jueves, 29 de diciembre de 2005

Nancites 5

1. El próximo 2 de enero llega a Managua Mario Vargas Llosa y no me encontrará. Me suceden estas cosas a menudo: algunas veces para bien (es raro que un pequeño sismo pueda pillarme in fraganti, suelen acontecer cuando yo estoy lejos del epicentro, y eso que la ley de probabilidades juega en mi contra), y en este caso supongo que para mi desgracia. No es que tuviera la más remota posibilidad de encontrarme con él, claro, pero me gusta estar en los sitios en los momentos oportunos. Mario pasó en los ochenta por Nicaragua, cuando ya estaba lanzándose a los brazos del liberalismo más crudo, pero entonces el mérito era nulo: todo el mundo viajó allí entonces, cuando se podía soñar. Ahora sí es noticia que un escritor extranjero y de tal fuste pise esas tierras. Sergio Remírez, en un reciente encuentro que tuvo con el peruano en algún congreso internacional, le comentó las alianzas que hay ahora entre la iglesia más rancia y Daniel Ortega. Hizo lo que haría cualquiera: se puso a reír en primera instancia, y puso cara de hombre atónito en el segundo acto, cuando comprobó que su interlocutor le hablaba en serio. Mario llega a la Nicaragua del siglo XXI, la posmoderna, para recibir la orden Rubén Darío, y eso va a ser noticia. Llega el novelista al país de la poesía oral, cuando la épica ya hace tiempo que abandonó los lagos y los volcanes: oportuna decisión la suya.

2. Me abruma tanto dragón y tanta mazmorra en las portadas: sigo paseando por librerías y observo la resurrección de la literatura fantástica como quien ve maracuyás en el mercado. Leo también que hay varios autores españoles detrás de la moda, y que algunos ejemplares llevan vendidos bastantes millones de copias. Estoy abrumado, sí, pero me alegro por la literatura. Repasando blogs he visto la mención de Lukas a los libros que pertenecen a una época de nuestra vida. Yo también tuve mis acercamientos a King, Lovecraft, ¡incluso me adentré en el Caballo de Troya que a todos nos arrastró inmisericordemente! Pero ahora, además de todos los afortunados que irán descubriendo el camino del placer a partir de estos atajos (ya llegarán a las sendas) hay una corriente de opinión, me temo, que intenta situarlas al mismo nivel que toda la literatura restante. El efecto Narnia no deja de tener desde esta óptica su apunte preocupante: confundir el lenguaje y la arquitectura literarias con las tramas de artificio no puede ser otra cosa que una estrategia comercial. No hay lectores tan simples que vayan a comparar pasteles Bimbo con bombones Godiva, pero la publicidad es el elemento mágico que los puede situar al mismo nivel. Qué digo: Bimbo debe ser mucho mejor, porque se escucha más su nombre. Ahora no sólo se escribe literatura fantástica, sino que los suplementos literarios de la prensa los ponen en portada, las librerías (con las excepciones de siempre, claro) los exhiben con descaro y el cine pone la apostilla final. Una buena estrategia, siempre y cuando se presente como lo que es: turrón y mazapán para estas fiestas.

3. Millones de blogs, pero sólo un puñado han unido por ahora a los dos maestros. No me he atrevido a buscar los resultados de Grimpow, por si acaso.

4. 2006: el año de Trinidad-Tobago. Que sea muy feliz para todos ustedes.

martes, 27 de diciembre de 2005

Aterrizajes y despertares

No, no es que el jet-lag haya sido tan largo: sólo los imponderables habituales, el regreso a una cierta monotonía que nunca acaba de llegar, las infinitas sobremesas compartidas de risas y desvaríos en estos días de empachos. En todo este paréntesis ha habido tiempo para hacer crujir las maderas de La Central (y sopesar a Genji, comprar el último "Granta") y también para acercarme al horror, a su metáfora perfecta: una maleta que no aparece por la cinta y la posibilidad de extraviar de manera quizás definitiva lo que contenía, algunas de las últimas lecturas ya comentadas en la senda: Una novelita lumpen, de Bolaño; Las bailarinas muertas, de Soler; Tiempo de fulgor, de Ramírez... Era el regreso a casa de estos ejemplares, dispuestos a ser colocados en su estante correspondiente y gozar de un merecido reposo en la biblioteca oficial, la barcelonesa. Dos días duró el vértigo, al cabo de los cuales llegó a casa el equipaje intacto y el respiro de este lector fetichista. Ya están en su lugar alfabético y ya terminaron mis pesadillas de pilotos cruzando el Atlántico con el automático encendido y gozando en la cabina de las desventuras de Bianca, mientras yo (triste pasajero de clase turista, "pasta or chicken") debía conformarme con la lectura de ese aspirante a periódico que ahora regalan en los vuelos de Iberia.

Desde que en Iberia ya no reparten "El País" se llega mucho más tarde a España. Antes ya notaba el efluvio ibérico con solo leer aquello de "diario independiente de la mañana", poniéndome al día de lo que me esperaba unas horas después. He llegado a leer tres diarios distintos en una misma ruta: saliendo de Managua con la fecha del dia de ayer, cruzando el océano de noche con "El País" salido esa misma mañana, y llegando a Barcelona desde Madrid con el periódico del siguiente día, con tinta fresca. Es una experiencia curiosa, ya perdida quién sabe si para siempre: el mundo giraba, los sucesos iban acaeciendo (he leído de atracos misteriosos cometidos cuando salía de Managua y ya en Barcelona los ladrones estaban en su celda; he visto declaraciones de presidentes un lunes, contestadas el martes y vueltas a replicar el miércoles; o un cantante anunciaba un concierto para esa noche y yo aterrizaba leyendo la crítica y la crónica del evento) y yo sin bajarme del avión, sobrevolando los hechos y sintiéndome fuera del tiempo, o acaso siempre por encima de él. Ahora regalan no sé si "El Universal" o algo así, una más de esa plaga fétida de prensa gratuita que inunda los metros y las papeleras de nuestras ciudades.

Pero quién se resiste, con diez horas por delante, a echarle una ojeada al papel. Me enteré entonces del nuevo descubrimiento: ya se sabe, porque algún investigador desocupado lo ha puesto de relieve, que existe un método que explica el éxito mundial de las novelas de Agatha Christie. Es una noticia que se repite de vez en cuando, con ciertas variables. Otras veces se habla de una computadora que puede escribir ella solita best-sellers, por ejemplo. Es la gran obsesión por encontrar la fórmula matemática que describa el éxito, ya sea literario o de otro tipo: una obsesión nada banal, supongo, pero rigurosamente imposible. Es la misma razón por la cual existen incontables recetarios de cocinas y muchos menos cocineros que las conviertan en platos suculentos: justamente lo que no aparece en la receta, lo que queda fuera de la fórmula, es la clave del éxito. Lo mismo le sucede a Agatha Christie: no es que fuera capaz de juntar palabras a partir de un mecanismo pautado (como sugiere el bobo descubridor) sino que el conjunto de su trabajo atraía a millones de personas gracias a un aliento literario del que carece la mayoría de mortales, ordenadores incluidos. Lo subrayaba con gracejo Vila-Matas en la edición dominical de "El País": parece que la fórmula se basaba en este caso en utilizar frases breves cuando llegaba el clímax de la novela, en los capítulos finales. Eso, según nuestro Sherlock, facilitaba la lectura y atraía a los que habitualmente no se acercan a los libros. Pero ay, no se dio cuenta el sabueso de que para llegar a las frases cortas había que leer antes 150 páginas llenas de frases más largas, con lo cual la teoría se desmorona como un castillo de naipes. Pero no hay de qué preocuparse: pronto llegará alguien que contará el número de asesinatos ocurridos en sus novelas y llegará a la sabia conclusión de que ese número es psicológicamente la causa por la que todos hemos leído Diez negritos sin apenas pestañear. Lo dice la ciencia.

Pero no hagan caso de este post: es para anunciar que sobrevivo todavía, sin tiempo para abrir ninguno de mis blogs preferidos y saliendo de un duermevela algo dilatado. Pero debo reconocer que me he encontrado las flores de la senda en perfecto estado, y compruebo que puede seguir siendo placentero el caminar por aquí. Respiro hondo, y avanzo.

viernes, 16 de diciembre de 2005

Un padre y un hijo


Yo entonces no sabía lo que era un blog, si es que existían. El artículo lo leí a través de Internet y tuve que imprimirlo para hacer otra lectura más pausada, con la seguridad que dan el papel y el tacto: supe que acababa de leer algo emocionante, así de simple. Tengo una carpeta llena de artículos de Javier Marías y por eso jamás compro sus recopilaciones en formato libro, me basto con esa minuciosa selección, ordenada por fechas, que se acumula en una habitación barcelonesa. Pero al lado de sus manías personales, de las ironías contra los sucesivos gobiernos españoles, de sus obuses contra los funcionarios madrileños, incluso de sus paseos por tumbas inglesas, ese artículo tenía algo de lo que carecía el resto: una sinceridad y un nivel de verdad tan luminosos que cualquier lector mínimamente sensible debía sobrecogerse ante la natural inmediatez de las palabras: el hijo habla de su padre. Así de simple, también. Coleccioné ese artículo aparte, para tenerlo a mano en alguna otra ocasión, y pensé: el día en que ese padre falte, el mismo día en que el tiempo nos muestre su negra espalda, entonces habrá que volver al texto y publicarlo en algún lugar. Cinco años después (Así que pasen cinco años, ya lo dijo Lorca: mañana se cumple con abrumadora exactitud el aniversario de publicación) este humilde blog cumplió la promesa personal que me hice. El acto fue casi reflejo: caen en mi mañana tropical las primeras noticias, voy leyendo crónicas, las palabras de la gente que siempre está ahí, los ecos de la red, y voy a buscar el artículo en la llamada página oficial. Imposible añadir nada a esas líneas tan sentidas y tan sabias, pues pertenecen al territorio de lo humano y de lo personal.

Como es de suponer, ahora no me interesa hablar del Julián Marías ensayista, filósofo, pensador. Mis lecturas del autor son más bien oblicuas, instigadas por la recomendación universitaria o el marasmo intelectual que a todo joven aqueja. Yo quiero hablar de un padre y de un hijo, de esa tan especial relación entre dos personas que tienen su rol muy bien definido y que van creciendo a ritmos dispares: el uno envejeciendo y el otro madurando, el uno transmitiendo experiencias e historia vivida y el otro absorbiendo ese caudal para retenerlo, adquirir conocimiento y también ponerlo en duda. Hay varias etapas en la relación, que se profundiza con el tiempo: cada quien guarda memoria de instantes de cada una de ellas, en las que el hijo escucha, pasea con el padre, lo interroga, le discute algo, sonríen ante una buena escena de un western, se levantan del sofá por esa jugada magistral del delantero centro, leen en la mesa un periódico cada uno, hablan con el perro, y en todo caso saben que ahí están, siempre cerca y asumiendo su espacio en la relación familiar. Jamás la edad rompe el vínculo: el hijo sigue siendo hijo, por varias décadas que hayan transcurrido y por otros hijos a su vez que haya tenido.

Pero después llega la conciencia de la desaparición, la certeza de que el padre agota su última etapa y lo vamos notando en cada pequeña anécdota y en cada detalle de la persona. Habla Marías del andar tenue y de ese destello orgulloso del que se niega a usar bastón (todavía la razón paterna, el negarse a no transigir frente a los embates del tiempo), el apagamiento invisible pero tenaz de quien nos ha protegido y ha sido referente. De ese abismo es del que me interesa hablar: del hijo que un día se levanta de la cama y se sabe solo. No solitario, pues le rodea gente a quien ama y que también vela por él. Solo porque, por mucha rebeldía que haya protagonizado junto a su padre (contradiciéndolo, negándole su razón, siendo hijo de otra época) se encuentra de pronto sin la seguridad que en los peores momentos le puede brindar quien le ha formado y constituido. ¿A quién preguntar, a quién revelar un fracaso, o un mal momento, o una dificultad? Los demás compartirán con nosotros el mal trago, incluso nos apoyarán ciegamente. Pero la voz del padre resultaba (solamente su tono, su firmeza, su aliento que nos transportaba a la infancia) un remedio infalible.

Veré a mi padre en pocos días: mis viajes constantes obligan a postergar nuestros encuentros, cuyos primeros y últimos abrazos tienen últimamente el decorado de los aeropuertos. Su andar tenue también es mi conciencia del presente que huye, de la necesidad de ir reteniendo todo aquello que todavía nos queda por vivir juntos, durante las semanas de reencuentro mútuo. Diez años atrás, mientras le veía alejarse desde las escaleras mecánicas que conducen al control de pasaportes, sus zancadas eran amplias y ágiles. Ahora desaparece de mi visión con la lentitud del caminar moroso, más esforzado. Pero todo se compensa, al igual que lo descrito por Javier Marías, con su capacidad de discurrir y mantener su indignación ante lo que le indigna, su buen humor, sus ganas de incidir todavía en la vida de sus hijos y su preocupación constante por ellos (para él siempre somos futuro. "¿Qué será de ellos?", cuando ellos ya caminan hace tiempo). Eso es lo que nos separa del abismo: su determinación de seguir influyendo en las personas a quienes ama y no perder jamás su responsabilidad de padre. Esta es también, como la de quien cinco años atrás escribía un artículo sensible y luminoso, una celebración particular.

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On time:
19 DEC MGA-BCN 3:20PM

Regresamos por la senda después del jet-lag.

jueves, 15 de diciembre de 2005

Julián por Javier


El artículo que todo hijo hubiera querido escribir sobre su padre.

Seguramente no hago bien al escribir este artículo: no me gusta ser indiscreto ni impúdico -eso que hoy parece virtud, de tan practicado-, y me será difícil no resultarlo, me disculpo de antemano. Vaya en mi descargo que acaso muchos de ustedes se encuentren o se vayan a encontrar en situación parecida, y que quizá mi estado de ánimo y mis comentarios sean compartidos en silencio, porque normalmente "de estas cosas no se habla", y a lo mejor no está de sobra que, por una vez, alguien las hable.

Lo cierto es que hoy es un día de celebración para mí, porque mi señor padre, que en junio cumplirá ochenta y siete años, ha ido a dar su primera conferencia en nueve o diez meses, y no se ha cansado, me ha dicho al teléfono, y ha regresado con bien a casa. Por primera vez desde que tengo memoria, padeció el pasado abril lo que comúnmente se llama un achaque. Su salud ha sido siempre insultante para los demás, incluidos sus hijos, hasta el punto de que nunca había guardado una jornada de cama ni jamás ha visitado al dentista, proeza sobrenatural en esta época con tanto dulce. No fue nada grave, pero sí hubo de ser operado y convalecer largamente. Tal vez por eso, por estar él tan mal acostumbrado, lo vi languidecer, y perder movilidad, y ceder ante la pereza, sufrir un bache del que mis hermanos y yo nos preguntábamos si saldría. Durante este tiempo lo hemos observado de manera distinta de cómo lo habíamos mirado siempre. Eso sí, disimuladamente, pues nada lo habría irritado y apesadumbrado más que notar en nosotros algo parecido a la lástima, que no a la preocupación, la cual sí consentía. Y cada vez que se ponía beligerante o aun indignado, lo tomábamos por buena señal y por un avance, aunque ello supusiera tener que soportar algún chaparrón dialéctico malhumorado.

Sería absurdo negar que en esas circunstancias, sobre todo si le son nuevas a uno pese a la ya larga edad del padre, se piensa en la posible muerte de la persona. O en un quizá más temible, gradual, irreversible apagamiento. Y uno toma mayor conciencia de algo consabido y obvio, pero que a menudo fingimos ignorar u olvidarnos, la unicidad de cada persona. En los hijos es casi connatural el egoísmo. "Lo que no le pregunte ahora al padre, luego ya nunca podré saberlo", piensa uno. Pero no es sólo que se prevea la futura falta de consejo, sino que es algo más, ya no tan egoísta y que atañe sobre todo al amenazado o enfermo, no a uno mismo. Lo que esa persona sabe, desaparecerá con ella. No tanto sus conocimientos -que también, y que son igualmente únicos por muchas enciclopedias que existan-, sino lo que sabe por haberlo vivido y pensado. El cúmulo de recuerdos, imágenes, ecos, situaciones y escenas, agravios y penas, conversaciones y risas que poseemos todos y que es lo que nos constituye, lo que nos da identidad y nos permite llamarnos "yo" desde que adquirimos conciencia cesa; ese cúmulo personal, intrasferible e irrepetible queda un día borrado entero, casi como si no hubiera existido. Algunos escritores -y otros que no lo son- guardan eso parcialmente y lo ponen por escrito, como mi señor padre hizo en sus memorias, hace ya tiempo. Pero eso es sólo un desvaído reflejo, y en todo caso la mayoría de la gente carece de tiempo, facultades o ganas para acometer tal tarea, contar no es tan fácil como parece. Y además ¿quién no se pregunta si sus recuerdos podrían interesar a nadie más que a sí mismo? Y mucha duda lleva a abstenerse.

Durante estos meses en que he visto a mi señor padre con sus andares tenues, negándose a utilizar bastón "porque eso es de viejos o de afectados", alicaído a ratos y falto de actividad frenética (la suya habitual), aunque no de la intelectual en ningún momento, he tenido la frecuente tentación -en la que más de una vez he caído- de sonsacarle cosas de su pasado, de la Guerra, de sus aprecios, de la vida que él conoció de otra época, nacido como fue en 1914, el año en que comenzó la Primera Guerra Mundial, figúrense, qué remota. Cuanto le he escuchado, con más avidez de la acostumbrada, ha sido interesante, a menudo apasionante, siempre único. Y me ha llevado a pensar en los muchos ancianos que nuestra sociedad presuntuosa tiene desaprovechados, sin hacerles caso, huyéndolos cuando se atreven a querer contar algo, considerándoles inútiles y una carga, aislándolos, dejándolos que se pudran en el sentido coloquial y en el literal del término. Quizá mi señor padre cuente con un bagaje superior al medio, una vida entera ordenando conceptos y palabras. Pero en esencia no es distinto de cualquier persona de edad, todas poseen sus nunca interminables cúmulos, todas han visto lo que nadie más verá nunca, todas son únicas. No deben desperdiciarlas, un día ya no darán respuestas. Disculpen de nuevo mi celebración particular: que mi señor padre haya vuelto a dar una conferencia y no se haya cansado, para mí significa que puedo desterrar los pensamientos y temores oscuros todavía durante un buen rato. (Y además, tampoco se sabe nunca quién se va a despedir primero.)

Javier Marías (17-12-2000)

martes, 13 de diciembre de 2005

Yo tengo un blog

A mí no suele ocurrirme lo que a Portnoy: me gusta hablar de los blogs y de los que estamos en la causa, darle vueltas a la cuestión, ombliguear. Y recientemente han coincidido por la red, al menos en las páginas que yo suelo frecuentar, diversos escritos sobre este asunto: autores de blog que hablan de lo suyo, articulistas que ya teorizan sobre este submundo, chispazos varios alrededor del fenómeno. No sé si esta palabra es la adecuada, pero parece que cada día se escriben cientos de miles de páginas en bitácoras personales a cargo de gente que jamás había tenido una tribuna para expresarse. Y si la había tenido, probablemente nadie le escuchaba o leía. Ahora debe ser casi igual, aunque el factor ignorancia (no ver el auditorio, no estar amarrado a hit parades) puede difuminar la real y escasa repercusión: una vez colgado un texto en internet, hay millones de personas potenciales para leerlo sin gastar un euro más allá de la factura telefónica, sin apenas esfuerzo. También nos puede tocar la lotería, encontrarnos por la calle con Michelle Pfeiffer y ver un eclipse total de sol: todo muy simple y al alcance de los dedos. Pero resulta que hay pocos miles, incluso pocas decenas de personas, dispuestas a seguir con relativa atención los textos que un individuo va colgando semana tras semana. Pero allí están: pulcros en la pantalla propia y a punto de ser enterrados por el siguiente comentario, y Michelle Pfeiffer que sigue sin venir a cenar esta noche.

La prensa abecedaria sí utiliza el vocablo fenómeno, y pronto habrá quien inventará la tesis correspondiente: que si ahora se escribe más que nunca, que si en la frondosa selva hay ejemplares de gran interés, que si esto es el nacimiento de algo mayor. Lo que es seguro, al menos, es que toda la vida ha habido diarios personales, fanzines, revistas de instituto, correspondencias personales, cartas al director, tribunas abiertas, clubs de lectura, mesas de bares, llamadas telefónicas y un abigarrado etcétera de lugares y espacios dispuestos para expresar una opinión o hacer un comentario. Ahora hay uno más. También el boom de los e-mail y los mensajes por móvil hicieron sudar a los exégetas de las explicaciones sesudas y a los racionales que buscan causas bajo las piedras de granito: ¡los adolescentes volvían a escribir!, aunque fuera con abreviaturas y 160 caracteres como máximo. En este alucinatorio desparrame de la literatura no podía faltar el agorero que, desde el otro margen del precipicio, anunciaba la muerte de la lengua: tantos emoticones no podían ser buenos para la RAE. Y al final, lo de siempre: la Tierra se empeñó en seguir rotando cada día y los bloggers siguieron con lo suyo.

Lo cierto es que Internet ha propiciado la posibilidad (de nuevo ese potencial geométrico) de acceder a millones de hogares, y la escritura personal se ha colgado en el gran tablón de anuncios que es la red. Como en todo tablón, para destacar un poco por encima de los demás anuncios y mensajes, hay que encontrar algún sistema sagaz para llamar la atención, pero, y por encima de todo, hay que tener cosas que decir y hacerlo razonablemente bien. No hay cosa peor que esos comentarios (y he leído varios en diferentes páginas) que comienzan así: “Hoy no tengo nada que decir”. ¿Hay alguien capaz de seguir leyendo un blog de quien se expresa de esta forma? Imagínense al futbolista que, a los veintisiete minutos de juego, agarra el balón y dice: “Hoy no estoy para chutar pelotas”. Quizá esa tesis que está por venir deba referirse a las consecuencias egocéntricas que puede acarrear el sentarse ante una pantalla en blanco y poder publicar sin intermediarios.

¿Pero quién dijo calidad? Para eso están los lectores profesionales que juzgan, recortan, vetan, reciclan. Para eso están las editoriales. La libertad de una bitácora también reside en la posibilidad que se le brinda al escritor mediocre para dejar huella y codearse con el blogger experimentado. Al final, los comments pueden ser un buen reflejo del estado de cada uno, de su relativo éxito y difusión, pero sálvenme de los irascibles que, escondidos tras una sana máscara, vierten hiel a cada respuesta: no vendo mis escasas huellas por la jauría que deja sus pezuñas en algún blog de relieve. ¿Es sólo el anonimato lo que empuja a muchos a dar coces a diestro y siniestro, o también es el medio el que modifica ciertas pautas de comportamiento? Debe ser, no más que eso, la consecuencia de la creación de personajes que viven sólo en los blogs, en sus alcantarillas: pero no deja de ser curioso que tantos pseudónimos se traten de usted y acto seguido escupan: tanta asimilación provoca sospechas.

Yo me confieso lector de blogs: soy bastante perseverante y mi fidelidad se expresa en la columna de la derecha. No tengo dudas de que si existiera en el quiosco una revista que publicara textos como los de los blogs que más visito, la compraría. En resumen, pues, lo que queda es el texto: el resto son instrumentos de cada época, más o menos perversos.

viernes, 9 de diciembre de 2005

Hacernos a la mar (y 2)

Dice Savater en un texto referido a La isla del tesoro: “(…) el perfume de la aventura marinera –que siempre es la aventura más perfecta, la aventura absoluta-“. ¿Qué tendrán esas historias de olas por encima de la borda, de velas ondeando al furioso viento y de mesas de camarote con (¡autoreferencialismo!) cuadernos de bitácora encima? En parte está la dura prueba del ser humano contra los elementos, contra la fuerza bruta de la naturaleza y desarmado frente a la adversidad: el lector se apropia del padecimiento del personaje y –de ahí el éxito adolescente de determinados libros- experimenta la aventura y la resolución, normalmente feliz, de ésta. Qué mejor para un joven que someterse a las más duras pruebas y triunfar, sentirse partícipe de algo mítico, infectarse de heroísmo.

Pero esto, que podría ser cierto, va llenándose de interrogantes cuando nos enfrentamos a otras novelas similares pero no tan enmarcadas dentro de clichés estrictos. Es decir, de novelas que participan de la aventura marítima pero con personajes que ni son héroes ni lo pretenden, y que además van tejiendo una trama en la que, detrás de los embates de las olas, están las cargas de psicología emocional propias de otros géneros. Y ahí hemos topado con Conrad. Y sabiendo, además, que no estamos ante una novela propiamente juvenil (¿existe la novela juvenil? Y si existiera: ¡qué horror!) y que todo tipo de lector puede encontrar en ella elementos de gran interés literario, cada quien desde el ángulo que le plazca. Veámoslo con ejemplos.

1. El joven capitán que protagoniza el relato es un inexperto en estas lides, dubitativo ante sus decisiones (“Me pregunté si era prudente entrometerme en la arraigada rutina de las obligaciones. (…) Quizá mi acción había hecho que pareciese un excéntrico”) y a quien el náufrago que llega al navío incluso confunde con un subordinado. Es casi un antihéroe: se siente extraño ante su tripulación y nos transmite la sensación de que en cualquier momento puede incurrir en errores de bulto.

2. Nuestro joven capitán también prefiere la soledad y la observación antes que el estruendo y la prisa: sigue con la vista el humo de un remolcador, durante varios minutos, hasta que se pierde tras un cerro. Al quedarse solo en cubierta, disfruta del silencio y nos avanza con disimulo la aventura que llegará: “En esta intensa pausa a las puertas de una gran travesía, parecía que estábamos calibrando nuestra capacidad para una ardua y larga empresa”. Después, los “ruidos molestos” de pasos y voces rompen su solipsismo. Pero Conrad ya nos ha encaminado hacia la senda que quería: el destino del capitán y su barco es el del hombre frente a los grandes proyectos vitales que nos toca afrontar. Ese silencio ante el mar describe el abismo entre nuestros sueños y la realidad, y la dificultad existencial entre comprendernos a nosotros mismos e interrelacionarnos con los demás.

3. “Pero me daba ánimos el pensamiento razonable de que el barco era como todos los barcos, y los hombres como todos los hombres, y que no era probable que el mar guardase ninguna sorpresa especial para hacerme fracasar”: esta frase antecede al episodio con el que lo extraño, el elemento sorpresivo, irrumpe en la novela. El capitán parece que concilia sus ideales y su tozuda realidad, y Conrad apacigua el grado de aventura con la inteligencia del que sabe que, al otro párrafo, echará combustible a la brasa. En el pensamiento interior del protagonista ha ganado el sosiego: “Y de pronto me regocijé por la gran seguridad que me brindaba el mar comparada con las zozobras de la tierra”.

4. Y paseando por cubierta observa la escalera y, a sus pies, el cuerpo del náufrago. No hay brusquedad ni tan siquiera en la ayuda que se le brinda: el primer diálogo se mantiene con los personajes en sus puestos, el capitán hablando por la borda y el náufrago dentro del agua, agarrado a un peldaño. Esta secuencia demuestra el alejamiento del autor por los golpes de efecto, pues incluso en el momento en que lo extraño penetra en el relato todo sucede con parsimonia, con una alejada prudencia. Y el mar, siempre presente, como un observador ecuánime: “Entre nosotros se había establecido una misteriosa comunicación… ante aquel mar silencioso, oscuro y tropical”.

Y no sigo para no desvelar nada más allá de lo aconsejable, pues hasta aquí sólo han transcurrido veinte páginas. Pero sirve para dar cuenta del giro literario que Conrad imprime a cualquier relato de aventuras, otorgándole un sello propio que lo aleja de la simple narración de hechos memorables. El retrato psicológico que después se irá realizando de los dos personajes convierte a esta novela breve en una magistral perla del buen contar, de las dudas que nos asaltan a diario y que nos hacen seres pensantes, pero en alta mar y ante condiciones límite: sólo hacía falta la mágica pluma de Conrad para transmitirlo y para que lo podamos leer, sin más. Y es que como decía Savater, contradiciendo todo lo hasta aquí expuesto, “como toda buena narración, sólo quiere ser contada y vuelta a contar, no explicada o comentada”.

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La realeza

miércoles, 7 de diciembre de 2005

Hacernos a la mar (1)

A Justo Serna, desde la otra orilla

Llegó de una manera muy conradiana este libro a mis manos: Atalanta era incapaz de mandarlo por correo (o mejor, era incapaz de cobrármelo, lo cual, en este mundo de transacciones comerciales permanentes, era un impedimento letal para el envío), y un atento y generoso lector que estuvo al quite se afanó por resolver el entuerto. ¿Pero cómo mandar algo a un personaje con nombres intercambiables (Jacques, Jacobo, Jaime)? Sólo se requería una dirección concreta, y el libro cruzó sin prisas el Atlántico para llegar a las manos del lector desconocido.

Lo primero que hay que hacer ante un libro de una editorial emergente es ir a lo externo, que para el bibliófilo también es esencia. Huele bien esta novela, y ese aroma a imprenta y tinta fresca perdura después de varios días y después de pasar páginas. Los márgenes muy generosos, cosa que agradecen los dedos, tan manchones siempre; el tipo de letra muy adecuado, de visión rápida y cómoda. Y solapas: siempre me han gustado los libros con solapa, porticando la casa y trazándole entrada y salida, un detalle que jamás me pasa por alto. Quizá el color azul de la solapa sea demasiado eléctrico, creo que destacará demasiado en mi librería, y prefiero que los libros se asomen con sigilo, que no se peleen con el de al lado. Y la contraportada: un riesgo calculado eso de incorporar una foto gigante del autor, que siempre es un acierto ante rostros como el de Conrad. No hay lector que permanezca impasible ante sus angulosas mejillas y su mentón puntiagudo, sus ojos acerados.

Llevaba demasiado tiempo sumergido en proyectos posmodernos, tanto que ya casi se me hacía lejano el recuerdo de las historias bien contadas, de la novela pura que nos lleva por territorios ignotos y nos amenaza con misterios espectrales a partir de solitarios personajes que esconden mil sorpresas. Era un buen momento para volver a la ficción. Los dos primeros libros que han rondado por mi cabeza a medida que iba avanzando en la lectura (dos novelas con olor a mar, con sabor a sal) son, por un lado, La isla del día de antes, esa novela del primer Eco decadente que nos pasea una y otra vez por todos los escondrijos de un barco, en donde aprendimos el vocabulario marítimo y comprobamos que un espacio reducido puede ser un extenso páramo o una selva frondosa. Como no leo ya casi nada de Pérez-Reverte no puedo hacer paralelismos con sus obras de mar, quizá análogas en este sentido al libro mencionado. Y, por otro lado, un Maigret: A la cita de los Terranova, en una edición que se vendía en quiosco y cuyas páginas se resquebrajan en mi librería con el paso de los años, sin que nadie lo toque. Ese era un libro de muelle mucho más que de mar, de marineros en tierra y en tabernas lúgubres porfiando en las noches ante una botella de licor, observando los barcos que deben llevarlos, ya de madrugada, a largas jornadas de pesca.

El copartícipe secreto es una espléndida novela breve que supura agua, sal, capitanes, proas, horizontes y náufragos por los cuatro costados. Ante libros así uno piensa en tanta adolescencia perdida por no leer, pongamos, a Conrad; en la necesidad de recomendar esta lectura a tanto joven que debe intuir que estas historias existen y que las busca sin suerte, porque hay cartas esféricas y trafalgares que lucen mucho más. Yo empecé a leer a Conrad algo más tarde que a Stevenson, Verne o Salgari: parecía otro estadio, un peldaño más arriba del que me correspondía. Pero otro gallo nos cantaría con más Conrad en las aulas: el joven capitán es el chaval del pupitre, lo veo claro, ese que mientras escribe en su cuaderno oye un ruido por la ventana (que sólo escucha él) y con disimulo mira hacia abajo y observa que alguien sube por la pared con una cuerda, mojado y casi desnudo, y sólo él lo ve, y la profesora insiste con la lección y el chaval le habla con los ojos al personaje y le dice que eso sí es una pasada, y que ahora mismo o cuando toque el timbre bajará por la cuerda para vivir con él algo sensacional, seguro. Una aventura. Una novela. De eso se trata: pensaba yo en esos años cuando el náufrago Leggatt se agarra a la escalera de mano y el capitán le ayuda a subir a cubierta, justo en el momento preciso en que la realidad explota y comienza lo que la literatura ya inventó hace siglos. ¡Esto sí que es moderno, chavales!

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Tuvieron sus cinco minutos de sentido común: Víctor García de la Concha, Renán Flores Jaramillo, Pablo García Baena, Ángeles Mastretta, José Carlos Rovira Soler, Juan Antonio Villoro, Ana María Matute, Luisa Castro, Rodrigo Fresán y Andrés Sorel.