lunes, 28 de septiembre de 2009

No me llames Antonio

Al hilo de la lectura de El viento de la luna, aprovecho para retomar algún tema que no apunté antes y que ahora me ronda por la cabeza insistentemente. Hablo, por ejemplo, de la distinción entre novela (como entramado de ficción) y relato autobiográfico.

Cuando una obra aparece en una colección que atesora mayoritariamente relatos y novelas, la predisposición a la lectura es precisa. Quiero decir que por mucha autoficción que exista en ella, mi aproximación será como la del oyente externo a quien le cuentan una fábula, una historia inventada. La colección “Biblioteca Breve” de Seix Barral cumple esos requisitos, y ante cualquier libro del sello yo asumo que estoy leyendo ficción, épica o como demonios quieran llamarle. No se trata de ningún corsé, pues en el fondo tampoco creo a pies juntillas en la separación de géneros, pero sí en la verdad y en la mentira aplicadas a la realidad. No puedo acercarme a la novela con la misma actitud con la que voy al ensayo histórico o a la biografía, por mucha verdad literaria que encierre la primera. Esta distinción entre verdad circunscrita a la realidad objetiva o a la literatura es simple, pero parece que acongoja a muchos lectores.

Después de la lectura de El viento de la luna, mi posición es prístina: la novela de Muñoz Molina, que retrata la cotidianidad de una familia en un entorno rural en 1969, coincide con vivencias propias del autor, y el mismo protagonista (eso ya lo dejé escrito en la senda) comparte también la edad del autor en ese mismo año. Escarbando un poco acumulamos todavía más similitudes: en una entrevista con Justo Serna realizada en 2004 (o sea, dos años antes de la publicación del libro, y supongo que antes de su escritura, aunque eso ya no lo puedo asegurar), Muñoz Molina hace referencia a dos personas con quienes compartió aula en su adolescencia y que aparecen en la novela con los mismos nombres y actitudes:

Había una pareja tremenda en segundo de bachiller, dos forajidos que iban siempre juntos, internos, con mirada torva y granos en la cara. Uno se llamaba Endrino y el otro, adecuadamente, Rufián Rufián.

¿Hace todo esto que podamos considerar El viento de la luna como una obra autobiográfica? Yo me niego en rotundo, por cuanto no hay un aviso previo del autor en relación a este hecho o al modo en que hay que afrontar la lectura de la novela, y lo más fundamental (mucho más que la Mágina simbólica y literaria que acoge las idas y venidas de los personajes): el protagonista es innominado y nadie le llama Antonio. Este sutil recurso, extraordinario a mi entender, dice más que cualquier cúmulo de escenas sacadas de una supuesta realidad histórica. Quizá todo encaja con la vida, y la escuela sea real, y la plaza y sus calles correspondan a unos espacios por los que mañana podamos pasear. Pero Antoñito rehúye fijar su nombre, y la ficción se cuela por los cuatro ángulos de cada página. Juanramonianamente, quiero decir.

Pero qué gran verdad ha escrito Muñoz Molina, y de qué manera me la he creído desde dentro de la obra y desde sus entramados literarios. Así ocurre con las buenas novelas, o eso dicen.
______________________________

La crónica sentimental de Arcadi Espada sobre los 40 años de Anagrama es aguda, aunque mis libros favoritos no sean los suyos, así como cada lector tendrá su lista propia. Pero es cierto que 40 años no pueden ser sólo un proyecto editorial y acaba siendo un proyecto cívico y moral. Quién sabe si el último.
______________________________

De ese proyecto se bajó en julio, y yo me enteré muy tarde, Enrique Vila Matas. Ya que a él le gusta el tema, no puedo evitar la comparación con los cambios de equipo futbolístico de las grandes estrellas. Me importa muy poco el motivo (más lectores, más dinero) y mucho el simbolismo. Deja la camiseta gris de Anagrama por la blanca de Seix Barral. El estadio es más grande pero el equipo tiene demasiadas individualidades (jugar junto a De Prada no debe ser fácil). Me va a costar verlo con la nueva vestimenta y sufriré con Dublinesca, así como los culés hemos sufrido por los siglos de los siglos.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Ante la máquina

¡Esta es la máquina que yo estaba esperando desde siempre!



El artefacto cuesta unos 130.000 eurillos de nada, y es que se amortiza rápido: es capaz (o lo será dentro de poco) de imprimir en cuatro minutos cualquier obra literaria anterior a 1923. Qué digo literaria: cualquier texto que alguna vez haya sido un libro y que Google Books haya decidido incorporar a su torre de Babel. ¡Esto sí es una broma infinita, amigo Portnoy! Sin duda ya me veo apretando el botón y escogiendo a placer lo que voy a leer en los próximos minutos, sin necesidad de buscar entre estantes, sin intermediarios, sin libreros atentos, sin editores meticulosos, sin publicidad, sin promociones especiales. Casi diría que sin lectores, porque entre el dossier encuadernado que debe salir de las entrañas de la máquina y el usar-y-tirar hay sólo un paso. ¿Pero quién dijo lectores en este futuro digital que se nos viene encima?

La contradicción entre esta novedad y el libro electrónico es evidente: como éste no acaba de arrancar, la posibilidad de conseguir una copia en papel de cualquier obra es una alternativa más tradicional, e incluso me atrevería a asegurar que más radical. Pide y se te concederá. Desconozco la calidad del producto final, aunque cuatro minutos no creo que den para mucha bisutería. La comparación con el ciclostil también parece obligada, por mucho lomo y tapa satinada que pueda salir de sus entrañas.

Pero lo que me intriga de tanto avance, la parte moral del asunto, consiste en saber qué tipo de lector es el inventor. Quiero decir que a ningún lector de verdad, militante y entregado a la causa, con sillón, lamparita y café humeante, se le podría ocurrir la construcción de una máquina semejante. Incluso al inventor de la fregona, ingeniero aeronáutico, le tocó lustrar suelos en los hangares americanos y facilitarnos un poco la vida con la experiencia vivida y mejorada. ¿Pero qué lector idea el trasto capaz de escupir hojas impresas sin control y sin mediación? Este restaurante sin chef, este museo sin guía, sólo puede ser obra de un lector imposible. ¿Para qué tanta abundancia, si precisamente es tiempo lo que nos falta en esta vida? El problema no es tenerlo todo a petición y al instante sino que, una vez teniéndolo, no habrá cuerpo que lo resista.

Dejo de lado el vano romanticismo del café que ya apuraba en el párrafo anterior, la confianza en el sello editorial (el necesario catálogo) o la magia del libro viejo. Desde que internet ha popularizado el todo para todos, cualquiera se apunta a la moda desde la realidad más cruda.

Aprovecho para hacer un paseo, el primero, por este Google Books que tengo a un solo link y que pasa por ser la antesala de la máquina de marras sin impresión. Lo primero que me asalta es un apartado titulado "interesante" y que me propone cuatro carátulas inquietantes: Secretos de la pediatría, Manual del pediatra práctico (no logro captar el motivo de la reiteración sobre el cuidado de los niños, ni si es azaroso), Manual de fisiología y riesgo del buceo y De la policía médica a la medicina social. En cada actualización cambia el cuarteto, pero no mejora el conjunto. Pero eso ocurre también en las principales mesas de El Corte Inglés. Así que voy al grano: tecleo "Javier Marías" y aparecen ¡440 enlaces! Creo que ni García Viñó ha escrito tantos libros. El truco es que toda obra en la que se mencione a ese autor aparece reflejada, y de hecho no hay una sola novela de Marías escaneada, al menos en español, por causa de los derechos de autor.

La grandeza de Google, en cualquiera de sus variantes, consiste en la búsqueda y localización instantáneas, ese motor tan aplaudido y que cotiza en bolsa. Pero como crítico, librero, editor e impresor es un verdadero desastre. La máquina tampoco le va a solucionar su impotencia ni su límite cibernético: todas las fórmulas que pueda llegar a hacer (aunque estén basadas en la acumulación de experiencia a base del análisis de las búsquedas que hacen los usuarios) chocan contra el muro de las mayorías. Las mayorías han demostrado ser malas consejeras en cuestiones literarias, y si no preguntenle al señor Dan Brown y su millón de copias vendidas en 24 horas. Google siempre estará más interesado en venderme a Brown, o un estudio pediátrico, que a Bolaño. Lo dicta su motor (¡su intuición!), por eso su sosias Deep Blue sí es capaz de ganarle a Kasparov: cuenta, ensaya, acumula y da el mate.

La victoria definitiva del lector será llegar ante la máquina, pulsar el botón y que responda Document not found, porque no habrá podido entender nuestros gustos extraños ni nuestra selección sentimental de la literatura.

martes, 8 de septiembre de 2009

De la Tierra a la Luna

Como ya saben los resisitentes de este blog, acostumbro a ser metódico y quisquilloso en las fechas y lugares en los que comienzo a leer libros. Cuando hago un repaso a los lomos de mis bibliotecas, de cualquiera de las dos que tengo, se me aparece una imagen cabal de un espacio y un momento determinados. Un McEwan me retrotrae a una playa desierta o al aeropuerto de Miami, un Bolaño a una roca sobre una montaña de Morazán mientras oteo desde lo alto, un Marías a mi lugar preferido del prepirineo catalán: un rincón de un camino entre dos lomas del cual jamás daré más datos, ni sometido a las más siniestras torturas, no vaya a ser que algún día llegue al sitio y me encuentre con otro lector apostado en mi piedra favorita.

Antes de partir hacia Cuba, el 20 de julio, estaban por cumplirse los 40 años de las huellas en la Luna y todo lo demás. No lo pensé dos veces: de entre todo lo comprado y que me falta por leer, metí en la maleta El viento de la Luna de Antonio Muñoz Molina, que regresó felizmente a casa porque lo llevaba a cuestas en la mochila de mano y no en la maleta facturada y ya perdida para siempre (ahí dentro iba Magris, por ejemplo, y pienso en quién será el afortunado ladrón que lo estará disfrutando a estas horas).

En fin. De esta obra ha dicho mucho y bien uno de los más perspicaces lectores de Muñoz Molina en su blog, Justo Serna, conmemorando también a su modo el cuadragésimo aniversario de la gesta astronáutica. No sé si se puede decir mucho más, pero me interesa el autor y hay algunas cosas en la novela que merecen ser resaltadas.
Ahora que Portnoy está sumergido divinamente en el magma experimental y desbordante de Foster Wallace (uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete, con lo que las bromas también acaban siendo finitas) he tenido la dicha de instalarme por unos días en una obra de prosa tradicional y castellanísima, y con un argumento que navega entre el costumbrismo y la novela iniciática. Nada nuevo bajo el sol, es cierto, pero hay veces en las que uno siente la necesidad de meterse en territorio conocido. Será porque he caminado estos días por espacios mentales muy gelatinosos y quería una senda con guijarros, con una ruta fácil de recorrer.

Muñoz Molina es un autor al que he seguido con bastante continuidad, y me había quedado en el estante esta última novela antes del gran tomo que está por llegar en las próximas semanas. Mi curiosidad radica en la sutileza de sus artilugios sentimentales, y me explico. Más allá de las buenas (o no) historias que nos quiera contar, el autor disecciona con bisturí algunos arquetipos de la España real y conocida, de la que a él le ha tocado vivir o de la que le han contado sus generaciones inmediatamente anteriores. Esos arquetipos (aquí el cura propinador de bofetones en el aula, el niño crecido en ambiente rural que sueña con otra vida futura, el abuelo pragmático y de sabiduría popular, y un largo etcétera de personajes conocidos) destacan por la capacidad que tiene Muñoz Molina para describirlos a partir de su imagen sentimental, nada proclive a la añoranza pero tampoco a la fácil y tópica pincelada.

El chaval protagonista, que coincide con la edad que Muñoz Molina tenía en 1969, se debate entre la aburrida cotidianidad de Mágina y el sueño del viaje espacial que está a punto de culminar. Arados, lechugas y sotanas frente al Apolo XI, Armstrong y la Luna. Y lo que subyuga es precisamente el tono de la historia, por el que vamos conociendo las íntimas historias que a todos nos han sucedido en la adolescencia, haya coincidido o no con ese año. Este tipo de novelas, que pueden parecer fáciles a simple vista, esconden una abigarrada suma de afectos, temores, vergüenzas, afrentas y desdichas, que al fin y al cabo son las tuyas y las mías sin haber nacido nunca en Mágina. Y en ocasiones, la prosa algo barroca de Muñoz Molina nos deja perlas concisas que obligan a detener la lectura y a mirar por encima del libro hacia ningún lugar:

Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de
su padre.


Ante frases así, la novela trasciende el trasiego del día a día en una casa de pueblo y todos somos hijos tomados de la mano. Tragamos saliva y continuamos leyendo.

No quiero hacer aquí ni ahora una crítica de la obra, porque ya digo que en otros lugares se ha hecho y bien. Mi mente tampoco está estos días para largas parrafadas, pero lecturas como ésta son una buena dosis de paroxetina para el cerebro. Y sin efectos secundarios.
______________________________

Leía en el blog de Angry Girl estas palabras sobre Marías:

La verdad es que los escritos de Marías son totalmente de una cabeza masculina, contienen una represión emocional impresionante, me parece, lo siento cada vez que acabo sus libros, siempre he sentido ese vacío cuando acabo los libros de él, un gran vacío, el vacio de las emociones, Marías a duras penas dice lo que siente, con el todo son ideas, y cuando necesito aplacar un tanto mis emociones me pongo a leer un libro de este señor, que no me hace sufrir en lo mas mínimo pero me hace pensar, pensar, pensar.


Estas palabras, que sólo una cabeza femenina hubiera podido escribir, son de una precisión abrumadora. La ausencia de sentimientos y el magma de las ideas. Y esa represión emocional tan intensa que convierte cada novela suya en un tour de force excitante.
______________________________

-¿Y la serotonina, Mr. Deza?
-Por ahí va, segregándose con ayuda de algunos fármacos.
-¿Lo ve? La ciencia le permite a usted seguir por estos derroteros.
-La ciencia me ha permitido, amigo mío, vislumbrar por fin a Dios en mis entrañas.
-Ya lo leyó usted en Dawkins: Dios es pura química.
-Pura serotonina, amigo, pura serotonina.