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viernes, 16 de septiembre de 2005

Literatura y ombligo

Ahora que estaba tan sumergido en las aguas de la literatura viva, esa que nace y crece en lo inmediato, lo reconocible, lo palpable, me interesa dar otro salto mortal. Me sucede a menudo: soy un permanente tránsito entre las profundas contradicciones de una mitad de mi cerebro y la otra. No lo digo a nivel médico, porque no sé nada de cómo funciona un cerebro, pero sí al menos a nivel metafísico. Otros amigos se introducen en, pongamos, Antonio Soler y ahí siguen, sacando jugo y experiencias vitales. Yo necesitaba, ni que fuera por un corto espacio de tiempo, volver a perderme en encrucijadas sobre la escritura y elucubrar sobre el vacío. Pero pobre de mí, no tengo a mano un Vila-Matas que pueda llenar ahora mis lagunas metafísicas y tengo que seguir buceando por otros mares conocidos.

Sí, algún día leeré este Doctor Pasavento, cuando resuelva otras asignaturas de cursos pasados. Me quedé con Bartleby y confieso, Oh Señor, que me gustó. Pero reincidir en ese mundo me causaba cierto reparo, no sólo por lo que dirían los amigos (ellos, tan henchidos en su territorio reconocible de calles y plazas) sino porque mi ensimismamiento podía aumentar hasta límites alarmantes. Imagínense la escena: llega el amigo y te pregunta qué has leído. "Bartleby y compañía", contestas. ¿Y de qué trata? Bueno, de los escritores que ya no escriben, o sea, que han abandonado la escritura pero eso mismo se convierte en material literario para hablar de ello, no sé si me explico... Mientras, el perfil del amigo crecía y crecía ante nuestro ojos, saciado con sus personajes de carne y hueso, y yo me empequeñecía con mi no-argumento.

Pero admito que mi afán literario se divide constantemente en esas dos mitades: la que me pide historias y hechos narrables, golpes de efecto, un tiempo que avanza, y la otra que se busca el ombligo y no para de darle vueltas a la propia escritura. Tengo pendiente, sobre la mesa y a varios miles de quilómetros, un ejemplar de El Mal de Montano, preparado para solventar crisis como ésta. Pero uno siempre se deja las aspirinas en casa y allí quedó el libro. Mientras, estuve leyendo las notas y apuntes de Herralde en El observatorio editorial, de edición argentina, con cuyas dosis he paliado el sufrimiento. Imagínense también: el editor hablando de sus libros, de cómo llegó a conocer la obra de Pauls y de cómo entró en contacto con Bukowsky, de qué habla con ellos cuando habla de libros. Al menos me sirvió para saber que, después de Bolaño, parece que nos queda Ricardo Piglia y el propio Alan Pauls, según parece.

Volviendo a Vila-Matas, he recuperado las palabras de la presentación de su último libro, donde afirma que Doctor Pasavento habla de la soledad, de la locura y de la dificultad de no ser nadie. Ni qué decir tiene que me interesan los tres temas, y me interesan algunos autores que deambulan por sus páginas: Thomas Pynchon (la novela iba a llamarse Doctor Pynchon), Miquel Bauçà, Salinger... incluso la Agatha Christie que leía en mi adolescencia. Lo triste sería leer a Vila-Matas hablando de estos autores y no leerlos a ellos mismos, riesgo que ya he superado en los tres últimos casos. Y en una entrevista de escritores.org destaca esta respuesta al reproche que le hacemos tantos, aunque le sigamos leyendo:

"No hago caso de los que me reprochan intelectualismo, minoritarismo o meta-literatura. Yo escribo lo que más me gusta escribir, y seguidores últimamente no me faltan. En cuanto a lo de la meta-literatura me hace reír. En Doctor Pasavento probablemente volverán a insistir en que soy meta-literario. Sin embargo la desesperación, soledad y locura de mi doctor pertenecen ya a la humanidad. Son un fiel retrato del héroe contemporáneo."

Pues al final va a resultar que mis dos ansias se irán confundiendo y, tal y como avanza el mundo, de lo único que podremos acabar escribiendo es de esta locura que nos embarga a todos, de estos "héroes contemporáneos" que son héroes del vacío y de la nada, pero que son personajes tan reconocibles como ese Tatín que se caía con sus hierros ortopédicos para recoger el balón en la portería. No hay más que mirar alrededor: ¿No será que la literatura de Vila-Matas nos devuelve, elevada al cubo, la sinrazón que generamos entre todos? Ahora mismo me siento más alejado del niño portero que del hombre que hurga en sus alucinaciones personales: pero es pasajero, y en todo caso un mal menor.

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Otro paseo, para Loriana:

Los campesinos acaban de llegar, y el resto del grupo nos ofrece un delicioso desayuno: arroz con frijoles, guineo y huevo, y un fresco para bajar la sed. Pronto habrá que caminar hasta unos huertos para apreciar el rendimiento de determinados productos agrícolas, así que no hay nada como una buena comida vigorizante a estas horas. Me cuelgo la mochila a la espalda y discutimos el trayecto: la idea inicial era conocer dos huertos, pero proponen ir a ver otro cuyo propietario también nos acompaña ahora, caminando "hasta la otra loma, más allá de los predios vacíos".

-Pero eso queda muy lejos-, le advierto.

Me mira con cara de no comprenderme y me fustiga sin contemplación:

-¿Lejos de dónde, hermano?

Contemplo el horizonte y escucho las cigarras en los árboles. Lejos de mí mismo, supongo.