jueves, 27 de diciembre de 2007

Los restos del 2007

Aprovecho este último post del año para pasarme por el Moleskine de Ivan Thays y hacerme eco de una divertida lista: los mejores eventos del 2007 en el ámbito literario, que aparecen en una columnita a la derecha. Ni falta hace decir que tienen un sesgo marcadamente latinoamericano, pero me sirven para hacer un poco de balance a mí también de lo que ha dejado de sí este año que se nos muere.

Yo he votado, sin pestañear, por el éxito absolutamente impredecible de la novela de Vasili Grossman, Vida y destino. Dejando aparte los óbitos naturales o más o menos asumibles de escritores de todo pelaje, el éxito de un libro tan fuera de los cánones y la modas merece ser recordado como un hecho importante: al fin y al cabo, si de leer se trata, qué mejor que considerar un éxito este boom de ventas y no cualquier evento de artificios y canapés. El lector apostó y decidió, y pocas veces una decisión tuvo tan alta dosis de sentido común.

En la lista hay eventos locales que jamás cruzarán una frontera: la Feria del Libro de Lima quizá influyó mucho a los limeños, pero me temo que ni eso. Bogotá39 sirvió para reunir a un puñado de buenos escritores jóvenes, pero la promesa sigue abierta. La Feria de Guadalajara fue la Feria de Guadalajara de todos los años, así como la Navidad llega imperceptiblemente cada 25 de diciembre. ¿Hay en serio un equipaje que llevarse de tanta fanfarria? ¿Hay, más allá del mercadeo editorial, un cúmulo de enseñanzas que los autores puedan sacar de estas ferias de vanidades?

Los premios, otro apartado eterno de greatest hits, comprende el Nobel más aburrido de los últimos tiempos, no tanto por la calidad en sí de la premiada, sino por la sensación que deja de unos académicos estancados en la novela más canónica. Cierto que otros años ha habido escapadas hacia ninguna parte (Jelinek), pero eso no hace más que sumar cierto caos a un premio que hace años que ha perdido el rumbo. El Cervantes de Gelman tampoco debe causar excesiva sorpresa, conociendo el perfil de anteriores galardonados y a la espera de que las generaciones de 1950/60 alcancen la edad suficiente para ser merecedoras del reconocimento. Una vez más, el Herralde pone el ojo en Latinoamérica, que tan buen resultado ha dado con los casos de Pauls o Bolaño en su día, aunque el efecto pretendido ya resulta un punto artificial (véase el aburrido Cueto como ejemplo de la necesidad de continuar una línea que no halla Bolaños en cada temporada).

Que en una lista así todavía pueda aparecer un cumpleaños de Gabo pone de relieve lo difícil que es superar lugares comunes: no hay periódico en el mundo que no hablara del hecho, como si no pudiéramos seguir leyendo sus viejas y excelentes obras sin tener que estar soplando velitas a cada rato. Y, en fin, que Bolaño ya tenga éxito en Estados Unidos también demuestra el largo despertar de ciertas civilizaciones, encerradas como marmotas en invierno y tan poco atentas a lo que ocurre unos quilómetros al sur.

Quizá al final resultará que la noticia más relevante sea el atinado texto de Horacio González, del que el Moleskine se hace eco también en un post, y que anticipa la prematura muerte de los blogs: "¿Una era del posblog? En este último caso, me refiero a una nueva etapa que permita rehacer la responsabilidad pública en la escritura, una suerte de era pos blog, donde se piense nuevamente la inevitable combinación entre escritura personal y escritura pública."

Pensaré sobre ello en 2008, y lo contaré en el blog.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Un asco exquisito


Tenía por lo menos tres razones para leer este libro. La primera enlaza con mi interés evidente por conocer la literatura de autores latinoamericanos, a ser posible minoritarios y fuera de los circuitos más públicos. Quizá esto último no sea del todo cierto en el caso de Castellanos Moya, ya bastante familiar para los más atentos a lo que ocurre en ese continente, y quizá lo de latinoamericano también le venga pequeño: el autor nació en Honduras, se crió en El Salvador, pasó su juventud en México y acabó viviendo en los Estados Unidos. Ante tal movimiento perpetuo no puedo menos que esbozar una sonrisa y sentirme muy próximo a este apátrida desconsolado.

La segunda razón radica en el subtítulo de la novela: nada menos que "Thomas Bernhard en San Salvador", o sea, una correlación imposible que puede ser suficiente para atraer mi mirada a una portada así en La Central del Raval. Si hay una ciudad imposible en el mundo esa es San Salvador, que he recorrido en los últimos años de pies a cabeza, y si hay un autor maldito por excelencia ese es Bernhard, a quien escogería si alguien pusiera un revólver en mi sien y me obligaran a recitar los cinco novelistas más importantes del siglo XX.

Si todavía me faltara una razón más, esa la encontraría en la nota final del libro, un pequeño epílogo de Roberto Bolaño que loa las bondades de la novela. Tírense de cabeza a la piscina si una obra latinoamericana viene con el espaldarazo de Bolaño, conocedor como pocos de todo lo que se cocinaba en ese pedazo de tierra.

El asco es una novela de poco más de 100 páginas escrita en un único párrafo, un largo monólogo de un tal Edgardo Vega (nombre ficticio de un individuo real, aunque cueste creerlo) que se cita en un bar con un trasunto del autor. Edgardo es un salvadoreño exiliado por convicción que se ve obligado a regresar a su pútrida patria por el fallecimiento de su madre. Ese retorno, amparado por el hermano que todavía vive en el país, se convierte en una verdadera pesadilla para él: una pesadilla imaginada por la enfermiza mente del mismo Edgardo, que convierte todo cuanto ve y le rodea en ejemplos de la más absoluta bajeza moral. La realidad de El Salvador le supera y se convierte en el más acérrimo crítico de sus ciudadanos y sus costumbres.

El efecto de la narración, del ritmo del monólogo y de su sintaxis es demoledor. Lo que comienza como críticas divertidas y más o menos asumibles (la diatriba contra la marca de cerveza nacional, Pílsener, es regocijante) acaba siendo un catálogo de torpedos contra todo lo que se le pone por delante: la educación y las universidades salvadoreñas, los periódicos salvadoreños, la comida salvadoreña, los monumentos y la cultura salvadoreña, las noches de fiesta y juerga de los salvadoreños. No hay títere que quede con cabeza: según la solapa, Castellanos Moya tuvo que exiliarse del país una vez publicada la obra, y se entiende cuando nuestras sociedades siguen siendo incapaces de comprender la diferencia entre la ficción y la realidad.

Además del discurso próximo a Bernhard, es imposible no acordarse de otra gran novela anterior publicada en 1995 (la que nos ocupa es de 1997) por J.A. González Sainz, Un mundo exasperado, que fue premio Herralde. Las fórmulas superlativas recuerdan el discurso del protagonista de esa obra, incapaz de ver aspectos positivos en una sociedad que arrastra sus días con telenovelas, perros que no dejan dormir por las noches, jóvenes imbéciles que pasan sus fines de semana en discotecas y señoras gordas y maleducadas. La exageración, a medida que avanzan las páginas, mantiene el listón a una altura tan elevada que no hay lenguaje capaz de ir más allá de lo que dice la página 17:

"el lugar más insoportable que pueda existir" (pág. 17)
"una barbaridad de tales dimensiones" (pág. 36)
"no hay nada que me resulte más detestable" (pág. 44)
"lo más calamitoso de todo, lo que resulta una ignominia descomunal" (pág. 60)
“nunca había sentido una náusea de tal envergadura” (pág. 117)
“nunca había visto mujeres más lamentables” (pág. 119)

Y podría escoger otras docenas de ejemplos al azar que sitúan cada experiencia como la peor, la nunca superada en decrepitud. Ni falta hace decir que San Salvador no es esto, pero a los ojos del protagonista lo puede ser e incluso llegar a ser creíble su discurso. Tampoco está de más apuntar lo obvio, y es que un libro así puede ser escrito sobre cualquier ciudad del mundo: pero no basta con hacer un listado negro de las necedades que nos asolan, sino que al menos hay que escribir tan bien como Castellanos Moya.

La novela funciona, e incluso añadiría que merece la pena leerla: este lenguaje provocador y ajeno a las modas literarias también es un soplo muy fresco para los que buscamos con ahínco romper con el realismo mágico tan pretérito. Yo también soy, como todo defensor de Bernhard, un lector levemente enfermizo a quien este tipo de contundencia verbal le parece un hallazgo retórico. Eso sí: después regresen de nuevo a Bernhard y sigan gozando como siempre de lo sublime.

lunes, 17 de diciembre de 2007

La mujer de Huguenin y 6: El primado de la rosa

Para lennonmacartney, lector

Este malévolo cuento cierra la antología de M.P.Shiel que hemos ido desgranando hasta aquí. Quizá no sea azaroso que cierre el volumen, y es que reúne dos de las características que se han alternado en otras historias: el misterio susurrante que corteja con el terror más clásico y la ironía indisimulada en los díalogos y las acciones de los protagonistas. Hay algunas intervenciones francamente divertidas:

-París es a Londres lo que un diccionario de a chelín es a la Enciclopedia Británica. Todo está en Londres.
-Excepto París -dijo Crooks.


El argumento principal del cuento se introduce en el mundo de las sectas y las sociedades secretas, aquellas sobre las que todos hemos leído algo alguna vez (los francmasones, los rosacruces...) pero cuya existencia nos sigue pareciendo ajena a este aburrido mundo. Crichton Smyth pertenece a una de esas sociedades ultrasecretas, cuyos miembros han sido históricamente dieciséis, ni uno más ni uno menos, y cuyas actividades nunca acaban de dibujarse en la historia con suficiente claridad. E.P. Crooks , que mantiene un romance con la hija de Smyth, se siente cautivado por este grupo sectario y durante meses importuna al miembro de los "Amigos de la Rosa" para que le cuente datos sobre la sociedad.

Resulta cuanto menos curioso este interés humano por determinadas congregaciones, como fue gráfico hace unos años el renacimiento que hubo de todo lo templario y cuanto a él hacía referencia. El primado de la rosa crea dos líneas argumentales paralelas: el noviazgo fatal entre Crooks y la hija de Smyth, y el interés del primero por introducirse en el submundo de lo oculto: ni qué decir cabe que ambas historias convergen al fin en un desenlace redondo.

Los mejores párrafos del cuento se hallan en el trayecto guiado hacia un destino misterioso: Smyth, ante la insistencia de Crooks, acaba por descubririrle un día la existencia de "cierto apartamento en algún lugar de Londres". Su ubicación exacta sólo es conocida por uno o a lo sumo dos componentes de la secta, y así ha sido durante quinientos años. Al acceder Smyth, tiempo después, al puesto de Primado de la Sociedad (cargo superior que hereda tras la muerte del anterior primado) se hace con el conocimiento de ese habitáculo y termina por corresponder a las súplicas de Crooks. Es ahí cuando éste inicia un breve itinerario iniciático, con los ojos vendados y de noche, en carruaje o a pie por algunas calles secundarias de Londres: son estos pasajes lo más certero del relato, creando Shiel un progresivo desasosiego en el lector, que se situa en la perspectiva de Crooks y mira lo que no ven sus ojos ciegos, atrapando con sus otros sentidos cada detalle de la ruta (una campanada horaria, unas pisadas sobre adoquines mojados, el ruido de una máquina) como elemento para saber en qué barrio o zona estamos. Al fin, tras acceder por extraños y siniestros pasillos a habitaciones subterráneas, se desvela el desenlace y el motivo real de la visita.

Este primer libro editado por el Reino de Redonda es un buena recopilación de historias escritas por su primer monarca. Quizá por su imaginativa trama, entre todas ellas, me quedo con El aciago sino de un tal Saul, que ahora se me antoja casi como una mezcolanza entre Verne y Stevenson. El volumen se cierra con varios apéndices bilingües referidos al autor y a la realidad actual del propio Reino, que Xavier I ha querido compartir con sus lectores (que no súbditos) y con los alcatraces, lagartos, gaviotas, cabras y ratas de la isla.
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Sábado 15, FNAC Plaza de Catalunya, 18,30h. Cientos de personas rebuscan entre pilas de libros para hallar el regalo perfecto de estas navidades. Me fijo un rato en los mecanismos de decisión de la mayoría, que se guían tan sólo por un título agresivo o divertido, o por un dibujo o fotografía de portada impactantes. Así como en la sección de música casi todos saben discernir entre un Springsteen y una Chenoa, en la de libros lo mismo sirve un Millás que la recopilación de los mil mejores postres con chocolate de la historia. El informe PISA debería haber comenzado por aquí: el supermercado de la lectura indica, con desgarradora transparencia, que la elección de un buen libro es una dificultad insalvable para muchos compradores, inermes ante la avalancha indescifrable de la palabra escrita.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Reivindicación (o casi) de Agatha Christie

Ya que venimos de la montaña y todavía estamos bajo los efectos de la laxitud, bueno será ponernos intrascendentes y recuperar a una autora denostada por muchos y considerada, al menos, como algo ajeno a la literatura de calidad. Agatha Christie no puede dejar indiferente: o se la ama y se leen sesenta o setenta de sus novelas a lo largo de una época de nuestra vida, o se la detesta y se la juzga como un apéndice de los bestsellers al uso. También sus ediciones españolas clásicas contribuyeron al funambulismo: entre quiénes consideraban los diseños de Molino como pequeñas obras de arte del diseño y los que veían esas novelitas como subproductos de quiosco para jubiladas eternas, hay un vacío sin red.

Salí hace más de una semana a pasear por Barcelona y me metí en la librería de viejo de la calle Canuda. (Por cierto: una vez dentro me enteré de que su sótano, que alberga parte de la mercancía, parece ser un lugar de cierta fama gracias a la evocación lireraria que hizo de él un tal Ruiz Zafón, que quizá les suene). Aparte de conseguir algunos volúmenes de los que ya había perdido la pista me agencié un librito más (creo que el décimo de mi biblioteca) de Agatha Christie: fue un ramalazo inmediato, aprovechando que el montón de ejemplares se encuentran muy a mano y justo en la entrada del local. Conocidas por todos mis proverbiales rectitud y detallismo, no compré uno cualquiera sino El enigmático Mr. Quin, que siguiendo el orden de la lista de obras publicadas en cualquier contraportada de la colección, era la siguiente que faltaba en mi colección.

La fortuna quiso que precisamente esta obra sea un pequeño modelo de todo lo escrito por la autora, o mejor, una novela paradigmática que resume con precisión las constantes de Agatha Christie. Más que de una novela, se trata de una colección de casos criminales reunidos por capítulos y cada uno de los cuales podría ser a su vez motivo de una novela por sí mismo, sólo añadiendo descripciones, algunos personajes secundarios y diálogos más complejos. Basta con leer un sólo capítulo para hacerse una idea cabal de lo que pretendía esta autora: un juego de deducción entre ella y el lector para conocer quién es más inteligente, si la que esconde el nombre del criminal o el que consigue descifrarlo antes del último capítulo. Este tour de force es el que justifica la existencia de este tipo de literatura, porque a quien no pretende nada más, tampoco nada más se le puede pedir. Pero a mí siempre me han gustado los crucigramas y después los sudokus, así que es obvio que me pueda atraer en determinados momentos la obra criminalística inteligente.

La secuencia de cualquiera de los capítulos (y por extensión, de cualquier otra novela) es constante: varios personajes se nos presentan e interactuan a lo largo de pocas páginas. Las descripciones son someras, pues sólo interesan los detalles que los puedan identificar. Alguien de ellos es asesinado en circunstancias que plantean muchas dudas y problemas de apariencia irresoluble. Otro personaje, llámese Poirot, Marple o Tupence, va sacando conclusiones a partir de interrogatorios y hallazgos en la escena del crimen. Pero la clave del acierto de las novelas la expresa en El enigmático Mr. Quin el personaje de Satterthwaite, quien admite que Mr. Quin tiene "la misteriosa facultad de mostrarle lúcidamente cuanto haya usted podido escuchar con sus propios oídos". O sea: que la trampa es poca, ya que todo lo que se describe en la primera parte de cualquier novela basta para deducir su conclusión, y es el lector, incauto, el que no sabe recomponer las piezas del puzzle.

Aquí lo que cuenta es la ingeniosidad, y participar del juego para adultos como si nos fuera la vida. Cualquier otro acercamiento a Agatha Christie es desmotivador, incluso la propia lectura de unas ediciones plagadas de erratas y de malas impresiones, de letras que bailan y hojas que amarillean peligrosamente. Pero debe ser parte del juego también: el par de euros que me costó el libro de segunda mano compensa la inversión: los cincuenta ya me los gastaré, Vallcorba mediante, en los ensayos de Montaigne.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Pausa

Tomo un recodo de la senda por unos días y me llevo sólo libros, lejos de computadoras e internet. Montaña, bosques, ríos y mucho camino por delante. Regreso a la civilización el día 10 de diciembre.