sábado, 29 de julio de 2006

La literatura catalana: una panorámica (1)

Le tenía ganas al tema, quizá por mi específica formación en el asunto y por mis dilatadas lejanías del núcleo sentimental; léase: de la patria, como algunos la llaman. Ecs!, como dicen también algunos en mi tierra natal: ¡palabrejas tronadas y decimonónicas a mí! Recuerdo ahora, de paso y sin saber por qué, un divertido y escueto palíndromo con grafía castellana y pensamiento catalán: “España? Psé...” Pero como veo que me estoy poniendo demasiado exclamativo y me salgo de la senda principal, voy al grano directamente.

Aquello que convenimos en llamar “literatura catalana” puede tomarse desde dos ópticas bien distintas: o hablamos de la literatura escrita en lengua catalana, o hablamos de toda aquella producida en el ámbito territorial de Cataluña. Y la distinción no es nada sutil: broncas varias ha habido por saber quién tenía derecho a ir a la feria de Frankfurt, que dedicaba una parte de los cubiletes a su prosa y su poesía: ¿Era Eduardo Mendoza quien debía mostrar sus libros ante el público alemán? ¿O era Baltasar Porcel únicamente quien ameritaba tal privilegio? Y ya no preguntemos si Pere Gimferrer debía presentar tan solo la mitad de su obra en las mesas, la escrita en la lengua normativizada por Pompeu Fabra, y dejar en casa su otro yo; el de Arde el mar, sin ir más lejos. Estas disquisiciones ponen de relieve que lo político ha llenado de betún cualquier intento de establecer una definición lógica y de sentido común, y hay que llevar a cuestas siempre el rictus enojoso del que nos mira con sospecha. Mala papeleta: no es fácil hablar del tema tan solo desde una óptica filológica, e incluso es difícil también hacerlo como un lector que lo único que quiere es sentarse en un sofá, abrir un libro y dejarse llevar, buscando el placer estético y que le cuenten historias solventes.

Me imagino que todavía debe haber entrevistadores que, puestos ante el escritor de turno con la grabadora en ristre, sueltan la pregunta:

-¿Y usted por qué escribe en catalán?

Mientras una frase de este estilo todavía sea inteligible y no muestre la evidente contradicción que conlleva, será una prueba irrefutable de que el problema persiste. Y es que es imposible saber si el listillo busca una respuesta de Perogrullo (con lo cual debería ser despedido de inmediato del periódico para el que trabaja: “Porque soy catalán y es mi lengua habitual”), se hace el listillo doblemente (y no queda más opción que responder con desdén: “Por joder”) o, peor aún, articula las palabras con convicción y cree estar haciéndole un favor a la sociedad: ha descubierto a alguien en falta y le recrimina su atrevimiento. Ante esto, la necesidad de explicarse no por hacer buenas (o malas) novelas sino por escribirlas en determinada lengua críptica sigue siendo un peaje ante la ignorancia del cobrador. Se quejan muchos editores de que las novelas catalanas traducidas al español no suelen tener buenas ventas: supongo que algunas merecen tales niveles de lectura, pero otras quedan afectadas ya de inicio por la nauseabunda igualación entre lengua y literatura minoritarias, y así se entiende que un territorio pequeño debe producir escritores de igual estatura literaria.

No hay duda de que si establecemos una comparación (odiosa, como casi todas) entre la producción en lengua catalana y la que nos llega desde otras lenguas minoritarias del país, lo catalán gana peso. Hay una tradición que nace en la Edad Media y que prestigia lo escrito desde entonces, y pese al batacazo que supuso la por todos conocida decadencia de la literatura catalana en los siglos XVII y XVIII, su recuperación posterior eleva la lengua al grado de instrumento que produce, también, belleza. Pero la normalización lingüística acaecida en los años posteriores al franquismo tuvo un problema de fondo que todavía no ha sido superado: como se trataba de potenciar (ya sea con subvenciones, ya sea con aureolas de prestigio) todo lo que salía de las plumas catalanas, hubo espaldarazos y parabienes hacia cualquier individuo que escribía dos renglones seguidos. Con lo cual, lógicamente, en las mesas de novedades tuvieron lugar batallas que enfrentaban a escasas mentes brillantes con numerosos ejércitos de escribanos a sueldo; o sea, que un Jesús Moncada, por ejemplo, tenía que vérselas con los quilos de papel que las muchas maripausjaners y las mujeres (¡y los hombres!) que hay en ellas iban esparciendo por el territorio. Las novelas catalanas se multiplicaron por cien, con la consiguiente invasión de folklorismo y costumbrismo que escaló posiciones con el cheque en el bolsillo.

Al final el público tuvo que abrirse paso a machetazos por esa senda y buscar lo sobresaliente entre tanta hojarasca. Omito añadir que esa hojarasca baña los caminos de cualquier literatura mundial, pero en el caso específico de Cataluña se había pagado a los árboles para que dejaran caer esas hojas secas: he ahí la gran diferencia.

Este domingo me pongo a leer el penúltimo boom de la literatura catalana, por curiosidad y también por cierta vocación de estar al tanto. Lo comentaré en su momento, así como abriré otro capítulo para poner nombres y apellidos a esta historia.

sábado, 22 de julio de 2006

El decorado al descubierto

(quinta parte)

Este penúltimo desmenuzamiento de Sábado ya llega al meollo del asunto. No hace falta avisar que va dedicado a las personas que ya han leído la novela (o a las que no piensan hacerlo nunca y vienen a curiosear) porque no quiero esconder detalles que me impidan analizar algo a fondo la estructura de la obra, tan apegada a su argumento.

De hecho, era completamente previsible: conociendo los antecedentes del autor, ningún lector podía albergar ni un gramo de duda sobre el cambio de registro que iba a experimentar en determinado momento. Si Briony percibe un sospechoso acercamiento entre un adulto y una niña a las cien páginas, aquí pasan más de doscientas para que entre el estupor por la puerta, pero llega. La morosa secuencialidad de cada paso de Henry no podía conducir hacia otra salida, a riesgo de que la banalidad pudiera elevarse a categoría de tema. Es decir: la descripción de anécdotas en serie tiene que buscar algún objetivo y debe irse acercando a él, con otro riesgo no menor: que la tramoya quede al desnudo y se le vea la trampa a la novela. Vuelvo a decir que, a mi parecer, Sábado orilla bien ese peligro, pero acepto réplicas: es posible, como he leído en algunos blogs, que a algunos les haya decepcionado después de la trouvaille que significó Expiación.

Recapitulemos: la intención de pormenorizar los elementos que conforman una jornada completa en la vida de un individuo gris (entiéndase: no un héroe, pero tampoco un patán) es un salto al vacio. Por muy especial que pueda ser esa jornada, y las manifestaciones antiguerra que la jalonan no amortiguan la cotidianidad, parece que siempre nos irá quedando la sensación de que asistimos a un acto intrascendente. No hay vida gris que soporte el bisturí: todo lo que sale de la herida es sangre y sustancias corporales, y no hay confeti ni regalos mágicos. Vamos abriendo y sólo encontramos a un hombre que juega a squash, que visita a su madre, que compra pescado. Cierto, hay un encontronazo en la calle, pero nada relevante en las urbes actuales. Si prosiguiéramos así hasta la noche llegaríamos a una conclusión que pudiera ser terrible, la más terrible que le ocurre siempre a una novela mala: ¿tanto trayecto para nada? Incluso una obra como esta, tan bien escrita, pudiera también dejarnos con un sabor agridulce.

Entonces, ¿qué hacer? La solución del autor, que reencontramos antes en otras novelas de una manera más maquiavélica, se presenta ahora como evidente, casi como un recurso indispensable y, sin duda, como una regla de manual del buen escriba: para que no decaiga el ánimo, hay que incluir una escena que remueva los cimientos, que sitúe a los personajes en una posición inesperada e incómoda, y que el lector se obligue a sí mismo a pensar en esas vidas inventadas desde otra perspectiva. Harry deja de ser el hombre gris por unos instantes y apunta al héroe, y ese invento es tan viejo como la literatura misma. Pero el riesgo, vuelvo a insistir, radica en que en esta ocasión no hay otra salida posible: la comezón que uno siente al ver que llega a la página 200 y todavía no hay terremoto puede ser algo desesperante, porque sabemos que va a llegar. Y no sólo porque conocemos a McEwan, sino porque ha construido un armazón que sólo puede sustentarse con ese golpe de efecto casi final. Si no hubiera puerta que se abre, y mujer que aparece con el rostro demacrado, y cuchillo en el bolsillo, la obra se desvanecería en el aire como se desvanece la biografía de cada cual, que sólo importa a los familiares más cercanos y a algún amigo verdadero. El autor va cerrando esta vez todas las sendas a medida que avanza el relato y nos conduce a un callejón sin salida, o mejor dicho, con una única salida.

No quiero ser nada riguroso, aun a sabiendas de que puedo parecerlo. Sigo recomendando esta obra, sin duda, pero más como ejercicio de cómo se construye una novela que como logro indispensable. McEwan ya es un maestro, y no dudo de que una futura obra buscará otros caminos: eso es lo grande de los que saben lo que hacen y de los que dejan el andamio no como descuido, sino como pieza que forma parte de la obra. Remataré mi análisis en un próximo post.

(continuará)

sábado, 15 de julio de 2006

En el aeropuerto

Mis relaciones con los aeropuertos en estos últimos años han sido frecuentes, y las horas de espera en ellos me han ayudado también a leer y a pensar. Pese al barullo que suele haber, especialmente en determinadas horas, en los pasillos y salas de embarque, siempre consigo abstraerme de lo que me rodea y me dedico a mis aficiones solitarias: ya sea en Miami, en San Salvador o en Madrid, además de observar esas moles que se elevan y aterrizan con una elegante majestuosidad, acerco mis ojos a las páginas o los dejo en blanco hacia la lejanía.

Luego hago un repaso de los viajeros que me rodean y me doy cuenta de que allí dentro todos somos prototipos, es imposible distinguir vidas aisladas y reales. Siempre está el judío barbudo con kipa y traje negro (debe ser siempre el mismo o viaja conmigo sin yo saberlo); la norteamericana teenager estirada sobre tres sillas, impidiendo que yo o mi maleta de mano reposen en ellas; la pareja de niños que corretean en círculo justo por la fila de asientos en la que al final he podido sentarme; el hombre arreglado con ordenador portátil en las rodillas; la mujer árabe y algo obesa con pañuelo en la cabeza; el adolescente español con su peor ropa, pensando (horror) que acaso se siente a mi lado en el avión. En fin, una fauna que no corre ningún peligro de extinción porque se repite sistemáticamente en cualquier rincón del mundo, siempre que tenga una pista de aterrizaje y un edificio con sala de espera.

Pero lo que tampoco dejo de hacer nunca es una visita turística a la tienda de libros del aeropuerto de turno. De la misma manera que los bares venden sándwiches y bocadillos en serie, lo que nos ofrecen esas tiendas sigue unas reglas bien curiosas. Por lo pronto, me imagino que ante la perspectiva de un viaje intercontinental es imprescindible contar con un espacio en el que escoger productos de ocio: es por eso que los libros suelen venderse al lado de las revistas de crucigramas, los tableros de parchís y los muñecos de trapo. Nadie habló de cultura: hay que rellenar horas, y entre película y película qué mejor que unas páginas desnatadas. Pero de un tiempo a esta parte hay una mesa estratégicamente colocada en la entrada que ofrece lo que parece ser el producto estrella: libros cuyos títulos (“Cómo triunfar en los negocios”, “50 consejos para sobrevivir en tu empresa”, “Cómo hacer dinero sin mojarte el culo” o así) expresan todo un estilo de vida. No dudo de que hay miles de empresarios que a diario vuelan de un lugar a otro y deben ser los principales receptores de semejantes obras, con lo que me imagino que alguna mente retorcida los está tratando a todos ellos de estúpidos (y ellos sin saberlo!). La ecuación debe ser más o menos así: chico guapo encorbatado + maletín con portátil = libro de autoayuda mercantil. Pero en esas tiendas entramos todos: el judío, la teenager, la mujer árabe, los críos, ¡incluso los idealistas con blog! Y pocas veces veo a nadie con esos perfiles hojeando tales libros, acaso algún desvelado con muchas horas por delante entre vuelo y vuelo.

Yo siempre llego pertrechado con mis utensilios en la mochila, pero no dejo nunca de entrar en esos supermercados de la tinta impresa. Hay también estantes dedicados estrictamente a lo que más vende: códigos, zahires, catones, pilares de la tierra, médicos y chamanes, sombras del viento, cálices de fuego... O sea, los libros que ya todo pasajero debe haber comprado (lo dicen las listas) están ahí, sin opción para la sorpresa ni para el descubrimiento feliz. Luego hay un buen fondo de guías de viaje (quizá el último resquicio de honorable lógica que les queda a las tiendas) y, por último, los libros de Sudokus, que ya huyen del apartado de revistas y copan su porcentaje de objeto encuadernado.

Si digo todo esto es porque es en los aeropuerto donde mejor se expresa el quebrantamiento entre el formato libro y la alta cultura. Este tendencia a convertir cualquier instrumento en materia de uso de disfrute rápido (la televisión y el cine saben todavía más de eso) es invasora y en algunos casos, como el que aquí se expone, lo fagocita todo. Ya no es que el libro reciclable tenga su espacio y la literatura con genio el suyo: ésta ha ido perdiendo espacio hasta quedar reducida casi a la nada en determinado lugares, e incluso yo me siento extraño sacando mi ejemplar de Bolaño o McEwan en un avión. No miento si digo que evito que mis vecinos vean qué estoy leyendo exactamente, no vaya a ser que no me consideren digno de tal lugar y tenga lugar alguna despresurización intempestiva de la nave. La literatura ya hace tiempo que desapareció de determinados sitios y ni la excelente posibilidad de plantearse ocho horas de obligado asueto (¿quién en su vida privada se permite tamaño lujo, como no sea para dormir?) cambia la situación. Y pensar que recuerdo con precisión en qué aeropuertos comencé determinadas novelas, en qué butaca y con qué olores desparramándose en torno a mí. ¡Ay, los hombres sentimentales!

martes, 11 de julio de 2006

Sergio y sus circunstancias

Se lo explico: las dificultades para actualizar el blog en estos días no han obedecido a otra causa que a los cortes constantes de luz a que nos tienen sometidos a los usuarios de este país. Para señalar a los culpables con nombres y apellidos, baste decir que Unión Fenosa tiene el monopolio de la distribución energética en Nicaragua, y que se ve absolutamente incapaz no ya de garantizar que los blogs puedan mantener un aceptable nivel de mantenimiento (qué sabrán ellos de blogs) sino que con sus cortes condenan a la mayoría de las familias del país a convivir bajo la luz de una vela. Esto implica un tremendo bajón en la actividad económica y una pérdida más acusada para los pequeños comerciantes, que ven cómo sus productos se echan a perder sin la necesaria refrigeración. En fin, que les hago partícipes del cuento para que al menos durante un minuto se compadezcan del sufrimiento que embarga a este escriba voluntarioso en su empeño.

Pero más allá de las penas, me sorprendo leyendo en “Babelia” la crítica del último libro de cuentos de Sergio Ramírez, me sorprendo leyendo la palabra Nicaragua en un diario español. Y sobretodo me sorprendo por este fragmento de Javier Sancho, que cito textualmente:

“Aparte de su mejor novela hasta el momento, Margarita, está linda la mar, primer Premio Alfaguara, la maestría de Sergio Ramírez está en el cuento. Con el consiguiente riesgo, se podría decir que Sergio es el primer cuentista vivo en el continente latinoamericano, y uno de los mejores en español, heredero de las armas de Cortázar y Monterroso.”

Primer apunte: decir que Margarita, está linda la mar es su mejor novela lleva adjunto al paquete un riesgo que, como dicen aquí, no es jugando: esto implica automáticamente defender que Castigo divino no es su mejor novela. Creo que fue Carlos Fuentes (corríjanme si no, porque no tengo a mano el artículo) el que realizó un tremendo elogio de esa obra, y por aquí ya he ido dejando algunas pistas acerca de su lectura. Me comentaba un buen amigo, jurado de célebres premios literarios, que siendo una excelente novela le dañaba su apego por la desmesura. Y es que no cualquier autor puede aguantar el ritmo que marcan ochocientas páginas, pero la intención de Castigo divino no engaña a nadie desde un principio: el embrollo técnico-jurídico que se narra allí necesita ser contemplado con el microscopio, y cada acción revisada desde distintos ángulos y puntos de vista. Ser lector-juez tampoco es fácil: las idas y venidas por las escenas de los hechos pueden marear al menos avisado, y el esfuerzo requiere de un componente de paciencia nada desdeñable. Pero la ambición que supone escribir una novela así no puede ser comparada alegremente con Margarita..., que por otro lado también tiene una tramoya muy cuidada y no hay pieza que no esté en sus sitio, como si el nicaragüense fuera al fin y al cabo un montador de puzzles de miles de piezas.

Segundo apunte: puede que la maestría de Sergio Ramírez esté en el cuento, o puede que hoy no haya lectores tan pacientes como para estar resolviendo complicados engranajes. Aquí en Nicaragua sí hay un ritmo vital más adecuado a ese tempo narrativo, y si hubiera lectores (ya dejé escrito también que este país es de poetas que no leen) éstas serían las novelas que exigirían: las que requieren horas de apelmazamiento en sillas de mimbre viendo como el sol inclemente se va poniendo a la hora de los zancudos. Y si hubiera luz, proseguirían la lectura en los porches de madera de las casas de estilo colonial. Pero es cierto que Sergio ya recopila algunos cuentos brillantes y siempre adscritos a su realidad nacional (recuerdo la divertida historia del día que nevó en Managua, con el gobierno en pleno sentado en unas gradas provisionales para asistir al magno evento previsto por los meteorólogos; o la emotiva historia del jugador de béisbol que realiza un juego perfecto, nueve innings sin permitir entradas, pero que se tuerce al final y sale tan humano como siempre por la renegrida puerta del estadio), y aunque la grandilocuencia me atora, quizá sí se trate “del primer cuentista vivo en el continente latinoamericano”, quién sabe.

Tercer apunte: ¿se entenderán mejor las historias que cuenta Sergio Ramírez siendo nicaragüense o habiendo residido por un lapso suficiente en este país? No puedo evitar, cada vez que leo alguna de sus creaciones, pensarme español, sentirme ciudadano únicamente de allá e intentar comprender el cosmos en el que habitan sus personajes: imposible. Se entiende toda la historia, claro, pero hay una bruma indefinida que sólo los que olemos cada día, al levantarnos, a madera mojada y a frutas tropicales, podemos llegar a intuir. Y no me parece eso una dificultad añadida, sino más bien una ventaja y una circunstancia del buen escritor: venga usted a Vetusta, o a Macondo, y si no puede pásese por la literatura y embriáguese de esta otra realidad.

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Regreso al hogar de Justo

martes, 4 de julio de 2006

Dos viajes de novios

Pequeño tributo a JM con erre mayúscula

Para Luisa, llamémosle así

El peligro de lanzarme envites desde las huellas del blog es que los recojo de inmediato y sin pensarlo: me sucede en lo malo (cuando me provocan las fierecillas domadas de la ley y el orden gramatical) y en lo bueno (cuando me proponen relecturas de textos de mis autores favoritos y presiento que gozaré de nuevo con ellos). Volver a Javier Marías, si es que alguna vez nos fuimos de él, siempre es un motivo para escribir unas líneas y mantener nuestro espíritu crítico de lector en alerta. Me llegó, pues, el enlace de la versión manuscrita del cuento “En el viaje de novios”, a propósito de un comentario que hice sobre Corazón tan blanco (CTB), y aprovecho para esparcir algunas notas sobre ambos textos.

No hay duda de que el cuento, publicado en 1991 en una revista, anticipa la segunda escena de la novela (cuya primera edición aparece en 1992) y es una primera versión ya bastante elaborada de la definitiva. En cualquier caso, Marías decidió publicar ese cuento en la recopilación Cuando fui mortal, desconozco si por un interés casi filológico y para exponer su forma de creación literaria o porque lo consideró, simplemente, un buen cuento y una historia que se sustenta por sí misma: a ello ayuda el crescendo progresivo de la tensión y un final inquietante que juega con la lógica y la memoria, siendo así que ya insertado en una novela o ya viajando en solitario se defiende en igualdad de condiciones, aunque ese final sufra un cambio radical en CTB y de hecho deja de serlo como tal, pues la novela y la escena prosiguen.

Que estamos hablando de la misma historia lo puede corroborar no sólo el propio argumento sino también el paralelismo existente entre las frases usadas en ambos casos. Veamos un solo ejemplo:

“Mientras mi mujer se dormía (...), decidí mantenerme en silencio, y la mejor manera de lograrlo y no verme tentado a hacer ruido o hablarle por aburrimiento era asomarme al balcón y ver pasar a la gente, a los sevillanos, cómo caminaban y cómo vestían”. (“En el viaje novios”)

“Pareció dormirse, y yo me mantuve en silencio para que reposara, y la mejor manera de mantenerme en silencio sin aburrirme ni verme tentado a hacer ruido o hablarle fue asomarme al balcón y mirar hacia el exterior, mirar pasar a la gente habanera, observar sus andares y sus vestidos”. (CTB)

Más allá del cambio de Sevilla por La Habana (lo cual induce a pensar que el cuento nació como tal, y que las exigencias argumentales de la novela obligaron al pequeño cambio para conservar una escena que agradó al autor) las diferencias son imperceptibles, y en otros ejemplos la copia es casi exacta. En la novela se incluyen algunos nuevos detalles que son prescindibles en un cuento corto y se nombra a los personajes, y así la mujer ya no es una anónima recién casada sino Luisa.

A estas alturas sólo cabe resumir de manera muy breve la situación: una pareja de novios se encuentra de viaje y regresan a la habitación del hotel por una súbita indisposición de la mujer, que se acuesta de inmediato. Él sale al balcón y en su mirar disperso se topa con otra mujer que espera en la calle a alguien, nerviosamente, hasta que ésta se percata de la presencia del mirón y va en su búsqueda, lo interpela y le grita ante la sorpresa del hombre, y al fin el desenlace se bifurca por caminos opuestos: en el cuento la mujer prosigue con sus imprecaciones y hasta penetra en el hotel (con unas consecuencias que Marías nos escatima con inteligencia), y en CTB se lleva la mano a la boca y asume su error de identificación, pidiendo disculpas.

Si buscamos las constantes del autor en este breve ejemplo, se me ocurren al menos dos detalles a comentar: el primero, más anecdótico, lo constituye la reiteración del mismo espacio (un dormitorio) en escenas importantes de otras novelas. Así, en Mañana en la batalla piensa en mí, las primeras cien páginas se desarrollan en ese espacio algo claustrofóbico con otra pareja, solo que en una la indisposición femenina es leve y en la otra fatal: pero así como en Marías es raro encontrar sexo, en cambio sí hay camas y habitaciones y situaciones que ocurren en ellas a menudo. El segundo hace referencia a una particularidad común en muchos de los personajes de sus obras: la capacidad de ver y de escudriñar, de interpretar y de analizar con la mirada. Esto, que se convierte en elemento clave de Tu rostro mañana, está presente en muchas novelas anteriores, y describe a su vez una particularidad formal: los personajes hablan poco y observan mucho, con lo que el conocimiento de las cosas no suele llegarnos por los diálogos sino por el pensamiento (la mirada procesada) de los distintos narradores. No sólo es Jacobo Deza (no confundir con JacoboDeza) quien tiene esa capacidad, por mucho que así se exponga de manera expresa en la novela que protagoniza: también Víctor Francés, por ejemplo, tiene ese don aunque no se nos diga.

Las preguntas que pueden plantearse después de la lectura ya son, en este último párrafo, evidentes: ¿nace la idea de la novela con anterioridad a la del cuento? ¿Es el cuento la chispa que prende una idea que se engrandece y acaba siendo novela? ¿O sólo hay un uso oportuno de una escena que un día fue cuento y acaba por formar parte de un engranaje superior? Quizá todo esté ya contestado en alguna parte, y quizá algún lector del blog pueda abrirnos un nuevo sendero pertrechado con lupa y machete.