lunes, 27 de octubre de 2008

La inútil tijera en tiempos digitales

Esta historia que voy a resumir me asalta en los estertores del fin de semana, en una de esas tardes domincales tan plácidas (nunca he entendido qué manía le tienen algunos a las tardes del domingo, para mí siempre han sido un remanso excelente para la lectura, la escritura y las musarañas) y en las que uno no espera encontrar muchas sorpresas por internet. En cambio, me ha llegado por doble vía un asunto sobre un libro con bastantes espinas jurídicas y sentimentales, justo antes de irme de viaje por una semana y quedar desconectado de este mundo.

Me permito un inciso: aunque no lo pudiera parecer después de más de tres años de blog, soy un ferviente lector de libros de memorias y biografías. No suelo comentarlos casi nunca, y tampoco ahora me voy a poner a escudriñar las razones. Pero también soy muy selectivo: de un tiempo a esta parte me ha dado por leer, de manera especial, recuentos de vida de los actores de la política española del siglo XX. Leí con lentitud, hace ya años, las memorias de Santiago Carrillo. Hice lo propio hace mucho menos con los dos volúmenes de las memorias de Alfonso Guerra, y estoy metiéndome en el primero de las de Jordi Pujol. Hay dos libros que espero con cierto fervor: la autobiografía, que no ha sido anunciada jamás que yo sepa, de Felipe González, y la que está por salir en breve, de Pasqual Maragall. Dejo para otro día qué lecciones saco yo de todas estas lecturas y el porqué de mi fijación por estos personajes.

De lo que quiero escribir hoy es de este último hombre, expresidente de Catalunya y exalcalde de Barcelona, del cual estaba a punto de salir a la venta un libro biográfico a cargo de Esther Tusquets y Mercedes Vilanova. Es decir, antes de que el propio Maragall publique sus anunciadas memorias. El primer aviso me llegó a través del blog de Arcadi Espada la semana pasada, cuando él mencionó el hecho y contó que había tenido acceso a las galeradas de esa obra. Por lo leído, el libro prometía jugosas declaraciones hechas al amparo de la intimidad con las autoras, y yo me frotaba las manos al adivinar su lectura en las próximas Navidades.

Como decía, ahora me llega por doble vía una rutilante novedad: El País, por un lado, cuenta que la familia Maragall ha impedido que el libro, titulado Pasqual Maragall, el hombre y el político, salga a la luz pública con algunos pasajes que han considerado que no debían haber sido transcritos textualmente. O sea: las entrevistas entre Tusquets y Vilanova con el propio Maragall o con su esposa estuvieron trufadas, por lo que se ve, de momentos de confesión sobre temas sensibles (el Alzheimer que padece el biografiado, su salida intempestiva de la Generalitat, la historia sobre un hermano drogadicto...) y ahora la familia aduce unas "condiciones previas" no firmadas para evitar a toda costa que esas confesiones pasen a tinta indeleble.


Pero por otro lado, de nuevo Arcadi Espada se refiere al mismo libro, que ya ha tenido ocasión de leer por completo, y difunde citas textuales que ya no podremos encontrar los compradores. Todavía más: publica la portada del libro nonato y, por si fuera poco, el ISBN, no vaya a ser que al final todas esas páginas encuadernadas terminen en el limbo de lo inédito. Por ahora, parece que 10,000 ejemplares ya editados van a ser destruidos, gracias a un pacto definido entre la editorial y los Maragall, de manera que lo que llegue a las librerías esta misma semana sea una versión políticamente correcta y sin demasiadas astillas personales. Ante tanta poda, a uno se le van quitando las ganas de gastarse los euros, por mucho que el resto de las páginas añadan datos de interés. Ya me lo contará el propio Maragall en sus memorias, pienso yo, que al fin y al cabo ha sido uno de los políticos más dados a emitir sentencias poco cómodas y sacarse de la manga frases extemporáneas.

Uno de los meollos del asunto ha sido que el libro contenía fragmentos de otro libro, ese sí inédito por los siglos de los siglos, del padre de Pasqual Maragall, Jordi. Un diario íntimo, cargado de opiniones y recuerdos suculentos, pero que la familia ha querido conservar en formol. Lo curioso es que hayan dejado en manos de las dos autoras estas páginas, y que incurran en la inocencia de creer que no van a sacar algún partido de tan interesante material. ¿Qué hacer en estos casos? Tusquets y Vilanova van recibiendo regalos, susurros, confesiones a media voz, confianzas y palmaditas, y a la hora de la verdad se les dice que no pueden publicar nada de eso, editorial mediante. Es el problema de las "biografías oficiales" o toleradas por los biografiados: que ellos se creen con la potestad de poner coto a cualquier salida de tono no adecuada.

Pero lo más interesante del asunto es que, una vez más y gracias a internet, lo impublicable ya se ha esparcido por otras veredas, y por mucho que guillotinen 10.000 ejemplares de papel, un lector atento puede conocer esos aspectos que le han sido mutilados en el manuscrito. Hay ecos de ellos en la red. Le ocurrió al juez que secuestró una edición de una revista satírica española con los príncipes en postura sublime: ¡Fue la portada más vista de la historia, aun cuando no había ninguna expuesta en el quiosco! Este libro sobre Maragall acabará siendo más conocido por lo que no sale en ninguna de sus páginas que por lo realmente editado, y este post no deja de ser un corolario del anterior: no hay papel que resista la inmediatez y la promiscuidad del destello digital.

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Después del huracán Littell, ya me preparo un año antes de la edición española para el huracán Tellkamp. También de ladrillos vive la literatura.

viernes, 24 de octubre de 2008

Qué dolor de papeles

¡qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!


Ahora que el papel va a desaparecer (un siglo como máximo le están dando de vida en este nuevo Farenheit, y sin necesidad de que suba la temperatura) es el momento para lanzar el último responso por las revistas. Si antes de los libros alguna otra cosa tiene que morir, sin duda son las revistas. La abrumadora e inacabable acumulación de datos de internet va a precipitar, probablemente, que algunos formatos escritos tengan que reciclarse a formatos digitales, y que la acumulación de ejemplares en los quioscos vaya pasando a ser una imagen del pasado.

Yo vengo de ese mundo y de su espejo sentimental: hojear revistas especializadas en lo que sea, mirar portadas, siempre ha sido un pasatiempo en mis caminatas por cualquier ciudad. Esa era la aventura del saber anterior a la red: música, antropología, ciencia, actualidad, cómic, libros, todo mezclado en garitas de pocos metros cuadrados, abigarradamente y en constante actualización, cada día con nuevos números que sustituían a los viejos. Una mezcla, no está de más decirlo, con lo mejor y lo peor, con papel couché y papel satinado. Como internet, vaya.

Imagino que uno de los peores negocios que pueden hacerse en estos momentos es fundar una revista. No creo que ya haya demasiados lectores dispuestos a gastar en conocer aquello que pueden encontrar fácilmente en la red, gratuitamente, y con enfoques diferentes a sólo un click de distancia. ¿Globos aerostáticos en Irlanda? ¿Peces espada en el Índico? ¿Poesía amorosa del XIV? Ya no hay revista especializada que pueda competir con la infinita sucesión de páginas web que multiplican cualquier reportaje impreso. La prensa tuvo que hacerse eco de la nueva era de una manera burda: colocando recuadros al final de los artículos con links transcritos, "para conocer más y ampliar información". ¡Qué manera más vergonzosa de reconocer la derrota!

Digo todo esto porque las revistas de libros también están en horas bajísimas, y uno de los últimos intentos por colocar en el mercado un producto digno parece que ha fracasado. Me refiero a Granta, ese rara avis que en inglés ya ha sobrepasado los cien números y cuya versión española (que no traducción) quiso editar primero Emecé y luego el Grupo Santillana. El último número tiene fecha de un año y medio atrás, y aunque nadie haya certificado la defunción, la simple pérdida de la periodicidad ha acabado con una idea interesante. En Granta no hay crítica literaria, ni opinión, ni artículos sesudos ni entrevistas. De hecho, tampoco hay creación en sentido estricto, entendida ésta como ficción pura. En la revista siempre se ha optado por un género peculiar, el reportaje literario, en cuyas páginas desfilaban los autores asumiendo un yo que acostumbra a ser elidido en sus propias novelas. Las mejores firmas, o casi, hablan de sí mismos en contextos muy específicos, sin renunciar al estilo de cada cual y contando hechos ciertos o recuerdos imborrables. Pero para ello habrá que aprender inglés, que ya toca.

Las revistas de libros han adolecido tradicionalmente de un esquema muy encorsetado, que los suplementos literarios de la prensa han repetido hasta la saciedad: un buen puñado de críticas, alguna entrevista y columnas de opinión, reportajes, amén de algún inédito extraño en contadas ocasiones. Es el caso de Revista de libros (quizá la que mejor honra su nombre, pues dedica mucho espacio a ensayos y no-ficción además de la tradicional crítica de novelas) o de Delibros, o de Leer. Yo reconozco no haber comprado casi nunca una de estas revistas, aunque he hojeado muchas, y cuando estoy en España sigo la actualidad a través de Babelia o El Cultural en papel, y me basta.

La mejor fórmula la han hallado revistas como Letras Libres, a mi juicio de lo mejor que hay ahora en los quioscos: aunque no especifique que se trata de una publicación sobre libros, es la más cercana a una biblioteca de bibliotecas, que no habla "de libros" y sí "sobre lo que nos cuentan los libros" y que se traduce en artículos que provocan, incitan y asumen debates muy actuales. En esa línea también están Letra internacional, la incombustible y a veces muy espesa Revista de Occidente, y la no menos condensada Archipiélago, de cuyo interés depende mucho el tema de su monográfico.

Llevo dos párrafos enumerando títulos y ya noto el peso del papel encima de mí. Nuevamente, no puedo vislumbrar mucho futuro a tanta encuadernación, y tampoco puedo ver cómo coexistirán dos versiones, en papel y en bits, sin que la primera pierda todo el sentido de su ser. Yo paso diez meses al año fuera de España y puedo estar al día de literatura tanto como un español: es sólo el romanticismo el que me lleva a comprar cada sábado "El País" cuando estoy allí, pero no el saber. Quizás la comodidad también, pero por poco tiempo: no dudo que llegará el artefacto que se pueda usar desde el sofá con una horchata en la mano. Y no seré yo quien levante un dedo para lamentarlo, porque el futuro jamás ha hecho caso de mis melancolías. Y está bien que así sea.

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Sin ruido y a tientas he puesto al día algunas secciones del blog: incluí, por fin, algunas etiquetas para buscar nombres propios sobre los cuales he escrito algo sustancial. Los blogs amigos se ordenan ahora según la actualización que hagan sus autores. Y hay un pequeño espacio de viejas glorias en el que recupero a golpe de ratón viejos posts, ya sea porque me gustaron a mí o porque ahí se acumularon (y se acumulan) decenas de huellas de los lectores-paseantes. Se admite cualquier otra sugerencia sobre esta lista subjetiva.

lunes, 20 de octubre de 2008

Expiación en el cine

Los azares han hecho coincidir mi final de lectura de Chesil Beach con el estreno de la película Expiación en Nicaragua. Imagínense el ritmo que llevamos aquí: hasta ahora, y casi de forma clandestina, la película llega a este país, cuando supongo que ya medio mundo la ha bajado antes por internet sin mayores problemas. Yo, que en eso sigo siendo un anacrónico y un romántico (todavía es hora de que baje algún archivo que tenga más de 10 megas de tamaño) busqué la sesión más nocturna del sábado y me dispuse a ver en imágenes lo que un día fue pura magia literaria.

La impresión inmediata, a la salida del cine, es que había visto una buena película. Muy buena, diría. Por mucho que yo recordara la trama de la novela casi al detalle, de una manera un poco obsesiva, en la pantalla pude ver otra obra: una historia pensada cinematográficamente y usando todos los trucos que el buen cine pone a disposición de los directores inteligentes. Hay mucho esteticismo, sí, pero la fotografía rebosa belleza en varios momentos y hay escenas perdurables: de manera muy especial, la panorámica de la playa con los soldados esperando que lleguen los barcos para ir de regreso a su país, y una sola cámara volando por encima y deteniéndose en hombres que matan caballos, hombres desangrándose, hombres borrachos apurando las últimas botellas, hombres que entonan himnos patrióticos. Esta épica grupal, que en la novela más bien se esparce durante la caminata de los tres soldados hacia la playa, es un momento fascinante.



Bien, pero yo no quiero explayarme demasiado haciendo crítica de cine, no hoy. Quizás sólo dos apuntes específicos sobre lo visto: la Briony Tallis que yo imaginé era casi igual que la de la película (físcamente y en sus gestos), lo cual no deja de producir una sensación algo desconcertante. Y el epílogo final, que en el libro es lo peor y un apósito muy mal insertado, revive en pantalla con un sabio montaje de cámara fija y fondo negro, enmarcado por la grandísima Vanessa Redgrave. En contraposición con los complejos planos anteriores, esta solución consigue convertir lo que en McEwan era un final demasiado redondo en un atractivo apunte contemporáneo.



Lo menos logrado, también desde un punto de vista cinematográfico, es el exceso de secuencias en flash-back, que intuyo como una dificultad para el guionista a la hora de contar en dos horas una trama muy hábil en cuanto a juego temporal. No hablo de cada parte de la obra (de hecho, Expiación es en sí misma un flash-back completo, quitando los últimos cinco minutos en presente real): me refiero a las mínimas estampas que se reiteran para subrayar lo acontecido, o incluso a las historias contadas desde dos puntos de vista, que no pasan de ser gratuitas muestras de montaje lúdico.

Pero lo más duro de todo ha sido comprobar que el mismo autor que ha sido capaz de escribir esta historia, absorbente y con muchas aristas, es el responsable de esa otra novela de playa, luna de miel y polvo malogrado. ¿Qué tenue línea separa el trabajo artesano y delicado de ese otro inmediato y muy comercial? ¿Cómo se pueden dar esos bandazos en apenas seis años? De Expiación a Chesil Beach sólo hay un Sábado de por medio, y parece que hayan transcurrido siglos.
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Otra salchicha de Frankfurt: la suculenta entrevista a Andrew Wylie, quizá el agente literario más poderoso y temido. Una verdad como un puño: el compadreo permanente en España entre editores y agentes, que Wylie interpreta con toda crudeza como un acto de corrupción. ¡Cierto! Piensen ustedes en apellidos como Lara, Seix, Barral, Herralde, Castellet, Tusquets, De Moura, y un largo etcétera: ¡más famosos que el 90% de los autores que publican! No esconderé su inteligencia, capaz de amaestrar al más diestro agente y pactar supuestos beneficios a quienes estos representan. Pero el autor, siempre el tercero en discordia, acaba siendo el triste convidado de piedra.

Por cierto: Wylie se queda a partir del 4 de noviembre con los derechos de Bolaño, e imagino que en Anagrama no habrá hecho ni pizca de gracia.

jueves, 16 de octubre de 2008

¿Regresar al Planeta?

A menudo me sorprendo a mí mismo. Sin ir más lejos, ayer noche, cuando leía con mucha distancia (la que tomo desde hace años frente a toda la parafernalia que rodea la literatura comercial) quién había sido el ganador del Premio Planeta. Hay que estar informado, pese a todo, y procuro estar siempre atento a lo que ocurre entre las bambalinas de la edición. Pero la sorpresa es más bien la reacción que me ha sobrevenido al leer las declaraciones de Savater y al averiguar de qué trata la novela: ¡hasta me han dado ganas de volver a leer un Premio Planeta!

Hacía ya muchos años, como dejé escrito en cierta ocasión, que había abandonado al premio, cuando llegó a formar parte incluso de mi formación literaria. A medida que el tamaño de los libros iba creciendo, disminuía la calidad de lo que encerraban. Es curiosa esta correlación inversa: cuando ya no cupieron en mi estantería (creo que Maruja Torres ya no tenía las medidas adecuadas entre listón y listón de madera) abandoné definitivamente el despropósito hecho letra.

Pero supongo que ha influido en mi nueva percepción la noticia que apenas llegaba un día antes: la concesión del Premio Nacional de Narrativa a El mundo de Millás, lo que permitió la sorna del todopoderoso señor Lara al decir que quizá ya no se equivocaban tanto con los veredictos. Todavía un año atrás era Pombo quien se llevaba los laureles, removiendo las aguas de la fidelidad editorial. ¿Son ciertos estos nuevos caminos del Planeta? ¿Hay un verdadero intento por recuperar la buena literatura para aquellos que sólo leen un libro (ese) al año, o es una nueva estrategia comercial, cuando la anterior ya estaba languideciendo?

Sigo muy escéptico con el valor de este premio (de hecho, con el valor de cualquier premio, incluido el 20 blogs que debería ganar Portnoy), pero la victoria de Savater ya me ha hecho dudar un poco más. Tengo al autor como uno de los más agudos, divertidos, sagaces y preclaros pensadores que han pasado por España, y un polemista excepcional. Autor quizá demasiado prolífico, su salto a la novela ya se dio 14 años atrás cuando acompañó a Vargas Llosa en el trono de honor del mismo premio (pero yo no compro jamás finalistas de nada, así que me lo perdí).

Esta nueva novela tiene todos los ingredientes para que pueda interesarme su lectura: además de tener detrás a un autor lúcido, la obra se presenta como una historia detectivesca, con sus dosis de intriga y aventura, sin desechar elementos de metafísica a lo largo de las páginas. Decía Guelbenzu ayer: "La novela detectivesca que le gusta a Fernando es la clásica: la habitación cerrada, el asesinato anunciado..." ¡La que me gusta a mí! Una novela escrita por el placer de leer, y me viene a la memoria la magia de La infancia recuperada y de todas las lecturas que nos han hecho lo que somos. Esta imagen del intelectual que se mete a narrador y escoge este género novelesco me recuerda de inmediato a Umberto Eco, lo que termina por redondear mi extraño interés por la obra.

Quizás no haya una gran ambición en esta novela, y Savater ya ha declarado que escribirla le ha supuesto poder desembarzarse a ratos de manifiestos sobre la lengua, partidos políticos de nuevo cuño y mil historias más en las que anda metido. Pero hasta el último artículo de prensa del filósofo me parece recomendable: siempre hay alguna frase, alguna salida, que merece la pena releer. De pronto también me llegan los ecos de los artículos de Oscar Tusquets (sobre los que tengo pendiente un comentario), que sin ser maravillas literarias tienen una profundidad y un vitalismo de lo más recomendable, savaterianos diría.

Se pregunta Guelbenzu también: "¿Será este libro la plasmación de aquella enunciada aproximación entre la narración detectivesca y la narración especulativa?" No podría jurar que lo vaya a corroborar por mí mismo, pero tampoco pondría las manos en el fuego de que no vaya a hacerlo algún día.

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Dos noticias veloces y conexas que llegan de Frankfurt: según una encuesta realizada a un millar de profesionales del sector editorial, en 2018 los soportes digitales superarán en facturación al libro de papel. Coelho ya ha puesto una edición gratuita de El alquimista en su web.

O sea: hasta después de haber vendido 100 millones de ejemplares encuadernados ofrece una propina digital. No estamos tan mal.

martes, 14 de octubre de 2008

Bésame el vibrato

[Este comentario incluye detalles que desvelan un aspecto fundamental de la trama de Chesil Beach, de Ian McEwan]

Hay una vieja recomendación, aplicable a todo aprendiz de escritor, que sugiere que un acto sexual jamás debe ser descrito de manera explícita y pormenorizada en una novela. Se entiende que esto aplica para cualquier novela que no sea de género erótico, aunque me temo que también en estos casos habría que retomar esta enseñanza para evitar cierta novela fisiológica, que inserta descripciones de órganos y posturas gimnásticas creyendo que eso excita a alguien. Así que la regla es acertada: dedíquense a hacerlo y no a leerlo, sería la cita citable para enmarcar.

Pienso esto a raíz del tercer capítulo de Chesil Beach, definitivo naufragio de esta fallida novela, sobre la cual ya tengo claro dónde se ubica el tremendo agujero en la quilla, luego se lo cuento. Antes quiero demostrar hasta qué punto una escena de sexo novelizada puede llegar a extremos ridículos a través de una doble vía: un vocabulario casi humorístico (a la par que ruborizante) y una traducción endeble, y eso que estamos hablando de Jaime Zulaika.

Este diálogo, por ejemplo, entre Edward y Florence, antes de que él le chupe los dedos de la mano a ella y después de que Edward haya posado la suya en la entrepierna de su esposa:

-Tienes una cara preciosa y un carácter hermoso y codos y tobillos sexis, y una clavícula, un putamen y un vibrato que todos los hombres tiene que adorar, pero tú me perteneces totalmente y yo me alegro y estoy orgulloso.

-Muy bien, puedes besarme el vibrato -dijo ella.


Sepan que he repasado varias veces los prolegómenos y la continuación de estas palabras y no he hallado por ningún lado la más leve muestra de ironía en ellas. Caso que la hubiera, el error sería peor todavía: McEwan se vería incapaz de sustraerse al andamiaje melodramático de la escena y de romper limpiamente la tensión con una dosis de humor, que llegara al lector sin dudas sobre ese efecto. Estos putamen y vibrato, de los que ni la RAE puede dar cuenta precisa, producen la misma sensación que un acoplamiento de micrófono durante una conferencia: por mucho que haya justificaciones técnicas o imponderables, el daño ya está hecho. Aunque hubiera una intención de romper el ceremonioso ritual de la pareja con un diálogo chispeante, lo que quedan son chispas, sí, pero de pólvora mojada.

Este ejemplo no es sino el culmen de una larguísima sucesión de manos que tocan, labios que aprietan y penes que se endurecen. Y todo ello para llegar a la escena que parece justificar la novela entera, y que desarma definitivamente el engranaje de obra vista de todo el artificio: la impaciencia de Edward deriva en una más que previsible eyaculación precoz (la otra opción y cara opuesta de la misma moneda, la impotencia, era la segunda posibilidad), y asistimos al despliegue de gotas de semen por el cuerpo de Florence y su huida pavorosa hacia la playa.

O sea: una simple anécdota sexual (la primera noche en cama que deriva en una frustrada consumación) se erige como el elemento hacia el cual han confluido más de 100 páginas previas. El disfraz también es de lo más ralo: como entre la cena y el orgasmo rápido sólo pasan sesenta minutos, por decir un número, la cadencia de todos los movimientos se alarga hasta la extenuación, haciendo que el lector piense: ¡pero háganlo de una vez y pasemos a otra cosa! En medio, el ya comentado flash back totalmente previsible.

En definitiva: es difícil que el libro pase a mi memoria como algo más que una corrida adornada con elementos de melodrama. Y teniendo en cuenta las frases que se citaban en la faja del libro (recuerdo una de Isabel Coixet, y estoy por jurar que una del mismísimo Guelbenzu, aunque no la conservo) voy a sumergirme pronto en estas opiniones tan divergentes a la mía para saber qué se le puede sacar a esta obra que, para mí, no da más que lo poco que enseña.

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Un Booker ¡que parece otro Nobel!
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Cortesías

sábado, 11 de octubre de 2008

Académicos: ¡ustedes ganan!

Ni yo, ni tú, hemos leído jamás a Le Clézio, claro que no. Es más: a estas horas (viernes 10, a las 19:20 de la tarde, después de unos días de completa desconexión tecnológica) la página de wikipedia sobre Literatura de Francia no recoge ninguna entrada con ese nombre entre los más destacados escritores, aunque una lista más amplia de 474 autores en francés sí lo toma en cuenta. Esta incongruencia podría ser debida a su origen franco-mauriciano, aunque su página dedicada en la propia wiki dice que nació en Niza, o sea que no hay excusa para que no esté listado entre los autores de la gran Francia. En fin: un lío que de nuevo demuestra que nuestros estimados suecos nos han dejado con el culo al aire.

¿Roth, Magris, Kundera, Vargas Llosa, Fuentes? Serénense, calmen sus ansias: un académico es un espécimen capaz de hurgar entre lo más profundo de la literatura para sacar de ahí, como arqueólogo ante una nueva excavación, la pieza más extraña que imaginarse pueda. Los que año tras año insistimos en la quiniela no escarmentamos nunca: volvemos una y otra vez a lo trillado (o sea, a los autores fetiche y a las plumas que imaginamos como perfiles ideales) y ellos se empeñan en tomar el camino menos evidente y sacarse el as de la manga. Ganó la banca, otra vez, y lo reconozco.

No termino de verle el sentido pleno a este Nobel, y supongo que debe ser por la inmediatez obligada de mi comentario. Hay unas constantes sospechosas en la última década: este cosmopolitismo apátrida (¿de dónde es Naipaul? ¿es Coetzee más australiano que sudafricano?), este europeismo migratorio, estos temas supraliterarios y militantes sobre los problemas de nuestro mundo (ecología, choque de culturas...) Pareciera que la literatura esencial, la que se justifica por sí misma como arte más allá de la elección de los temas, no tiene mucho espacio en estos premios de ahora. Qué se dice por encima del cómo se dice: quizá una de las claves para comprender el veredicto.

Lo más sorprendente para mi ha sido, leyendo esta tarde y en diagonal algunas crónicas de prensa, que hay una cierta tendencia a considerar que este premio es un espaldarazo a la literatura francófona. ¡Mon dieu! ¡Y precisamente viendo el estado en el que se encuentra la literatura en lengua francesa! Cierren los ojos y vayan pensando nombres, aunque no recuerden si alguno de ellos ya murió o está en plena liza: Robbe-Grillet, Houellebecq, Echenoz, Nothomb, y ya comienzo a toser nerviosamente. ¿Littell? Ah, Beigbeder... Y paro de contar. Ciertamente, jamás hubiera apostado por un Nobel de Francia a estas alturas, y ya van 14.

Otra prueba excelente del paso cambiado con el que el galardón nos cogió a todos es la pobre edición en español de sus libros. Un rápido repaso en Laie nos indica que es más fácil comprar un libro de Le Clézio en francés en pleno centro de Barcelona que en español. Apenas Tusquets, Seix-Barral y Versal se atrevieron con él y de manera parcial, aunque en su descarga está el nulo interés que suscitó entre los lectores de España. Ocurre con no pocos franceses: Anagrama ya hace años que intenta colarnos a Echenoz y no hay manera.

Por último, en esta breve impresión muy inmediata, siempre hay que ir a parar a la frase de cada año, la que arman los académicos con un evidente afán para que no entendamos nunca por qué ha ganado Le Clézio y no otro:

El escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante.


Fuera y debajo: incomprensibles adverbios para una justificación oscura, misteriosa. Tanto como este premio extraño que nos invita a descubrir a este autor, à tout de suite, que no es poco.

sábado, 4 de octubre de 2008

Nancites 14

1. No hay entrevista, conferencia o charla en la que Javier Marías no vaya soltando, desde hace un año, la frase fatídica: no más libros. La última, en las jornadas de la Fundación Juan March y con estas palabras:

Quizá me falta distancia o quizá estoy equivocado pero mi sensación es que después de este libro ya no me queda nada, ni en extensión, ni en complejidad. En realidad todo me da ya bastante igual porque mi sensación es que he hecho lo máximo que podía hacer y, al menos ante mí mismo, ya he cumplido


Pero al lector no le asalta, creo, ni un soplo de melancolía: es el efecto de reconocer, sin necesidad de que el autor lo vaya machacando una y otra vez, que ante el monstruoso efecto de Tu rostro mañana no hay secuela que valga. Más intimidatorio es para el escritor, sin duda: saber que uno ha llegado a la cima antes de los 60 y que quizás hay otro tercio de vida por delante que hay que replantear con nuevas costumbres. Ya he cumplido: puro vértigo en la sentencia.

2. A través de Portnoy me entero de la creación de la nueva página web de Enrique Vila-Matas. Diseño limpio y bastante funcional. Y ya era hora, porque pienso en un autor bloguero y no se me viene a la cabeza otro apellido que el suyo, por mucho que él no tenga blog: pero sus escritos se me asemejan cada vez más a un dietario (¡voluble!) siempre inacabado. Pero hoy recibo las novedades de Laie por correo y me encuentro esto, sobre lo cual pregunto a personas mucho más dotadas que yo sobre el vilamatismo, ya que busco y busco y no lo veo ni en la web:



3. El 9 de octubre es la fecha definitiva para la concesión del Nobel de literatura. ¡Cómo me gusta este ritual de cada año! Yo siempre hago mis apuestas una semana antes, así que mi lista de ahora la encabeza Philip Roth e incluso Thomas Pynchon casi al mismo nivel (porque ya le toca a un norteamericano), pero doy muchas oportunidades a Claudio Magris y a Amos Oz (un apellido tan sonoro y extravagante como Oé, Mafuz, Pamuk, y eso siempre cuenta). Por mucho que me esfuerce, sigo sin ver que el Nobel vaya destinado a la literatura en lengua española, para lo cual partírían con ventaja Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes, sin olvidar la locura que supondría premiar al poeta Cardenal en el actual contexto. Siempre hay espacio para las sorpresas, y lo más raro sería que se acabara premiando al que tiene más números, pero ahí les dejo la oportunidad de aumentar sus ingresos en tiempos de commodities y créditos contaminados.

4. ¿Cuántas veces, reconózcanlo, han introducido su nombre completo en google para confirmar que sí existen? Ese ejercicio, más allá del egocentrismo que puede llegar a suponer, depara a veces hallazgos imprevistos, como el que me llevó a recuperar una vieja carta escrita por mí (por mi alter ego, se entiende) a José Agustín Goytisolo. La Universidad Autónoma de Barcelona recibió en depósito toda la correspondencia del poeta (más de 3.000 documentos), que ahora están digitalizados y al alcance de cualquiera en internet. A mi, que siempre me han tildado de acumulador de bagatelas mis convencinos, me sorprendo ahora de que alguien pueda almacenar semejante número de papeles, y que incluso mi carta no hubiera ido a parar, después de la lectura, directamente al cubo de la basura. En fin, no les voy a revelar cuál de los 3.000 documentos es el que salió de mis manos, pero les puedo asegurar que en mis ratos libres ni soy Fidel Castro ni Paco Ibáñez ("cuídame el lobito")

5. Cortesías desde Assilah