era una deuda pendiente, lastrada por ser un autor que acumula tan buenos admiradores como perversos críticos, y esa dicotomía sin matices me subleva. ¡Qué error el mío, tanto tiempo pasado sin haber descubierto esta prosa! Coincide, además, con muchas decepciones literarias recientes, y este libro ha sido un soplo de aire fresco y necesario.
Hay un elemento clave que para mí resume en una frase todo el enamoramiento: Andrés Trapiello se dirige a un lector inteligente. Así de simple. Esta constatación parte de dos evidencias: no hace concesiones a la mirada fácil y no llega a conclusión alguna a lo largo de los centenares de textos que llenan las páginas. Sobre lo primero, baste este fragmento:
La nostalgia de la poesía es como el recuerdo de un perfume: por más que tengamos la sensación, no volveremos a saber de él hasta que nos hiera de nuevo en la realidad, no en la memoria.Este tipo de sentencias, tan gratas a muchos lectores fugaces, no pueden leerse una sola vez en Trapiello. Hay que regresar al principio y volver a leer, pues el fogonazo inicial deviene, en una segunda mirada, un caudal de sensaciones. El autor, y enlazo con mi segunda idea, no pretende hablar
ex catedra ni convertirse en maestro de nada. Es un mero observador dotado del don de la palabra y expone, de manera seca pero a través de un aguijón certero, su experiencia del hecho. También es un participante y un cronista de su propia realidad cotidiana, pero jamás se fija en lo ampuloso o en lo más visible: el color de una flor, el recuerdo de un libro o de un verso son su divisa:
Recuerda a Cervantes: "En primer lugar se premia el favor. En segundo, el mérito". Si Cervantes viviera, el primer premio Cervantes se lo hubiera llevado Lope de Vega. Sin dudarlo.Se entra y se sale de cada jornada como de puntillas, sin principios ni finales. Evitando la moraleja se evita que la literatura pase a ser una construcción demasiado artificial, y así la vida penetra mejor en cada párrafo. Como cuando Trapiello confiesa que sigue de vez en cuando a alguna mujer por la calle, siempre desconocida y siempre de espaldas: el tema es el paseo y no ninguna hazaña que vaya a lograr (
No busco nada en ellas sino a ellas mismas).
No siempre se logra alcanzar la brillantez, cosa lógica en un proyecto tan enciclopédico, pero todo se perdona por las páginas punzantes que nos iluminan aquí y allá. Pienso, por ejemplo, en la descripción del entierro de un primo (T. es su nombre, llamado por siglas como todo el mundo aquí) que termina siendo una descripción de la muerte en su más vasto sentido, centrando la mirada en circunstancias conocidas pero que adquieren una novedosa y brutal sinceridad: el cadáver en el tanatorio, el cortejo fúnebre (
Nos parábamos en los semáforos del camino, como todo el mundo, y mirábamos a los ocupantes de los coches que teníamos al lado, preguntándonos: "¿Éste será o no será de los nuestros?"), la desbandada de los asistentes y un frugal banquete doméstico para los familiares, entre lágrimas y embutidos. Si al lector no se le hiela la sangre ante este fragmento, que se lo haga mirar.
Todavía no he terminado el volumen porque intento demorarme lo más que puedo: no quiero que esto termine, por mucho que después me quede una docena de libros más esperando y quién sabe los que están por venir. Además es una lectura propicia para cualquier lugar: dosis mesuradas que se adaptan a un tranvía o a una noche de insomnio. Un buen descubrimiento para comenzar el año.
6 comentarios:
Vaya, la verdad es que el libro tiene muy buena pinta. A ver si me animo y comento algo al respecto en tu blog que, por cierto, me gusta.
Un saludo.
Puedes comenzar por cualquier otro volumen posterior y más fácil de hallar(en las mesas de novedades reluce ahora Troppo vero), pero yo soy así de sistemático y ordenado.
Espero tus comentarios.
yo tengo La Manía; pero creo que el total son miles de páginas; eres un valiente, Deza; adelante y ya nos cuentas...
Sí, son unas 8.500 páginas, o sea que apenas estoy en el prólogo. Pero me tomaré mi ritmo: un par de volúmenes al año es una buena dosis de Trapiello.
Yo cometí el error de irlos sacarlos de la biblioteca e irlos leyendo desordenadamente. Te esperan muchas horas de grandes lecturas. Te envidio.
¡No veas cómo he disfrutado con el primer tomo! Y ya tengo el segundo encargado....
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