lunes, 23 de febrero de 2009

El retorno

Estaba volando el viernes en un avión tras otro y encadenaba también en mis lecturas varias relaciones poliédricas. Esas lecturas de vuelo son instantes muy irreales: el cansancio obliga al cabo de unas horas a pasar de libros vacuos a revistas no menos vacías, atendiendo solamente al dato anecdótico. Todo es vanidad, que diría Krahe. Estaba en esas, pues, y tenía en mis manos un texto de John Updike publicado en uno de los últimos números de National Geographic, un texto sobre Marte y la influencia marciana en nuestras vidas de hombres nacidos en el siglo XX. Pero ya iba conociendo en mi ordenador portátil el texto con el que se levantarían al cabo de pocas horas los españoles no expatriados, un homenaje de McEwan a Updike muy sutil. Y en un recorte de mi carpeta de hojas sueltas traía la noticia del paradero de Rushdie tras la fatwa: una casita de campo de McEwan en la montaña. Y asi sucesivamente, iba haciendo coincidir sin voluntad todo tipo de nexos entre autores y obras.

Esta irrealidad de los aviones me traslada a un viaje, que quizá ya dejé plasmado por aquí, en el que iba subiendo a un avión tras otro (siempre el mismo trayecto interrumpido) y en cada aeronave me regalaban un periódico de distinta fecha, hasta tres diferentes, por lo que las noticias se iban sucediendo mientras yo lo oteaba todo desde lo alto, como un observador lejano y ajeno a todo lo narrado por los periodistas. Hubo un crimen inexplicable en el primer diario, después se desentrañaban líneas de investigación en el segundo, y al pasar por el finger del último aeropuerto ya habían atrapado al asesino. ¡La vida transcurría sin mí sin necesidad de bajar al quiosco de la esquina a las 8 de la mañana para comprobarlo!

Debo añadir, para no dejar historias sin final, que pagué 50 euros por exceso de equipaje en el aeropuerto de Barcelona. Y es que el libro de Robert Fisk fue estratégicamente colocado en una maleta de dimensiones nada recomendables, aunque los culpables de la tasa también tienen otros nombres y apellidos: W.G. Sebald, Richmal Crompton (en edición del Reino de Redonda, cómo no), Joan Margarit, Iván Thays, y en mucha menor medida Jonathan Littell (llevé la sutil obra Estudis, editada en catalán por Jaume Vallcorba, para comprobar si hay vida más allá de Las benévolas).

De esta última estancia barcelonesa me quedo con la buena atención que hay en las tardes en la librería Documenta, con el feo guardia de seguridad que han puesto en la entrada de La Central del Raval (con lo que nos convierte a todos los clientes en hipotéticos hurtadores de libros), en la siempre buena selección de recomendados de Laie, y en la mentirosa crisis que se descubre al pasear, cualquier día a cualquier hora, por la FNAC de Plaza Catalunya. O por la de Callao en Madrid. Quizá la buena teoría, que he leído en alguna parte, es que todo el mundo se ha lanzado a por la distracción casera y ha aumentado el consumo de DVD y páginas escritas. Y no me olvido del metro, ese espacio de lectura incombustible, con sorprendentes resultados: una señora sacó una mañana del bolso un mamotreto descomunal, que depositó en sus muslos y fue devorando sin respiro. Me emocionó que alguien pueda cargar encima un par de quilos de hojas impresas y los exponga en lugar tan permeable, con evidente incomodidad física. Era Un mundo sin fin de Follet, pero mi emoción no se desgastó por ello.

Una recomendación final para los que no han retornado a ninguna parte: en el Carrer de la Palla, a escasos metros de la Catedral de Barcelona, hay una librería de viejo en la que pasé varias veces mirando el escaparate sin atreverme a entrar, quizá para no frustrar mi esperanza de que el librero fuera un extraño personaje de novela gótica entre miles de libros polvorientos, de gafas de culo de vaso y despeinado, de caminar encorvado y con dicción pastosa y algo delirante. Crucé el umbral al fin, y todos mis augurios se vieron cabalmente cumplidos. Un excelente librero gótico, gran hombre y gran reducto de historia en el centro de la ciudad.

domingo, 15 de febrero de 2009

Cuentos verdaderos que contar

Ahora que hace 200 años del nacimiento de medio mundo (Charles Darwin, Edgar Allan Poe, Abraham Lincoln, Mariano José de Larra, Gógol…) también he tenido mi pequeño espacio de recuperación de la memoria. Lo he llenado con el primero de la lista, muy influido por la lectura que un año atrás realicé del libro de Dawkins y alarmado por la ingente cantidad de individuos que todavía osan, sin sonrojo, poner en tela de juicio lo que la ciencia expone y ratifica durante años de investigación.

Creo que aprovecharé mis últimos días barceloneses para comprar uno de esos libros siempre postergados, que pasan por ser inevitables en cualquier biblioteca informada, pero que hasta llegar a los bicentenarios u otros fastos no encontramos la excusa propicia para dar el paso. Acaba de reeditarse El origen de las especies en una edición cuidada y no dejaré pasar el momento para completar mi estantería dedicada a la divulgación científica. Fue Umberto Eco quien, en un artículo que no conservo, propuso una lista de libros divulgativos que todo ser humano debería leer, no sólo para saber más, sino para regocijarse ante la capacidad de algunos científicos por exponer con claridad ideas complejas. La obra de Darwin estaba en la lista.

Mi interés particular por el evolucionismo se relaciona con mi convivencia, durante la mayor parte del año, con una sociedad profundamente religiosa y que basa su fe en un principio inmutable de creación divina. Diez meses al año teniendo como interlocutores a personas con estas ideas le influyen a uno, claro está, pero no para relajar mis convicciones sino para reafirmar la necesidad de difundir el papel que la ciencia tiene hoy en día. Es una cruzada laica pero nada furibunda. No niego que la lectura de Dawkins casi me obliga a predicar por las plazas la buena nueva de que Dios no existe, pero al final acabé por centrar el problema en un hecho básico: el convencimiento a través de la negación es un muro de granito, así que afronto el tema desde la necesidad de difundir verdades que basan su razón en la ciencia, en los experimentos, en la deducción demostrable.

Al caminar por pueblos y calles centroamericanas hay una imagen recurrente, y es la de una persona con un libro bajo el brazo o bien agarrado del lomo. La acotación necesaria, antes de que nadie considere la fortuna de tener un gran pueblo lector, es que ese libro siempre es el mismo. De hecho es El Libro. No es necesario acercarse y ver la cinta ineludible que pende de alguna página interior, para recuperar el versículo, y sus tapas casi siempre azules. Ante esta unanimidad, el resto de obras quedan relegadas a la diversión y entretenimiento meramente intelectuales, ya sea una novela o un ensayo sobre genética: el saber sólo puede estar en un libro, y el resto se usa para matar el tiempo (quien tenga dinero y capacidad de comprensión lectora).

Es por ello que toda teoría no demostrable físicamente y ante las narices de uno pasa a ser un relato de evasión. He escuchado y leído en foros de la región o en conversaciones privadas verdaderas alucinaciones sobre el acelerador de partículas o cualquier invento que todavía esté en proceso. Habrá sido igual en todas las épocas, con la diferencia de que ahora hay elementos mucho más al alcance para contrastar cualquier opinión de café. Me huelo que esta vorágine anticientífica se relaciona con las ventas millonarias de novelas que exponen las más desvariadas conspiraciones terrenales, todo un éxito en esta década. Y supongo que el cambio de milenio influyó decisivamente para que triunfe cualquier teoría del fin del mundo y de la especie.

Por lo tanto aquí estoy, a punto de entrar en la sección de ensayo de una librería, para entender no sólo la base de la teoría de Darwin, sino para intentar explicarla mejor a los demás. Como ocurre con los eternos contadores de cuentos, también es necesario aprender teorías para irlas esparciendo con claridad, sin necesidad de debates estériles que conducen a posturas intransigentes. Frente a la moda de los buses con frase, me apunto a la corriente de la digestión pausada, la mecedora de mimbre y el atardecer, y una voz que dice mientras se balancea arriba y abajo: ven y siéntate, quiero contarte una historia que comenzó hace muchos años...

jueves, 5 de febrero de 2009

El catálogo de arte

Madrid. Al visitante no deja de sorprenderle nunca la grandilocuencia de los edificios y las avenidas, alejadas de una escala humana que las haga transitables. Hoy he hecho una simple visita artística por el paseo del Prado, deteniéndome en cada edificio con exposiciones, y mis piernas sufren el embate del gigantismo. No hay distancia corta aquí, cada destino está más allá de todo lo demás. Si ya hacemos un paseo extra hacia el Retiro nos podemos dar por acabados.

En el Prado luce con esplendor la retrospectiva dedicada a Francis Bacon. Una maravilla, y perdonen el sustantivo tan limpio, pero es que en comparación con películas y libros recientes hay momentos que sobresalen sin necesidad de razones demasiado poderosas. Este paseo por la obra de Bacon cumple con lo que debería ser una buena exposición: entender una trayectoria vital a través de una muestra nada abigarrada (unos 60 cuadros), ofrecer las claves del pensamiento del autor, sus influencias más directas, y permitir la comparación con otros autores de la época. Después de dos horas uno sale sabiendo algo más, y eso bien merece desembolsar ocho euros.


Pero todavía hay algo más: después de este tipo de exposiciones no es fácil sustraerse a la tentación de adquirir el catálogo, que al fin y al cabo no es otra cosa que un buen recurso para complementar los ingresos que al museo le suponen las entradas. Creo que hay un porcentaje nada desestimable de visitantes que incluyen el libro en su visita, amén de otros más prudentes que se quedan con postales o pósters que reproducen algunos cuadros.

Nunca he sido un entusiasta de los catálogos de arte, aunque en mi detenida revisión de aquél comprobé que hay una buena cantidad de elementos que no aparecen en las salas, y aspectos muy necesarios para profundizar en las claves del autor de las que hablaba y que en un paseo de dos horas no pueden ser captados, o el espacio impide que puedan ser transmitidos. ¿Es realmente necesario comprar el catálogo cuando la exposición nos ha emocionado? ¿Leeremos con atención todos esos detalles en casa, una vez el efecto estético haya mermado en nuestro estado de ánimo? Es el temor que me asalta cuando la compra se hace por impulso, y en la compra de catálogos no veo que haya otra razón que ese fervor reverencial hacia un artista que nos ha procurado momentos estéticos de gran altura.

Bacon es inmenso, pero tener un volumen tan inmenso como él a 35 euros en mi estantería es otro cantar. En el Prado, como en el MNCARS, hay catálogos antiguos por doquier de otros artistas que me abruman como Tàpies, Barceló, Tintoretto, Velázquez, Goya... y nunca ha estado entre mis objetivos tener una pinacoteca impresa como sí la tengo de ensayos relacionados con la lingüística y la literatura, por ejemplo. Y es lo que ocurre con los libros relacionados con el cine o cualquiera de las artes plásticas: la belleza sutil de las impresiones fotográficas es inversamente proporcional al desmesurado tamaño que ocupan, y toda reproducción acaba siendo, en el mueble, sólo un vago recuerdo de un misterio que sólo se conoce en una butaca y frente a un escenario, o entre altas paredes y delante de un cuadro, o en una sala oscura y con una pantalla blanca ante los ojos. Entonces el catálogo termina siendo un epitafio obsceno cuando el encanto ya se ha perdido con los años, y sólo la memoria nos devuelve el instante mismo en el que sucumbimos ante el horror de un Inocencio X con el grito congelado.

Madrid. Simples divagaciones entre el infernal tráfico y la paz de un hostal en un quinto piso de la Carrera de San Jerónimo.

lunes, 2 de febrero de 2009

Vicky Cristina Barcelona Soledad Angustias Socorro

No acostumbro a escribir nada en este blog que no haga referencia, ya sea de manera directa o tangencial, a los libros. Sólo en muy contadas ocasiones, como esta vez, me permito unas palabras al margen para comentar algo que me urge poner por escrito y no hallo otro mejor lugar que este. Tómenlo como un paréntesis o un intermedio, o quizá también los blogs se nutren a veces de estos textos ubicuos y no sea tan raro el lance.

En todo caso, tampoco voy a alejarme mucho del arte porque quiero comentar una película. El sábado fui a ver, por fin, lo último de Woody Allen con extrema precaución, ya que había recibido por doquier críticas variopintas del film. Admiro bastante a este hombre y por ello todo desencanto es más profundo que el que pueda depararme una persona de quien no espero nada. Aun con sus altibajos, no hay película de la cual no haya sacado algún aspecto perdurable, a veces algunas frases sueltas y otras, algunos hallazgos estrictamente cinematográficos (ah, esa pelota y ese anillo de Match Point, quizá de una candidez excesiva pero al fin y al cabo de eso se nutre el cine, de metáforas y fotogramas perfectos que quedan en la retina para siempre. Qué otra cosa puede ser la roca que persigue a Indiana Jones en una cueva, en la primera parte de la saga, y que Cabrera Infante puso de portada en Cine o sardina: así, de pasada, ya hablo de libros).

Este último engendro titulado con tres nombres propios es un despropósito de principio a fin, que alcanza a cada una de sus partes: el mismo título imposible, la horrenda canción que se repite como una letanía a lo largo del metraje (un remix afrancesado de Los Manolos en plena epopeya olímpica), el sonrojante paisaje barcelonés remachado con los tópicos más gastados del turismo de masas, los diálogos vacíos en cada una de las escenas (oír a Bardem repitiendo eso de “en inglés, coño, habla en inglés” a Cruz durante varios minutos exaspera al más calmo de los espectadores), la nula química entre el cuarteto protagonista (que, en su descargo, debe hacer frente a un guión de supermercado), la risible insinuación nacionalista en todo el montaje (el máster en identidad catalana de Vicky es la sima más profunda del pastel)...

No hallo un solo elemento que pueda defender esta película, si no es que el mismo despropósito completo sea la razón para haber sido creada: como un experimento (¡experimentalismo!) para reírse del mal cine y de los malos guionistas (y de paso de Barcelona entera). En esa sesión había unos pocos espectadores que parecieron entender el desaguisado del mismo modo que yo, riendo no en los escasísimos momentos de supuesta comedia, sino en los momentos más hilarantes del quiero y no puedo: o sea, cuando hay que poner cara de circunstancias por indicación del guión.

Al final, no encuentro otro motivo para este film que la subvención. Dice el productor ejecutivo que perseguirá a Allen para que vuelva a hacer otra película en Barcelona, supongo que con más euros de por medio: al menos sabemos que seguramente será mejor que ésta, porque la lista de tópicos parece haberse agotado en este primer intento. Sin Ramblas, Sagrada Familia, Pedrera y Tibidabo, quizá haya posibilidades de que el cine se cuele por la cámara en una segunda ocasión.

Eso sí: si alguien puede ganar un Oscar por veinte minutos de papel de ex-novia histérica es que los milagros todavía existen, al menos para algunos.

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Un problema de peso: el día 20 tengo viaje hacia Managua y quiero meter en mi equipaje el inmenso libro de Robert Fisk, La gran guerra por la civilización, para ver si allí tengo el tiempo que me falta en Barcelona para sumergirme en él. Pero la física se interpone en mi camino, y estoy valorando si la mejor solución es

a) Meterlo en la maleta principal (a expensas de algún chorizo ibérico que ya no alcanzará)
b) Cargarlo en la mochila de mano (para sufrimiento de mi espalda)
c) Acarrearlo en una bolsa de plástico (como si fuera recién comprado en el aeropuerto)
d) Hacer un paquete postal y mandármelo a mí mismo

El viaje es con escalas y largas paradas. ¿Cuál sería tu elección, oh lector incansable?