lunes, 28 de enero de 2008

Sanando con Rubén Darío

Aprovechando la fiebre (como bien decía alguno en una huella, yo me enfermo mucho: tampoco soy previsor y no frecuento los mejores hábitos de vida sana) me recostaba en el sofá y dedicaba las horas a tres asuntos fundamentales: uno, absorber bastantes horas de TCM, un canal temático de clásicos de Hollywood que emite pequeñas maravillas del cine americano sin descanso. Dos, reflexionar bajo el estímulo de la alta temperatura corporal, con pensamientos que fluyen a través de conexiones sorprendentes uno tras otro, como un juego de lógica cuya solución es imposible de hallar en un estado natural. Y tres, olvidar cualquier texto más allá de la poesía, que en estas condiciones se evidencia como el único género capaz de ser absorbido con una cierta prestancia. O sea: mucho Bogart y mucho Cary Grant, y también bastante Rubén, que aquí en Nicaragua es la poesía que se tiene siempre más a mano.

Coincidían estos días enfebrecidos con el 141 aniversario del natalicio del poeta, que aquí siempre es noticia, y se hacía coincidir con el “VI Simposio Internacional Rubén Darío” en la ciudad de León. También nos falta poco para que a mediados de febrero tenga lugar una nueva edición del Festival Internacional de Poesía en Granada, al cual pienso asistir este año para brindarles una crónica del evento en el blog. Pero todo este follaje no esconde las miserias en que se mueven los estudios darianos, en un país que le vio nacer y que todavía no ha publicado un intento (no pido más) de obras completas de Rubén con vocación científica. Todo lo más que hay son volúmenes inmensos que recogen sus principales poemarios, y dispersos estudios sobre textos paralelos (cartas, prólogos, manuscritos no clasificados...). Ha sido Galaxia Gutenberg quien, desde España, ha comenzado a editar un primer volumen de este colosal empeño, a cargo del crítico peruano Julio Ortega.

Este sábado, el suplemento literario de “La Prensa” (insulso casi siempre, aunque en ocasiones especiales merezca ser tomado en cuenta a la hora de la siesta) se sumaba al delirio cumpleañero y le dedicó un monográfico ligero. Lo que ocurre en estos casos es que uno ya sabe de antemano que juega con todos los ases: basta con dedicar un número completo a Rubén Darío para que automáticamente la calidad del contenido raye lo sublime. Es lo que hacen de vez en cuando (cada vez menos, todo sea dicho de paso) Babelia, ABCD o El Cultural: aquí te entrego tres inéditos de Alberti y ya estás frito, lector. A su lado, ¡hasta Rafael Conte parece hablar de literatura! Ayer domingo seguía la fiesta con una entrevista a Sergio Ramírez en el magazine del mismo periódico, dedicada tan sólo a glosar la figura de Rubén y a concretar en pocas palabras la genialidad:

Darío creó un lenguaje distinto. Una sensibilidad literaria, una percepción del lenguaje también muy diferente (...) En Nicaragua no había como en otras partes de América Latina un lenguaje estratificado, por clases sociales. El lenguaje es el mismo lenguaje que hemos hablado. Es lenguaje vivo que Darío captó y transformó en literatura.”

Hay anécdotas impagables sacadas de la vida real del poeta que permiten biografías con mucho jugo, proyecto que el propio Sergio tiene en mente. Así, al cadáver de Rubén le fue extraído con mucha precisión el cerebro (“aquí está el depósito sagrado”, decía el cirujano con la víscera en sus manos), pero una pieza tan preciada no podía dejar de ser apetecible para cualquier mitómano, y fue el propio doctor el que escapó con ella en un frasco. La policía lo apresó y el mismísimo presidente de Nicaragua tuvo que intervenir: “Regréselo a la viuda”, ordenó a los agentes. Pocos días después el cadáver recibía sepultura bajo la columna de San Pablo en la catedral de León: la primera vez que yo estuve allí, años atrás, busqué inútilmente una lápida en el suelo. Lo que hay es una escultura de un león y una placa con la firma del autor en la columna, y ya es sitio de peregrinación literaria.

También hasta el año pasado llegaron las veleidades cleptómanas de algunos: de su casa-museo en León desapareció la hoja de bautismo de Rubén, que al cabo de pocas semanas fue devuelta con la misma pulcritud y secretismo con que fue hurtada.

Los últimos días del poeta se suceden entre fuertes ataques de fiebres y dolores. A las nueve de la noche del 7 de febrero de 1916 entra en estado de agonía, y la viuda humedece sus labios con una esponja blanca. A las 10 y quince minutos alguien para su reloj, anunciando lo inevitable. 21 cañonazos se encargan de difundir la noticia por toda la ciudad. La misma cama que le sirvió de último reposo se conserva hoy en el museo. Al fin, cuerpo y también cerebro acabaron enterrados en el mismo lugar, con levita y guantes negros. A partir de ahí la Historia continua, pero en el papel y en las voces de todos los escolares que en Nicaragua siguen aprendiendo de memoria sus más conocidos versos.

Y ya estoy sano y sin fiebre.

miércoles, 23 de enero de 2008

Días de fiebre

Alta temperatura, imágenes difusas, poca claridad de ideas. Cuando no hay lectura, hay fiebre: síntoma inequívoco. Diagnóstico: infección bacterial. Regresamos cuando el cuerpo lo diga.

miércoles, 16 de enero de 2008

Las librerías inciertas

La revista electrónica Carátula, que dirige Sergio Ramírez, publica en su último número un excelente homenaje a W.G. Sebald a cargo de José María Pérez Gay. El trabajo se divide en una larga reseña sobre el autor y sus circunstancias, un comentario sobre cada uno de sus libros y extractos de entrevistas, además de un poema dedicado por Enzensberger. Nunca es tarde para este tipo de trabajos, especialmente desde una publicación virtual pero elaborada desde Managua, ciudad en la que difícilmente se puede hallar ninguna obra de Sebald. Por cierto, que en el consejo editorial de la revista se puede hallar también el nombre cada vez más atractivo para mí de Horacio Castellanos Moya.

Viene esto a cuento no tanto por Sebald (del cual tengo, entre los ya ineludibles compromisos de lectura tomados en este blog, la idea de ir comentando todos sus libros aquí) sino por la irrealidad que se vive en este país, donde una reseña inocente puede convertirse en un factor crucial de frustración. Recomendar la lectura de un libro que no se puede leer es una faena para cualquier incauto. Ya sé que siempre se puede conseguir por correo expreso o gracias a un amigo desprendido, pero los costos de la primera opción o lo difícil que es cultivar amistades tan generosas acaban por hacer imposible la transacción.

Me reí bastante hace pocos días con un reportaje televisivo que no tenía ninguna vocación humorística: de hecho era casi un publireportaje sobre la que pasa por ser la librería más grande de Nicaragua, y que en poco tiempo se trasladará a un nuevo edificio que la convertirá en la segunda librería más grande de toda Latinoamérica. Pues no deja ser ser contradictorio que en un país en el que pocos leen o en el que no se pueden conseguir libros de Sebald se construya tamaño equipamiento: más que nada porque intuyo la dificultad de rellenarlo con volúmenes consistentes, más allá de los saldos que mandan las editoriales y que en España ya no tienen salida.

Un rápido paseo por Hispamer, que así se llama la librería (editorial a su vez) y que el reportaje desarrollaba con la compañía de algunos autores nacionales, sirve para patentizar qué cosa es un establecimiento de este tipo en Managua: un porcentaje alto de los libros expuestos corresponden a bibliografía universitaria, textos técnicos que sirven a los alumnos de cada carrera y que sólo pueden hallar en librerías como estas, abiertas a todo aquello que tenga páginas encuadernadas y una portada. Otra parte de la tienda está enfocada a vender objetos de papelería (coda necesaria: en Nicaragua hay múltiples locales que reciben el nombre de librería pero son sólo tiendas de papelería: otro dato más que indica la noción desdibujada que tiene aquí un libro, como objeto que aglutina papeles y punto). También tienen su espacio los discos compactos, moda ya tan difundida por las nuevas superfícies comerciales en cualquier parte. Al fin encontramos algunas estanterías destinadas a la literatura internacional (obviamente debo pasar antes por encima de las pilas de libros sobre esoterismo, sexualidad, cocina y new age, dejando a un lado el espacio infantil) y el resultado no puede ser más desalentador: más allá de Cabrera Infante, Puig, Vargas Llosa, Allende y algún ejemplar perdido de Alfaguara de cierta enjundia, no hay vida. Cada uno se conforma con lo que tiene, ciertamente, pero la capacidad de Nicaragua para mirarse a todas horas el ombligo es portentosa.

Lo mejor de esta y de alguna otra librería siempre es su espacio patriótico, destinado a un puñado de obras literarias (poesía en especial) y con mucho ensayo, sorprendentemente especializado en cualquier rama de la historia. Pero lo que más abunda son antologías, libros de consulta, supuestas obras completas, y casi siempre en ediciones de dudosa calidad científica. Toda esta amalgama hace muy difícil establecer un perfil del lector medio, ya que quizás ese tipo de individuo no exista aquí: la mayoría son lectores ocasionales, o gente excepcional que acumula lecturas gracias a sus viajes por países colindantes. ¿Cómo conjugar la rarísima aparición de novedades y la presencia de un fondo editorial enquistado (llevo años viendo los mismos ejemplares) con la presencia de seres puestos al día en Bolaño, Marías o Vila-Matas, por nombrar sólo una tercia de españoles? Ningún suplemento literario menciona aquí esos apellidos, y no hay otra forma de estar al día que a través de internet. Ahí quería llegar: sin las revistas literarias virtuales, los foros de discusión y los blogs, algunos países seguirían al margen de lo que ocurre en la realidad escrita. Eso que todos intuimos, aquí se palpa y se huele, y sin la red no habría otra salida que el exilio, al que todos acuden por razones económicas y no precisamente literarias.

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Evito en la medida de lo posible convertir el blog en una necrológica permanente, pero para que yo me llame Ángel González todavía deben pasar muchos siglos.

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Un contundente bofetón a los papanatas y a las fierecillas, desde las entrañas.

viernes, 11 de enero de 2008

Nancites 13

1. La muerte de Pepín Bello, el adiós a una de las generaciones más impactantes de la poesía española. Considero que la del 27 es un punto de contacto excelente para que los estudiantes de secundaria entiendan que la literatura (esa cosa horrorosa) produce también placer estético. Además de los rifirrafes entre Góngora y Quevedo, que también tienen un peso fundamental en el interés de los alumnos desganados, los poemas de Lorca y Alberti provocan (yo lo he visto) despliegue de antenas, apertura de orejas, miradas menos torvas. Es un efecto que no se debe menospreciar, y quizá es fruto de frases como la que dijo Pepín al conmemorar su centenario: Tengo de poeta lo mismo que de marciano. ¡Benditos marcianos aquellos que crearon imágenes tan potentes como para levantar el ánimo de un chaval de 15 años!

2. ¡Viva España! / Cantemos todos juntos / con distinta voz / y un sólo corazón / y tralaralará. Hay momentos en la vida en que incluso el sarcasmo es un recurso demasiado vacío para hacer frente a la nadería. Confieso estar superado por la pasmosa realidad y por la insulsez en la que puede convertirse un país: ni los juegos florales de las aldeas lleidatanas llegaron a tan poco. Cada letra de este engendro, cada trazo mecánico (¡cada píxel!) es la prueba más brutal de los destinos de una nación, o sea, de los destinos de una comunión sentimentaloide. Y que un himno comience con un Viva es la prueba más certera de que es ya un himno muerto al nacer (El Rey ha muerto, viva etc.)

3. Anagrama publicará la última obra de Yasmina Reza, un proyecto que consistió en ser la sombra de un hombre llamado a ser presidente algún día. Lo novedoso es que parece que el señor Sarkozy opina también sobre literatura y apunta algún pensamiento filosófico, cosa que creíamos desterrada en los de ese oficio. Pero lo mejor es que conociendo la fecha de escritura del libro, ¡podemos estar plenamente seguros y confiados de que por ninguna parte aparece Carla Bruni!

4. Cuando la promesa todavía apuntaba maneras: un interesante ejercicio de memoria, inusualmente honesto, de quien se perdió en las sendas de la pudibundez y pasó de los coños a los velos.

5. Algunos apuntes de interés de los que ya terminaron la lectura de Las benévolas: La mujer justa, Profesor en la secundaria, y la crítica de Ana Nuño en Letras Libres.

miércoles, 9 de enero de 2008

El camino al éxito

Hay preguntas que en sí mismas contienen una respuesta espléndida, que va mucho más allá de lo que el interrogado quiera decir. Hablaba ayer de Las benévolas como el nuevo boom del momento, pero está claro que para el mundo de los libros el éxito ya ha sido sustituido por lo último de Ken Follet. Decía, pues, que este autor ha sido entrevistado coincidiendo con su visita a España y no había mejor pregunta que esta:

¿Cuál es el secreto del éxito de sus libros?

No puedo poner la mano en el fuego, pero creo que la pregunta utilizaba el verbo enganchar, mucho más plástico y adherente que toda la parafernalia de sinónimos (captar la atención, motivar, agradar). De eso se trata: siempre hay algún mecanismo por el cual alguien se engancha a algo, ya sea físico (la nicotina) o meramente espiritual (la promesa de un más allá paradisíaco): las drogas y la religión saben mucho de eso, ¡pero también la literatura! Todos los que quisieran vivir de llenar páginas y que les paguen por ello no cejan en su empeño de encontrar la clave del éxito, el SuperGlu3 que atrapa al incauto y que llena la cuenta bancaria del autor con gran rapidez. La respuesta de Follet es antológica:

Lo importante es tener siempre un problema nuevo y fresco que aparezca para cada personaje de la historia. A medida que resuelven un problema surge otro, y esto hace que los lectores pasen página, se vean inmersos en el mundo de la historia y se olviden del mundo real en el que viven.

La cuestión parece ser meterse en cuantos más problemas mejor: es la misma razón por la cual el cine (comercial, se entiende) evita mostrar al héroe orinando después de levantarse de la cama y en cambio lo enfoca saltando por la ventana, cayendo encima de un toldo, metiéndose en el coche y saliendo a toda velocidad antes de que los perseguidores lo atrapen. La micción es poco problemática, no así la persecución implacable. La novela à la Follet debe parecerse a la construcción de un crucigrama gigante, en el que una palabra lleva a otra y esta a su vez a una tercera, pero nunca acabamos de completar la rejilla: siempre hay una nueva definición, un nuevo problema que resolver para mantener en alto el interés del lector. Sin duda es una táctica acertada: piensen un momento en cualquier best seller y noten la cantidad de problemas que debe resolver el protagonista. Pero Follet especifica con el adjetivo fresco que no sirve cualquier problema cotidiano, el cual nos acercaría irremisiblemente a nuestra aburrida vida diaria y rompería el hechizo que hace que nos olvidemos por unas horas del "mundo real".

También el proceso de creación de la historia tiene su miga: el autor redacta un resumen de 50 páginas durante ¡un año!, que presenta después a la editorial para que sea aprobado. Ya con el plácet bajo el brazo se dispone a escribir el primer capítulo. Lógico: como todo producto de márketing, el creador presenta su obra a la empresa, que debe darle el visto bueno para ser lanzada al mercado.

Hay en todo este proceso simple curiosidad por mi parte, pero no deja de asombrarme la tranquilidad con que se cuenta la película. Se me ocurren varias razones: el lector no tiene el menor interés en conocer el proceso de creación de la novela. El lector admite ya de antemano que su compra está dirigida sólo al placer de pasar el rato. El autor concibe su novela como una diversión, ajena por completo al discurso de la calidad literaria. El mercado tiene suficiente permeabilidad como para colocar en la misma mesa de novedades, por este orden, Marías-Follet-Littell-McCarthy-Millás (visto en FNAC). Así, ¿por qué no desvelar con desparpajo que uno escribe para tener éxito, y lo demás es cursilería?

En febrero, Un mundo sin fin llegará al millón de ejemplares editados en España. Si para ustedes este hecho no merece ninguna atención, olvídense del asunto y este post nunca habrá existido.

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La curiosa traducción de la nueva joya de McEwan, que pierde una preposición en el camino: Anagrama anuncia Chesil Beach para febrero, así que vayan haciendo sitio en el reclinatorio.

lunes, 7 de enero de 2008

Primer asomo a Las benévolas


Ya he comentado otras veces que uno de los grandes hallazgos de los blogs (al menos de éste) es la posibilidad de crear críticas literarias in progress. Contra la costumbre absolutamente unitaria que había hasta el momento de la aparición de este formato virtual, los blogs permiten quebrar una norma encorsetada hasta el extremo, esto es, la publicación de un texto crítico en el momento de finalizar la lectura de un libro. No niego la validez de una crítica así, muy al contrario: para sentar cátedra no hay como explorar el 100% de las páginas de una obra, sacudirlas, magrearlas y ofrecer una conclusión con las herramientas de cualquier escuela de pensamiento. Sigan por ese camino los que pueden y saben.

Pero hay un elemento inherente a la lectura que hasta ahora había sido orillado sin miramientos: hablo de la sensación del lector, que pasa por distintas etapas desde la apertura de las primeras páginas (ya ni hablo de la sensación de ver la portada en la librería, de palparla), la sucesión de capítulos y el cierre del libro, hasta su colocación en la estantería correspondiente. Casi nunca hay una lectura que aguante el mismo de tipo de atención en todas las etapas, no hay lector que juzgue igual un libro en el primer capítulo que en el 24. Hay novelas con inicios magistrales y desarrollos imposibles (La pell freda, ese alucinante bluff internacional ¡antes de Frankfurt!), como las hay que no arrancan hasta la página 100, y a partir de ahí todo es autopista placentera.

La crítica al uso acostumbra a valorar la obra en su totalidad y a dar una valoración en función de las líneas maestras, de la media aritmética que resulta de poner en una balanza lo bueno y en otra lo malo. Pero un blog, ese hilo infinito que no puede obviar el post anterior sin dejar de pensar en el que llegará mañana, permite ir leyendo a medida que se va criticando: el efecto es subyugante, porque el lector sabe que está comentando algo de lo que quizá se desdecirá al cabo de una semana. Miento: de hecho no hace falta desdecirse, porque la opinión sobre las primeras treinta páginas sigue siendo válida siete días después, aunque la obra acabe siendo, en conjunto, tanto un festival como un funeral.

Treinta páginas son las que leí con muchísima atención este fin de semana, no era para menos: en mis manos el sorprendente éxito de Johnattan Littel, un descomunal volumen de casi 1.000 páginas con un peso que dificulta sostenerlo y hacer una lectura cómoda, ya sea en el sofá o la cama (no tengo a mano la báscula, pido el dato de gramaje a quien se preste). Creo que es el primer libro de RBA que leo en mi vida, yo siempre asocio este sello con los fascículos: debe ser injusto pero que cada uno asuma su historia y sus pecados. Vulnera algunos de mis mandamientos literarios: índice al principio, título de los capítulos en cada margen inferior de página, hojas de papel de fumar. Todo es tan excesivo en el libro que apenas uno lleva cuatro o cinco páginas leídas ya siente el peso de todo lo que está por venir. ¿Hay tiempo en esta vida para meterse de lleno en estos libros? Javier Marías abominaba de las novelas actuales que sobrepasaban las 500 páginas, y ya ven en lo que ha quedado su última novela.

Esas treinta páginas acogen el primer capítulo, una especie de introducción a la obra que no puede dejar indiferente a nadie. La primera frase es una de las peores que he leído desde hace tiempo (Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió), y vaya si cuenta: en un desordenado monólogo, el narrador va anticipando un relato del que apenas asoma por ahora algún apunte sobre su participación en la 2ª Guerra Mundial. El tono de perdonavidas que mantiene no es de mi agrado: pretende justificar su postura (de la que nada sabemos por ahora, repito) en base a su percepción de que cualquier otro habría hecho lo mismo en su situación. También parece que con ese recurso el autor se ve impelido a justificar a la vez una novela de ese tamaño, para que nadie abandone a las primeras de cambio: ahí la voz autor/narrador se contagia y a veces veo a Littell, ese jovenzuelo no tan joven de la solapa, señalándome con el dedo y me siento incómodo.

Pero junto al tono también un punto vulgarizante de algunas expresiones, el capítulo esconde algún que otro destello. Hay un fragmento destinado a ser el motivo por el que algunos olvidarán para siempre este regalo de Reyes, y otros como yo habrán caído en la captatio del autor: se trata de una larga secuencia en la que se pormenorizan las estadísticas de muertos alemanes, judíos y bolcheviques de la guerra, con números y con matemáticas, que aproxima la obra a un ensayo del absurdo pero que logra el efecto deseado: absténganse lectores ocasionales, vengan a mí los que puedan aguantar la ristra de documentación y datos comprobables que van a venir a continuación. Salvando las distancias, me recuerda el efecto Eco de El nombre de la rosa: ¿De verdad había tantos millones de lectores capaces de aguantar una frase como En el principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio, en Dios? ¿Cuántos franceses compradores del Goncourt han adornado su sala de estar con Les bienveillantes y siguen tan panchos con su Ken Follet de toda la vida, que vende las mismas páginas pero se entienden?

Lo que estas treinta páginas han corroborado es que mi lectura va a continuar, porque mi intriga puede más que toda la prosa melíflua que sacude el verbo del narrador. Y sobre todo me interesa saber qué hace que una novela como esta sea el boom literario del momento: me quedan 950 páginas para averiguarlo.

miércoles, 2 de enero de 2008

Florentino Ariza hace de Bardem

Aproveché el cambio de año para ver esta versión de El amor en los tiempos del cólera, que llega tanto tiempo después. Como no sabía nada de su rodaje ni de los entresijos que hay detrás de cualquier película, llegué al cine sin ninguna idea previa. Desconzco si hay versiones en distintos idiomas, pero me tocó ver (y escuchar, sobre todo escuchar) unos imposibles diálogos en inglés: o sea, película de abracadabrante colombianidad, con actores españoles y latinos, con niños que pasan por la pantalla y que no saben una palabra de inglés, ¡y durante las más de dos horas de metraje sólo pude escuchar a los actores chapurreando la lengua de Shakespeare!

El segundo problema, que ya viene siendo un problema cinematográfico cotidiano, es encontrarse una vez más con el rostro de Javier Bardem encarnando a un personaje archiconocido. Todos tenemos ya interiorizado a Florentina Ariza desde hace lustros, cada uno con sus rasgos imaginarios propios y su voz inconfundible (¡y en español y sin subtítulos!), y les aseguro que mi Florentino no tenía la cara de Bardem. Pero ya no hay salida: a partir de ahora ya tenemos un arquetipo, otro Reynaldo Arenas, otro Sampedro que añadir a la nómina. Soy incapaz de ver a Javier Bardem sin pensar en Javier Bardem: no sé si sólo me ocurre a mi, pero siempre veo al actor y jamás al personaje. Creo que me pasa también con Paul Newman y con Robert Redford, pero el malestar es inferior. Y no dudo de su capacidad interpretativa, pero esa cara tan amanerada, tan grandilocuente, tan cargante incluso, llena la pantalla y desaparece lo demás: supongo que eso debe ser el cine y por ello este tipo de actores gana Óscars.

La novela de García Márquez era una firme candidata a no ser llevada nunca al territorio del cine. Si somos capaces de olvidarnos por un instante de la desbordante historia de amor, el lenguaje usado ahí le pertenece sólo a la literatura, y fuera de ella sólo hay argumento: all you need is love, por seguir usando la koiné. Un caso clínico es la última novela de Gabo, donde una limpieza a fondo de los artificios de la sintaxis y el vocabulario nos deja incluso sin argumento: ni putas tristes, ni viejos pederastas, ni nada de nada. Si El amor en los tiempos del cólera (la novela) funciona como un reloj suizo es porque hay una feliz sintonía entre el fondo y la forma, un acierto de engarce entre el signifcante y sus significados, y toda la retórica a su alrededor. Realismo mágico, sí, cuando éste era aún un género singular y único, todavía sin los plastas imitadores.

También habrá mucha gente que no haya leído el libro y que verá en la película una arrebatada historia de amor eterno: puede que ese sea el público perfecto, capaz de divertirse con ella tanto como con Lo que el viento se llevó. Los quiebros, sorpresas y diálogos ingeniosos de Gabo tienen su efecto también en la pantalla, aunque el flujo narrativo de su prosa haya quedado enterrado (y bien está ahí) en las páginas de papel.

Ni falta hace apostillar que determinados autores (más aún: determinadas novelas) no permiten imágenes a la altura del texto: si el Quijote ha naufragado mil veces, y volverá a hacerlo, en cualquier otra versión que no sea la de Cervantes, también un Corazón tan blanco cinematográfico no podría alcanzar nunca el nivel de lo escrito. Aún así hay gente que siempre se empeña, como el pobre Vicente Aranda destrozando año tras año cualquier novela de Marsé. Les gustó tanto lo leído que quieren hacernos partícipes de ello, sin pensar que lo mejor sería que nos recomendaran el libro y que dedicaran su tiempo a crear guiones a medida para el séptimo arte.