miércoles, 29 de marzo de 2006

Una luz en el horizonte

Los que ya me conocen de sobras (o sea, que han leído con alarmante asiduidad los casi 70 posts que por aquí se han ido acomodando) saben a ciencia cierta que yo iba a comenzar la lectura de Sábado un sábado. Nadie que me conozca lo suficiente podía albergar ni un gramo de duda sobre la ritualización de mis quehaceres literarios, y por eso busqué este fin de semana el lugar idóneo (cabaña en medio del bosque) para inaugurar uno de los principales pantanos del año, una de las novelas que con más ansias estaba deseando afrontar. Lo lamentable es que por allí cerca se celebraba una boda campestre, y los ecos de la despiadada música se metían por las rendijas de las ventanas: pero ni aun así. Uno, que es terco no ya por genética sino casi por definición enciclopédica, fue a lo suyo.

Volver a McEwan es un regreso al hogar y a la cama adaptada a la espalda, después de tanto colchón muelle y tantas sábanas con naftalina. Es la sensación que aparece cuando nos reencontramos con uno de nuestros escritores favoritos, cuando el poso de una buena lectura anterior nos anticipa la posible recuperación de placeres que pocas veces, muy pocas, están al alcance: un vino de cosecha añeja, un paisaje estremecedor por su belleza salvaje, un polvo con los cinco sentidos en alerta, una novela que permanece en el recuerdo. Por ahí precisamente, en algún hueco de la memoria, se conserva el aroma de Expiación y de sus circunstancias, como pueden ser sus primera páginas transitadas en el aeropuerto de Miami, en una de esas interminables esperas post 11-S.

Y era sábado, y era Sábado. Ya tengo la primera conciencia para apuntar algunas pautas de las primeras 30 páginas, mínimos destellos que tendremos que ir corroborando:

1. Henry Perowne es un neurocirujano común y corriente, como todos los neurocirujanos que pueblan los hospitales de medio mundo. Profesional, serio, dedicado en cuerpo y alma a su oficio. Se levanta una madrugada sin sueño, con una extraña sensación de ánimo y desvelo, y sin razón aparente se dirige a la ventana del dormitorio procurando no despertar a su esposa, que duerme a su lado. A pesar del frío exterior, Henry contempla el silencio y la quietud de la noche durante unos breves minutos y divaga, suficiente tiempo para que McEwan esboce en pocas páginas la vida de nuestro protagonista: estampas familiares, obsesiones laborales (excelente la descripción de sus últimos pacientes, con una frialdad muy british) y preocupaciones globales. Ya lo conocemos, y ha bastado una abertura de ventana y un mirar a lo lejos.

2. Pero hay en McEwan un elemento fundamental que se repite en sus novelas y que aquí ya encontramos en estos prolegómenos, en una primera escena que denota cierta pasividad y que, llevada al cine, sería una escena de relleno para enlazar otras más jugosas. Pero no: como yo ya he jugado a este juego antes, sé perfectamente que uno no se puede adormecer en ninguna página de nuestro inglés predilecto: la sensación de “aquí va a pasar algo” es permanente, y cada segundo cuenta antes de despeñarnos por el abismo. Ese decorado insustancial siempre esconde un filo de navaja, una lengua bífida asomando por debajo de la cama.

3. El elemento perturbador, pues, no tarda en llegar: Henry observa en la lejanía, por encima de los edificios londinenses, un destello y una luz que avanza. Frente a las primeras deducciones (un meteorito, un cometa) debe recapacitar ante lo inevitable de la visión: un avión tiene un motor o un ala ardiendo y se desliza con un ruido martilleante hacia el aeropuerto de Heathrow. McEwan tensa la cuerda al límite al entablar un fuerte discurso con el azar: pocas cosas tan absurdas puede haber como salir a la ventana y ver un avión derribado, lo cual no impide que eso sea perfectamente posible. Lo difícil es hacerlo creíble, y esas páginas lo consiguen: el asombro y la extrañeza de Henry es la del lector, es el punto de vista del ciudadano común e insomne que sin previo aviso experimenta un rasguño en su monotonía: “Entre tantos millones tiene que haber personas que se asoman a la ventana cuando normalmente deberían dormir (...) Que sea él y no otra es arbitrario”. Pero él se asoma y descubre, y se sorprende y exige saber más, y es entonces cuando hay novela.

4. Ya hace tiempo que busco la gran novela sobre el 11-S (lo dejé escrito) y no sé si ya estoy metido en ella. De todos modos ya hay una consecuencia que Henry explicita con tino: “Todo el mundo coincide en que las líneas aéreas parecen distintas desde entonces, predatorias o condenadas”. Cierto: ver un aparato de esos en el cielo (los de Tegucigalpa parece que quieran rascarse la barriga con las antenas, yo me agacho instintivamente cuando me sobrevuelan por la calle) ya no puede comportar la inocencia antigua del niño que imagina y se transporta con ellos a lugares misteriosos: “Hace casi dieciocho meses que la mitad del planeta presenció una y otra vez a los cautivos invisibles conducidos a través del cielo hacia la matanza”. Y si el mundo ya no es lo que era, ¿cómo van a ser iguales las novelas? ¿Se lo habrá preguntado McEwan, y nos va a contar en qué nuevo panorama estamos? Yo todavía sigo con mis ojos esa luz centelleante que desaparece poco a poco en la lejanía y que nos transporta a todos, viajeros o no, vivos o muertos.

(continuará)

miércoles, 22 de marzo de 2006

La literatura resistente en Blanes

ROBERTO BOLAÑO
Santiago de Chile, 1953 – Blanes, 2041

Escritor de prestigio, alabado por la crítica y un cada vez más numeroso grupo de seguidores que lo adoran y lo imitan, su vida y su obra pueden dividirse en dos grandes etapas: una primera, la más conocida, que arranca con algunas obras menores y una obra inclasificable, La literatura nazi en América, que le presenta al gran público como un autor de difícil inserción en la tradición literaria del momento y como un outsider arriesgado, valiente, poco proclive al halago y al autobombo. Después de publicar varias obras conocidas y de recibir algún que otro premio (el Herralde por Los detectives salvajes le confirma como uno de los mejores escritores de su generación), publica en el año 2004 una de sus cumbres creativas, 2666, obra de más de un millar de páginas con la que concluye esa primera etapa prolífica y de ascenso permanente.

El segundo Bolaño aparece con una desaparición: el autor chileno, después del esfuerzo que le supone la redacción de 2666, decide alejarse un tiempo del primer plano literario y viaja durante casi dos años por los continentes americano y africano. Hay muy pocos testimonios que hayan logrado verlo, acaso una sombra en la noche, en ese período: por orden cronológico de las apariciones se le sitúa en una cantina algo tétrica de Managua; cruzando una calle empedrada de Antigua, Guatemala; en un bus repleto de México DF (el testigo sólo vio su faz unos segundos, sus gafas redondas y un cigarro apagado en los labios); conduciendo una vieja camioneta por los arrabales de Tetuán; tomando una taza (un niño berebere dice que té, un viejo barbudo que café) en un perdido oasis del Sahara. Y así se suceden algunas declaraciones más, a cual más inconcreta sobre el paradero de nuestro autor.

En 2006, sin explicar los motivos ni el destino que lo desdibujó durante tantos meses, reaparece con dos nuevos manuscritos bajo el brazo: El afán desmedido y Una mancha en la almohada. El éxito de ambas obras, publicadas al mismo tiempo, provoca artículos elogiosos, tesis sobre el nuevo rumbo de su literatura, debates televisivos que indagan en su vida privada. Roberto Bolaño vuelve a conceder entrevistas y sugiere que su adiós temporal era un deseo de “encontrar la verdad bajo cada adoquín, sobre cada tapizado de sofá”. Estas y otras declaraciones no hacen sino acrecentar el misterio y las ganas de saber más de sus lectores.

En los diez años siguientes escribirá un monumental volumen de poesía, Los minutos amargos, que muchos emparentan con lo que 2666 significó para la narrativa, y que en este caso desnuda al Bolaño más sentimental y cruel a un tiempo, más amoroso y despiadado. Se recuerdan las elogiosas críticas que el libro recibió de Caballero Bonald, de García Montero o de Joan Margarit, y también cómo en Chile fue recibido primero con cierto estupor y después, con el poso de la lectura digerido, con ditirambos desmedidos. Se han repetido hasta la saciedad las imágenes de Isabel Allende llorando amargamente ante las cámaras cuando le preguntaron por Bolaño, y fue incapaz de emitir un solo comentario más allá de los sollozos.

También en esa misma etapa escribe el libro de relatos Imbéciles apócrifos y la miscelánea de textos Cuando lleguen las olas. Le piden conferencias y cátedras en universidades de medio mundo, pero él prefiere seguir en su Blanes de adopción, que ya no abandonará hasta el fin de sus días.

La novela Réquiem por Arturo Belano, de nuevo una obra de muy amplias ambiciones y paginación, se traduce a más de treinta idiomas y le convierte en un clásico viviente, amparado ya por las Academias de varios países (la española le ofrece un asiento con la letra H mayúscula, que él rechaza a través de un famoso escrito publicado en “El País” bajo el título de “La letra muda”).

En 2021 se le concede el premio Cervantes, a pesar de lo cual aún conserva su aura de escritor para minorías, siendo esto una falsedad por cuanto sus libros permanecen siempre entre los más vendidos en cualquier lista. Y sólo un año después se le otorga el Premio Nobel por “su inventiva, que traspasa las fronteras de lo humano y lo artístico, y por su capacidad de construir mundos alternativos donde lo real y lo imaginario forman un todo indivisible”. Todavía se recuerda la llamada que el Rey de España, Felipe VI, le hizo a los pocos minutos de saberse la noticia: “Roberto, la Corona es una fiel lectora de tu obra”.

En los últimos años de su vida todavía publicará diversos volúmenes, tanto de poesía como de narrativa (Qué es una de sus novelas más aplaudidas, al igual que el poemario Infinitas luces), pero se refugiará en un silencio personal que le apartará de la prensa y de cualquier aparición pública. Se dice que, póstumamente, habrá material publicable durante varios años, tanta es la cantidad de apuntes que albergan los cajones de su escritorio. También los blogs, ese invento sustantivo de principios de siglo y que hoy son el principal motor del debate literario, recogen su testamento y rejuvenecen, día a día, la bibliografía de Bolaño: las huellas y las sendas de la red son las que mantienen hoy vivos el recuerdo y la lectura de nuestro querido compañero chileno.

viernes, 17 de marzo de 2006

Revisitando a Bolaño

Estaba en casa de un amigo, en la parte alta de San Salvador. Pequeño jardín con vistas a la metrópoli cochambrosa, guardia bien armado que vigila el acceso a la calle, y la familia: tres hijos, un perro. La mujer me comenta que los niños andan peleados, y la causa me sobrecoge: ya ha llegado también aquí el último volumen de Harry Potter y hay carreras y codazos por leer el único ejemplar de la casa. Se lo van pasando y lo devoran, uno ya ha llegado a la mitad en dos días (unas 300 páginas, calculo) y controlan el tiempo que cada quien tiene para evitar que otro lo sobrepase. Muy pronto el perro también va a pedir su cuota, seguro.

Pues estos días ha tocado nuevo viaje y mucha ocupación sin horarios. Hasta ayer la capital estaba en ascuas por un resultado electoral, y a las ocho de la tarde volaban hierros, gases lacrimógenos y alguna que otra bala. Yo me lo miraba impasible por la televisión, en riguroso directo, apartado ya del tumulto y acostado en medio de un surreal bosque de pinos. O sea, el bosque era muy cierto y las piñas también, pero esos saltos mortales (del peligro próximo a la letargia soñolienta) acaban repercutiendo en mi cuerpo y debe ser por eso que las bacterias encuentran accesos francos, hallándome sin apenas defensa que oponer.

Pero he tenido tiempo de pensar algo sobre libros digeridos, sobre ese último Bolaño que ya dejé por aquí apuntado y que sigue rondando mi cerebro. Tengo que admitir que casi nunca dejo un libro a medias, y como acostumbro a creer fuertemente en mis elecciones, no doy tregua hasta confirmar que aquello que leo se acerca a mis primeras hipótesis de fe. Pasa a menudo que uno está leyendo algo que no acaba de interesarle, o de no poder vislumbrar hacia dónde nos lleva esa historia, pero siempre mantengo la esperanza de una remontada, de algún saque de esquina en la página 257 que acabe entrando en el fondo de la red. Después siempre ocurre que lo que comienza mal suele acabar peor, pero yo sigo ahí, inasequible al desaliento. Ahora tengo por fin un motivo para sentir cierto orgullo de mi terquedad: esta literatura nazi de la que hablo me pilló muy desprevenido, y aunque ya tenía referencias de por dónde iba el libro (no las de contraportada, que nunca leo antes de las 100 primera páginas, otro de mis absurdos ritos literarios) me vi atrapado en una telaraña de historias desbocadas, sin sentido y completamente alucinantes. Cada biografía me descolocaba más que la anterior, siendo como son mentiras muy ciertas sobre los límites de la literatura, sobre los locos que pululan por estos mundos, sobre gente que escribe y escribe y no deja huella, que pasa creyéndose Borges o Rabelais y que sólo emite destellos imprecisos, obras desalmadas.

¡Y qué cambio se produce cuando esa reiteración, después de las 8 o 10 primeras puntadas, se convierte en 20 o 30 estocadas más! Lo que inicialmente era un borroso panorama de personajes prescindibles, va tomando cuerpo y se alza ágil por encima de la mera anécdota. El salto es gradual pero ya con cierta perspectiva se torna también mortal, como mis últimos viajes: a medio libro yo necesitaba que se ampliara esa amalgama de gente vil, que no parara la lista de infames que publican supuestas novelas de tesis, vanguardistas, rompedoras, únicas, tan reales como el montón de mamotretos que pueblan las mesas de novedades de El Corte Inglés. Menuda visión la de Bolaño: esas falsas biografías son trasuntos de verdades absolutas, de hombres y mujeres americanos (y europeos y marcianos) que están aquí, entre nosotros y con otros nombres, que también nacen en 1945 y mueren en 2016, pongamos; en Cartagena de Indias o en Dakota del Sur; y uno va conociendo la suerte de esas docenas de individuos y mira luego por la ventana y los ve a todos. Bolaño dejó impresos allí, para la posteridad, todos los retazos de vida posibles que acaban montando el puzzle de los fantasmas literarios que somos y serán. Yo no podía dejar esas páginas y de releer esas bio-bibliografías locas, juiciosas.

Ya tengo el ejemplo exacto para confirmar que mi idea no era tan equivocada: jamás hay que dejar un libro a medias, no vaya a ser que, como en este caso, después de varias hojas las tapas comiencen a aletear y el ejemplar de Seix Barral alce el vuelo como un pájaro. Ahora también me parece que Vila-Matas está intentando escribir desde hace mucho años precisamente esta obra, esta rara avis que tiene pocas comparaciones y menos libros de igual fuste. ¿Saben cuál es uno de los mayores elogios para el invento? Cuando uno, al leerlo, quiere inventar también y escribe sobre otros fabuladores imposibles, quiere emular y copiar al maestro. Cuando la lectura nos lleva a la escritura íntima y nos vemos impelidos a anotar cuatro párrafos en un cuaderno: ¡Qué pocas obras nos obligan a coger el lápiz y a pasarlo por encima de la hoja de papel! Bolaño es capaz de eso y, como augura mi otro acto de fe, de mucho más.

miércoles, 8 de marzo de 2006

El viaje tortuoso

La larga desconexión de la senda tiene nombres comunes: viaje trasatlántico con parada no prevista (¿no se han encontrado nunca, al llegar a un aeropuerto de tránsito, con que les digan que su siguiente vuelo está cancelado? Pues eso: contratiempo desesperante y noche extra de hotel con gastos pagados) e infección bacteriológica (llegar y vencer: ni dos días pasaron hasta que las bacterias tomaron el control de mi aparato digestivo y me mandaron a la cama con casi 40º de fiebre, apenas salgo ahora de mi debilidad corporal). Es otra forma de llegar a destino: darse cuenta de que hay azares que todavía nos pueden obligar a dormir en un país extraño o a hacerlo en nuestra propia cama con una temperatura dislocada, en ambos casos siendo huéspedes extraños de nuestro cuerpo, y todo con el escaso margen de tres días. Tanta vivencia debe ser excelente para crear literatura, cada vez tengo menos excusas para ponerme algún día a ello.

Antes, seguían ocurriendo cosas en el mundo, en mi país. Una vez más se vendía una nueva entrega de las aventuras de Harry Potter y nos obligó a los que nos dedicamos a pensar sobre estas cuestiones a otra reflexión (la quinta o sexta) sobre las ventas de los libros, la lectura, el alejamiento de los jóvenes hacia ella y tantos otros temas que nos entretienen unas horas. Los profetas del fin de los tiempos tomarán este éxito como una excepción dentro del páramo cultural, pero yo he ido agrandando mi sonrisa a medida que se iban publicando tomos: reconozco mi escepticismo inicial (extensible a todo éxito espectacular devorado por mayorías) pero la realidad acaba haciendo mella incluso en mi relativismo proverbial. Cada vez aplaudo con más entusiasmo las colas de niños, las lecturas en vivo del libro, los disfraces carnavalescos de magos y todo el marketing que se monta alrededor, sabiendo como sé (niños y no tan niños hay a mi alrededor que también están en esas colas) que al final el triunfo será el de la literatura y el de la imaginación, y por ende, el del placer lector de miles de criaturas. ¡Y qué más se puede pedir que hacer feliz a un niño!

Hace unos días leía (quizá dentro de ese avión interruptus, quién sabe a estas alturas de la fiebre) una entrevista a Alberto Manguel y expresaba su satisfacción no sólo porque se lea, sino porque precisamente se lea eso. Es decir, que lo de Harry no es un mal libro y que el fenómeno tiene una base sólida por ese camino. ¿Serán más listos los infantes de hoy, accionistas de Telefónica del mañana, que sus propios padres, que harían las mismas colas por comprarse un Dan Brown o un Paulo Coelho? Si así fuera, hay que ser optimistas: esta generación no acepta mercancía fraudulenta y exige que no le tomen el pelo.

También salía yo de Occidente y uno de sus grandes referentes penetraba en las salas de proyección, saltando de la página a la pantalla: Melissa P. ya ha sido encarnada por la nínfula Valverde y, con ella, el sexo (el referente al que me refiero, obviamente) regresa a la obsesión masculina que arrastramos desde Lolita, por lo menos. La adolescente pura que entra en lo prohibido por la autopista, sin rodeos, ya es un tema algo trasnochado. Esta Melissa no aporta nada nuevo, pero lo viejo que lleva tampoco sabe a fresa ni a chocolate: ese dejarse llevar para acabar en escenas coreográficas de grupo (es la excelente definición que, sin darse cuenta, anotó la Valverde sobre su personaje) produce una somnolencia algo triste, como ver guerras en los telediarios y dormirse con el ruido de las balas. Hay una contradicción flagrante entre la propuesta y el resultado: Melissa no sabe decir no y para ello asistimos impasibles al cúmulo de gimnasia gratuita que no da placer ni al espectador ni al lector, y menos a la protagonista. Hace unos años leí la versión original La vie sexuelle de Catherine M., otro giro más reflexivo pero igualmente terco en enumeración de posturas, de detalles. Cuando el todo es insignificante, el detalle pasa a ser una reiteración abusiva, un recordatorio al lector de que las historias requieren tejidos más resistentes.

Al fin, esta desconexión puede deberse también a nuevas dificultades para actualizar esta senda, que también requiere de estímulos fuertes para abrirse paso. El tiempo, los viajes, todo influye, pero aun con menos regularidad, que nadie dude de que seguiremos caminando, mientras sea necesario escribir y contar.