sábado, 30 de junio de 2007

¿Quién crea al creador?

El cuarto capítulo de El espejismo de Dios llega al meollo del asunto, a la refutación científica de por qué es “casi seguro” (las comillas son mías para remarcar el curioso concepto textual que usa Dawkins en el libro) que Dios no existe. Si previamente había presentado y refutado diferentes hipótesis sobre la existencia de un ser sobrehumano, ahora explica con bastante detenimiento cuál es la principal razón para dejar de creer en ello, o para que el lector pueda reafirmarse en su propio ateísmo. El adverbio que antepone siempre al adjetivo pone de manifiesto que no hay un final definitivo para este asunto, pero las probabilidades se decantan de manera muy clara hacia la propuesta del autor.

El problema está en que esta razón, por mucho que tenga un nombre sencillo (selección natural) es un proceso complejo que debe ser argumentado con un lenguaje científico, a riesgo de caer en una divulgación para legos que parezca sacada del Discovery channel. Dawkins entra al trapo y convierte algunas páginas del capítulo en fatigosas elucubraciones para y sobre sus colegas, en especial cuando escribe sobre el principio antrópico y la etérea teoría del multiuniverso. Pero tiene el acierto de incluir un resumen final en seis puntos que concretan sus postulados y la conclusión que ofrece al lector. Contra mi actitud habitual (no suelo transcribir largos párrafos de obras ajenas), me parece que en este caso es muy interesante copiar esos seis puntos y, aunque el paseante de la senda no vaya a leer el ensayo, pueda al menos cavilar un poco sobre ellos y hacerse una idea de uno de los argumentos más básicos del libro:

1. Uno de los grandes retos para el intelecto humano, a lo largo de los siglos, ha sido explicar cómo aparece en el Universo la compleja e improbable apariencia de diseño.

2. La tentación natural es atribuir a la apariencia de diseño el propio diseño. En el caso de un artefacto creado por el hombre, como un reloj, el diseñador realmente fue un inteligente ingeniero. Es muy tentador aplicar la misma lógica a un ojo o a un ala, a una araña o a una persona.

3. La tentación es falsa, porque la hipótesis del diseñador genera inmediatamente el problema de quién ha diseñado al diseñador. Todo el problema con el que empezamos fue el de explicar la improbabilidad estadística. Obviamente, no es solución postular algo incluso más improbable. Necesitamos una “grúa”, no un “gancho celestial”, porque solo una grúa puede realizar la tarea de trabajar gradual y plausiblemente desde la simplicidad hacia la, de otra forma, improbable complejidad.

4. Con mucho, la grúa más ingeniosa y poderosa descubierta es la evolución darwiniana mediante la selección natural. Darwin y sus sucesores han demostrado cómo las criaturas vivientes, con su espectacular improbabilidad estadística y su apariencia de diseño, han evolucionado desde unos inicios simples mediante lentas y graduales etapas. Ahora podemos decir con seguridad que la ilusión del diseño en las criaturas vivientes es simplemente eso, una ilusión.

5. Todavía no tenemos una grúa equivalente para la física. La teoría de un cierto tipo de Multiuniverso podría, en principio, hacer por la física el mismo trabajo explicativo que el darwinismo hizo por la biología. Este tipo de explicación es en apariencia menos satisfactoria que la versión biológica del darwinismo, porque requiere mayores cantidades de suerte. Pero el principio antrópico nos faculta a postular mucha más suerte que con la que se siente confortable nuestra limitada intuición humana.

6. No deberíamos perder la esperanza de que apareciera una grúa mejor en la física, algo tan poderoso como es el darwinismo para la biología. Pero incluso en ausencia de una grúa casi totalmente satisfactoria similar a la biológica, las relativamente débiles grúas de que disponemos en el presente son, cuando se conjugan con el principio antrópico, autoevidentemente mejores que la autoderrotada hipótesis del gancho celestial de un diseñador inteligente.

A partir de aquí, dejando por sentada la casi inexistencia de Dios, el libro se adentrará en el aspecto que más me interesa: ¿Por qué, a pesar de todo, hay religión en prácticamente todo el mundo? ¿Por qué ese triunfo de lo falso? No sé si Dawkins pondrá ejemplos paralelos sobre el arte, que pueden ser bastante inútiles para la evolución de las especies pero que ahí están, para hacernos la vida más feliz. Un extraordinario triunfo de lo falso ha sido la literatura, y en especial la novela: 500 páginas para llenar vacíos, los mismos que llena Dios para millones de almas. Dios contra la Novela: este es mi tema, sin lugar a dudas.

jueves, 28 de junio de 2007

Intermezzo

Las penas de un blogger nica 2

Sí: todo siempre puede ser peor. Diagnóstico: infección gastrointestinal. Síntomas catastróficos. Guarden cama, por favor. En proceso de recuperación, esperando que mañana pueda volver a transitar por la senda, aunque débil y con pocos electrolitos.

viernes, 22 de junio de 2007

Mis diez mandamientos de la edición literaria

Más allá del catálogo de una editorial (esto es, de la calidad específica de las obras que ofrece), el oficio de editor es un trabajo que requiere de unos principios escrupulosos para que la bondad de los textos se acompañe también del buen hacer en la composición de los libros. Los lectores impenitentes también somos exigentes en ese sentido, y estos son mis diez mandamientos esenciales para todo volumen de creación literaria:

1. No harás portadas grandilocuentes. Por la tapa se sabe lo que hay detrás: a más color y tipografías más grandes, contenidos menos sustanciales. Una portada debe identificar de manera inmediata la editorial a partir de un diseño reconocible. Hay clásicos rotundos en este sentido (Anagrama, El Acantilado, Tusquets, algo menos Alfaguara) y nuevos que recogen el mismo espíritu (Libros del Asteroide). Pero muchas editoriales jóvenes, para romper esquemas, utilizan gráficos pretendidamente modernos que sólo despistan al lector y jamás logran identificarse como sello.

2. No se deshojarán las páginas en tus manos. Es una vieja acusación contra Anagrama, totalmente infundada. Jamás me ha ocurrido nada parecido, pero veo en el metro a lectores que doblan los libros de tal manera que no me extraña que lleguen a los últimos capítulos con varios fascículos en las manos. Sí me ocurrió alguna vez con Lumen, pero sólo al cabo de dos relecturas. Ciertamente, el hilo cosido ya es casi un anacronismo y casi todos acuden a la socorrida cola de pegar.

3. Harás solapas con información del autor. Y si es posible, con foto. Nada peor que iniciar un libro y no encontrarse con una pequeña biografía y la lista de obras imprescindibles del autor. Es un detalle para el lector, un guiño necesario para decirle que lo suyo no es cosa de un día y que después de ese volumen hay más vida. Es la gran pérdida de todo libro de bolsillo, pero hay un uso muy extendido de la solapa en toda buena colección en rústica.

4. Los libros tendrán tamaños manejables. Otros prefieren tipografías de tipo 12 o 13, con lo cual toda novela extensa se convierte en un inmanejable mamotreto. Siempre preferiré una letra pequeña y un tamaño que se adapte a mis manos y que no me obligue a apoyar el libro en alguna parte para descansar. Hay casos curiosos de crecimiento sostenido, como Planeta: es muy gráfico comparar el tamaño de sus premios desde Terenci Moix hasta nuestros días: cada tres o cuatro años los libros crecían unos centímetros, al mismo tiempo que iba creciendo la insulsez de los textos que contenían.

5. No pondrás los índices al principio. Uno de los mandamientos más vulnerados: hay un contagio extendido entre las editoriales por insertarlos al principio, cuando deben ir irrevocablemente al final. Es un contagio, a su vez, de las revistas de quiosco, que en su caso sí es lógico que mantengan ese orden. Pero un libro no es el Muy Interesante: el lector debe entrar en la obra sin muletas, con el cuerpo liberado y la mente en blanco, sin saber que hay capítulos, partes u otras divisiones, sin conocer la extensión de las mismas, sin intuir el orden impreso por el autor: hay que caminar a ciegas hasta donde nos quieran llevar. Anagrama se mantiene como un mohicano solitario frente al magma invasor.

6. No pondrás las notas al final. Al revés que en el mandamiento anterior, las notas deben ser sacadas de su oscura discriminación en las últimas páginas e incorporadas a pie de página, para que puedan ser leídas (o no) al ritmo de la lectura. Nada hay más engorroso que ir pasando páginas atrás y adelante para recibir más información sobre lo que uno lee. El Reino de Redonda ha caído en este error. [Mención aparte merecen los ensayos, que no se incluyen en estos mandamientos literarios].

7. Dejarás los márgenes superiores limpios. Los márgenes deben resplandecer en su blancura, ya que para eso fueron creados. Varias editoriales inscriben en cada página el título del libro (¡como si no supiéramos a cada rato lo que estamos leyendo!) o el nombre del autor. El Acantilado persiste en este vacuo empeño. Lo único que debe contener un margen es el número de página, preferiblemente en la parte inferior, y nada más.

8. Comenzarás cada capítulo en página impar. Cada capítulo, porque así lo ha decidido el autor, es un alto en el camino, y el editor debe respetar esa banca, esa hamaca colgada entre los árboles, haciendo su trabajo: dando un respiro al libro y dejando (si hace falta) una página par en blanco. No hacerlo también induce a pensar en la tacañería del jefe, que quiere ahorrarse papel.

9. Redactarás con esmero el resumen de contraportada. El clásico en esta línea es Roberto Calasso, creando pequeñas piezas maestras de concisión para resumir el contenido del libro. La información debe ser la necesaria para dotar de una atmósfera apetecible su lectura, apoyándose en la medida de lo posible en la literatura comparada, creando redes con otras obras y añadiendo algunas frases de críticos que ya hayan opinado sobre ella. De todas formas, un mandamiento del lector debería ser no leer jamás una contraportada hasta el final, y comparar así su punto de vista con el expresado en ese texto: un ejercicio muy recomendable.

10. Te mantendrás fiel a tus principios. Cuando una editorial cambia de diseño cada pocos años le está diciendo al lector que su producto sigue las modas y no unos principios creativos establecidos desde el día de su fundación. A lo peor, es una muestra de que el diseño era claramente equivocado. Y nada debe haber más estimulante para un editor que llegar a una biblioteca doméstica y reconocer a simple vista el fruto de su trabajo en las estanterías, por los lomos: prueba fehaciente de que el lector también se habrá mantenido fiel a un catálogo determinado y a una manera agradable de leer.

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Las penas de un blogger nica

Entre cuatro y siete horas sin luz a diario. Sin internet dos jornadas completas: un cable roto en la Costa Caribe. Imposibilitado para actualizar el blog, camino hacia la montaña para descansar, leer y escribir. Regreso el jueves 28, si los elementos no impiden mi acceso a la senda.

martes, 19 de junio de 2007

La mujer de Huguenin 3: El aciago sino de un tal Saul

Bajo este benetiano título se esconde un inspirado cuento marinero que rompe de manera parcial con el género hasta ahora visto en los dos primeros relatos (fantasía y terror) y se adentra en la historia y la relación de hechos verídicos. Así, como voy a explicar, hay dos partes diferenciadas en la historia, no separadas por ningún elemento tipográfico, que dividen hechos propiamente realistas y una larga escena que cubre casi toda la segunda mitad cuya atmósfera asfixiante tiene ecos de literatura de género. Publicado inicialmente en una revista, se editó después en la colección de cuentos Here Comes the Lady del propio autor, cuyos argumentos nacen de un tópico señuelo al estilo de Las mil y una noches: distintos jóvenes narran una historia individual para ganarse el amor de una muchacha.

En este caso, Shiel alude a otro tópico recurrente como es el del manuscrito hallado en una botella: el narrador dice que encontró un documento extraño fechado a inicios del siglo XVII en un arca de archivos bibliotecarios, avanza parte de su contenido y se dispone a transcribir palabra por palabra lo que leyó, aunque advierte:

Modifico unas cuantas de sus expresiones más arcaicas, restituyendo algunas palabras en los lugares en que se ha corrido la tinta”.

Este recurso da paso al relato en sí, que al lo largo de las dos primeras páginas es un rápido repaso por las penurias de juventud de James Dowdy Saul, marinero por vocación que acaba formando parte de la tripulación de balandros y bergantines de reconocidos piratas. Este resumen precipitado peca de algunas incorrecciones temporales, como se nos indica en los notas finales del traductor, pero es prolijo en nombres de capitanes y barcos y parte de la voluntad de aferrarse a hechos reales.

En uno de sus viajes, con rumbo a las colonias españolas de América, acaba siendo apresado por poco tiempo y se instala después en San Juan de Ulloa (antigua Veracruz), donde da inicio el verdadero meollo del cuento: en 1571 la Inquisición llega a las Indias Occidentales (dato fehaciente) y cuatro ministros del Santo Oficio lo vuelven a apresar, esta vez con consecuencias predecibles: juicio sumario, tortura y encierro en un bodegón de un navío.

Intuyo a estas alturas que el buen hacer de Shiel se desparrama en todo su esplendor en los relatos de corte fantástico, cuyas reglas domina y lo acercan, como vimos, a la maestría de Poe. Pero incluso en este cuento más estereotipado (durante su lectura pasan por mi cabeza Conrad, Eco y hasta Pérez-Reverte) hay un elegante savoir faire que sobrevuela cada párrafo, y Shiel también acierta en la pegada corta: sin argumentos enrevesados logra que el lector se interese por la peripecia narrada y continúe la exploración.

A partir de una tempestad desbordada en alta mar, el capitán y sus compinches deciden deshacerse de Saul de una manera cruel, y la narración en primera persona de todo el proceso por el que pasa el protagonista se convierte en un cambio de registro que nos vuelve a acercar hacia una literatura semifantástica, no tanto por lo irreal de la situación narrada como por la sorprendente insistencia de Shiel en detallar ese pasaje con cruel delectación. Es, sin duda, lo mejor del cuento: aquí aparece un Saul que va asumiendo su estado lastimoso y minuto a minuto va acercándose a una muerte que nunca termina de llegar:

No percibía golpe ni sacudida alguna: mas mi corazón entero era consciente de la celeridad de mi caída del mundo (...) Gemir no podía, ni suspirar, ni llorarle a mi Dios, sino que estaba petrificado por la grandeza de mi perecimiento”.

Esta morosidad es la que da un margen para hacer coherente este cuento con los dos anteriores, ya que la agonía de Saul es una reverberación de las agonías previas de otros personajes (Huguenin, Lady Swertha), pero con la salvedad de que aquí el protagonista vive en primer persona esa agonía, y nos es contada sin los ojos intermediarios de otros narradores. No importa saber si hay salvación, porque la propia escritura del texto ya indica que sí: vivió para contarlo.

Por lo demás, no hay alharacas añadidas: lo clásico es aquí un valor y pretender lo contrario sería, simplemente, cambiar de libro.

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Ahora sí, Cueto en su lugar natural.
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Javier Marías denuncia en EPS la contagiosa locura del actual gobierno socialista, que tiene su origen en la locura primigenia del PP. Lo curioso es que, mientras escribía, no cayó en la cuenta de su propio contagio periodístico (fanático, grosero, mentecatez, cenizos, chulos, jodío, mamarrachadas) con la prosa incendiaria de su buen compinche Pérez-Reverte.

sábado, 16 de junio de 2007

Esos queridos malditos

La belleza del arte debe llegar a nuestros sentidos y a nuestra conciencia casi al unísono, y lo digo porque cualquier captación visual o auditiva a nivel artístico (contemplar un Rembrandt o escuchar a Bach) es inmediatamente sintetizada por nuestro cerebro, que intenta explicar el porqué de nuestro éxtasis. Al menos a muchos no nos basta con saber que una escultura nos produce una agradable sensación, nos interesa saber la causa de eso, y a partir de ahí tomamos la historia del arte en consideración y analizamos las partes del todo.

Lo mismo ocurre con la literatura: después de leer a Kafka o a Proust hay algo aparentemente indescifrable que nos susurra que estamos ante una obra maestra, pero hay que cerciorarse de ello y acabamos siendo críticos literarios y peleándonos con otros críticos con opiniones dispares. Todo muy mundano, como se ve.

Pero existe además en cada uno de nosotros (en cada individuo más o menos interesado en picotear de aquí y de allá, en descubrir lo que se cuece en cualquier disciplina) un interés muy personal y para nada transferible acerca de determinadas obras y autores, o corrientes y géneros, situados en las orillas de la calidad. Más allá de aceptar los clásicos y de converger en nombres y apellidos inexorables, cada cual también tiene su listado extravagante de pintores, músicos o narradores que no forman parte del canon establecido pero por quienes sentimos un apego inusitado.

Creo que esto suele pasar mucho con el cine: además de las películas inmortales cuya calidad nadie pone en duda, solemos revisar en la tele o en DVD títulos que harían sonrojar al vecino, pero que a nosotros nos siguen entusiasmando (y no sé si la palabra entusiasmo es demasiado exagerada, ahora que la veo escrita): hay gente, y yo entre ellos, que seguimos amando cierto cine de terror o determinados westerns o películas decididamente freaks que no pasarían la ITV de ninguna academia. Quizá nos hacemos perdonar un poco estas debilidades, pero al final las asumimos con impasibilidad y seguimos felices con los gritos histéricos de púberes muchachas o con el trotar de los caballos y la polvareda que dejan atrás.

Digo todo esto porque hace ya varias semanas que leí un artículo de Justo Serna acerca de un autor que ya ha caído en el malditismo más extremo (creo que sólo por méritos propios) y cuya reivindicación es hoy poco menos que un delito. Parece que cuando a Juan Manuel de Prada le dieron el premio Biblioteca Breve este año, Justo corrió hacia la librería para leerlo de inmediato y lo explicó con detalle en su post. Ahí mismo le reprochaba su evolución tambaleante y sus posiciones personales sobre algunos temas, pero no dejaba de demostrar cierta querencia (y la carrera hacia la librería es la prueba más incriminatoria de todas) hacia un autor ya condenado casi al ostracismo, aun cuando reúne un buen número de lectores.

Prada ya forma parte, creo, de ese núcleo ajeno a la crítica que se instala en las bibliotecas de buenos lectores pero que no hay que reivindicar en voz muy alta, no se vaya a enterar el susodicho vecino (que lee, por otro lado, a Stephen King y sólo lo admite a regañadientes). Pero Justo lo escribió con todas las letras y por eso lo traigo aquí ahora: simplemente porque ya ha demostrado ser un riguroso lector (Conrad, Eça de Queiroz, Auster, Marías...) es que podemos aceptar, y reconocer además con agrado y empatía, sus debilidades.

Mi relación con Prada fue sucumbiendo con el tiempo: si Coños o El silencio del Patinador apuntaban a un escritor exigente y fuera de las modas que entonces abundaban entre la narrativa joven (los Mañas y los Maestre que pudimos habernos ahorrado: quizá sólo Loriga mantuvo el tipo), e incluso con Las máscaras del héroe obtuvo el beneplácito de próceres extravagantes, ya a partir de La tempestad comienza a nacer el Prada cansino y se entierra al autor inquieto. No está de más, ya que Justo no lo explica, recordar el copypast de frases textuales del texto “Venecia, un interior” de Javier Marías, publicado en Pasiones pasadas, y que yo me entretuve en corroborar y señalar con lápiz en mi edición de La tempestad.

Aunque Las esquinas del aire sea un experimento arriesgado y por ello ya encomiable, el resultado es un perezoso pastiche de hagiografía y mermelada, impregnado de esa frase rococó tan del gusto de Prada. No dudo que su adjetivación está por encima de muchos estudiantes recién salidos de la facultad, pero creo que es la pose (sobre todo la pose) lo que me obliga a distanciarme del protegido de Gimferrer.

Viendo su evolución retrospectivamente, no puedo dejar de pensar que Prada fue en el fondo un buen producto de la factoría ABC, que necesitaba urgentemente una nueva pluma para sustituir a los ya convalecientes y después fallecidos Cela y Capmany. Sólo fue necesario un Planeta (la derecha española, con Lara a la cabeza, siempre dispuesta para el sacrificio) y el entorno hizo el resto. Pero no deja de sorprender la continuidad de galardones (Primavera, Biblioteca Breve), aun sabiendo cómo funciona lo de los premios en este país, y uno no puede nunca dejar de preguntarse si no será que todos esos autores malditos en el fondo nos acechan y nos atraen, como Ed Woods cualesquiera, para caer en sus brazos y volver a ser, por un rato, eternos adolescentes.

Pero el colmo para mi aguante ha sido el insensato tono de beatería que ha llenado sus columnas abecedarias en los últimos tiempos, y que como muestra pueden degustarse aquí (el exceso puede producir indigestión). Frases como "la comisión a mansalva de abortos es un crimen abyecto" o "el Papa Wojtyla nos demuestra que existe dentro de nosotros un yacimiento de inexpugnable entereza" me demuestran cuán necesario sigue siendo un Dawkins que nos guíe ante tanta palabrería hueca.

Es por todo ello que invito a Justo a que nos haga partícipes en su blog de la lectura de El séptimo velo para saber si su velo ya se le cayó definitivamente o todavía nuestro querido maldito podrá seguir siendo un escritor furtivamente admirado.

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A esto, en Nicaragua, le llaman libertad de prensa.


miércoles, 13 de junio de 2007

Regreso a la literatura norteamericana

Debo provenir de toda una generación de personas a las que tres simples letras unidas y en mayúsculas (USA) eriza los pelos de sus cuerpos y provoca retortijones en todos sus estómagos. No me he sentido jamás solo en mis desamores y he compartido los odios fraternalmente, y además lo asumo sin dificultad: es parte de mi ser y no abjuraré jamás de los yanquees go home proferidos a voz en grito por las calles de Barcelona, fuera cual fuera el motivo. Crecí odiando todo lo que tuviera algún tufo americanizante y todo iba a parar al final al mismo container: el envoltorio grasiento de la hamburguesa McDonalds, la foto de Reagan y sus misiles, la casita de clase media con perro y garaje, la niña malcriada que esparce los Kellog’s por el suelo, las películas para adolescentes descerebrados. Aún hoy no he pisado jamás territorio norteamericano, ya que nunca he salido del aeropuerto de Miami (en cambio, de Florida para abajo he gastado mucha suela de zapato y mucha llanta neumática).

Pero ya en aquella etapa más crítica vivía con mis contradicciones sin apenas inmutarme: no hay día que no vistiera unos jeans, escuchara a Dylan, revisara westerns por televisión o leyera, pongamos, a Bret Easton Ellis. Nada impedía que yo siguiera detestando el american way of life y que al mismo tiempo gozara sin gozarlo (sin presumir de ello) de cualquiera de sus productos escogidos.

Hoy, tantos años después, quedan los estertores de esos tiempos y algunas actitudes ya muy poco razonadas pero tan firmes como siempre, aunque ya algo matizadas y convenientemente justificadas. “No, yo contra el pueblo nada de nada, sólo contra el gobierno americano”, y sigo mi camino tan campante.

Pero literariamente, y ahí voy, algo se resquebraja en mis convicciones. De un tiempo a esta parte mi interés va girando poco a poco hacia una estética y unos nombres que provienen de las tierras enemigas y que, clandestinamente, voy cultivando como quien poda bonsáis. De vez en cuando es muy gráfico pararse y ver por dónde han caminado los intereses propios: siempre atento a la literatura castellana o catalana, muy inclinado a partir de los 90 a todo lo latinoamericano, amante y esposo de la literatura británica y de la generación Granta, con leves infidelidades hacia lo francés (ay, las femmes fatales), picoteando de literaturas lejanas (Pavic, Oé, Mahfuz, Coetzee) y poco más. Los acercamientos a Estados Unidos fueron muy puntuales y pidiendo perdón de rodillas: el susodicho Easton Ellis, Wolf, Roth, y otras lecturas tangenciales.

Y no es hasta ahora mismo (suenen los claros clarines) que manifiesto con solemnidad (Yo, JacoboDeza...) que, por lo que a la literatura se refiere, acepto con agrado el legado de numerosos autores norteamericanos y que de manera definitiva adopto como lector las corrientes que de allá vienen. Llegó la hora de la aceptación, de que no puedo orillar por más años lo que desde allí se escribe y de que ese submundo literario (uf, DeLillo, Updike, y más Roth, por poner tres columnas corintias) debe formar parte sin más de mi bagaje cultural. O sea, de mi placer absoluto como lector despierto.

Voy a seguir renegando de otras cuestiones gringas, y tampoco tengo ninguna intención por el momento de poner pie en tierra tejana o neoyorquina, pero la literatura es la literatura. Según voy comprobando a través de blogs amigos o de críticos atinados, algo se mueve por esas latitudes y no voy a ser yo quien me impida a mí mismo comprobarlo. Por lo pronto, acabo de recibir el nº de Granta destinado a los mejores narradores jóvenes norteamericanos, y en poco más de una semana me pongo a devorar el último libro de A.M. Homes.

Encima, acaban de otorgarle a Bob Dylan el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, con lo que se cierra el círculo. Una vez se lo hayan dado a Marías, haré campaña para que reciba el Nobel de literatura, y entonces (¡sin banderitas!) entonaré aquello de Hey! Mr. Tambourine Man, play a song for me / In the jingle jangle morning I'll come followin' you y aprenderemos a hablar, ahora sí, en inglés.

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Leo que Marsé, Mendoza, Vila-Matas y Cercas no estarán en Frankfurt: me parece lo más lógico, teniendo en cuenta que jamás nadie los invitó con deseo, sino más bien con la desgana del que se sabe obligado a poner en la lista del convite al familiar incómodo. Auguro un éxito rotundo a la delegación catalana, ahora que se han sacado de encima a los más leídos, más celebrados, más vendidos y más puñeteros literatos.

lunes, 11 de junio de 2007

La mujer de Huguenin 2: La mujer de Huguenin

El cuento que da título al volumen es, ahora sí, un cuento de terror comme il faut: están todos los elementos necesarios para ser leído adecuadamente en noche oscura, fría y tormentosa, pero con las originalidades propias de este autor que seguimos descubriendo relato a relato. Veamos:

Ya desde un inicio nos sumergimos de nuevo en un contexto cultista que en esta ocasión aprieta sus garras alrededor de la mitología griega. Si en Vaila hallábamos citas bíblicas a cada paso (extraídas del Éxodo, principalmente), aquí el protagonista llega a la isla de Delos y todo se impregna del sabor clásico y arcaizante:

¡Ah, pero para mí sigue siendo –como lo era para ella- Delos, la Sagrada Isla, cuna de Apolo, hijo de Leto! (...) Veo los barcos que trasladan a los sagrados emisarios de Pan-Jonia”.

Después de recibir una onírica carta de un amigo que habita la isla y que requiere de su presencia, Huguenin se desplaza hasta allá como quien emprende un viaje iniciático hacia tierras ignotas que prometen alguna aventura singular. Es un recurso tan trillado como efectivo: no se trata de ninguna huida personal (conocemos tan poco todavía del narrador que no podemos avanzar una teoría así), y no puede ser considerado de otra forma que como una excusa literaria para enmarcar ya de entrada un escenario misterioso y extraño. No hace falta recurrir a obras ajenas para encontrar otro ejemplo, basta retroceder un cuento:

A resultas de este mensaje, emprendí viaje hacia el norte (...) con un mar encrespado y un cielo oscuro y amenazador. (...) Hizo una pausa para señalarme a barlovento por la proa una elevación de un gris más oscuro que, según me aseguró, era Vaila.” (Vaila)

De Londres a Delos es todo un viaje (...) Acabé de hecho desembarcando, una noche estrellada, en las arenas que bordean el puerto antaño renombrado de la isla.” (La mujer de Huguenin)

Este inicio, casi calcado en su intención, conduce hacia el encuentro con el amigo perdido, y en ambos casos también la conducta de éste suscita incertidumbre en el lector. Algo pasa, y ese algo indefinido es el juego que siempre ha usado la literatura de género, o el cine durante un siglo, para convencer. Pero falta un tercer elemento: viaje a tierras lejanas, reencuentro con un amigo demudado, y un espacio físico que acoja los hechos sobrenaturales que puedan venir a continuación. La casa misteriosa es fundamental para cerrar el círculo, pues revierte nuestro hogar plácido en un espacio hostil, alterando las normas de lo cotidiano y removiendo nuestras firmes convicciones: también hay espacios abiertos que han actuado en este sentido (pienso como adolescente cuando rememoro los maizales de Stephen King) pero las paredes y techos son un recurso infaltable para nuestra claustrofobia particular. En el caso que nos ocupa, la casa nos amenaza como laberinto:

La mansión era de tipo helénico, pero de planta en verdad disparatada: un desierto más que una vivienda, una casa griega que se multiplicaba en una serie de casas griegas, como objetos vistos a través de lentes angulares”.

Hay un tercer personaje que pronto aparece en el relato, pero como fantasma capaz de trastornar el normal acontecer de los hechos. Al mejor estilo de Poe (de nuevo Poe) la esposa muerta de Huguenin es un retrato inmenso de cuerpo entero (¿Era esta mujer, me pregunté, más bella de lo que pudo nunca serlo mortal alguna... o más repugnante?), y su influencia será decisiva en el viudo para el desarrollo del resto de la historia. El narrador interviene en ella como un voyeur estremecido, pero una decisión suya será el detonante para llegar hasta el desenlace del cuento, que ya no avanzo aquí.

Siendo Vaila una nouvelle más compleja y repleta de elementos accesorios, La mujer de Huguenin es un cuento cerrado y casi perfecto en la ejecución, muy al estilo clásico. Sigo asombrado por el nivel culto de ciertos pasajes, que obligan a otro aparato de notas denso para entender cada referencia mítica: Lamia, Ortigia, Sibila, Hipatia... Este Shiel no es sólo literatura de autobús, y merece la pena que sigamos la tarea con el resto del libro.

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Menos de una década: lo que Mailer dijo sobre la prudente distancia entre los hechos y su escritura ya ha sido oficialmente rota. Que el 11-S iba a tener sus efectos en la literatura posterior era una evidencia, pero me niego a pensar que la última novela de John Updike haya sido el detonante para abrir la veda, que para mí ya se inició, al menos, con Beigbeder (Windows on the world) y, claro, con McEwan (Sábado).

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El triángulo y sus eternos ecos.

viernes, 8 de junio de 2007

Los brazos caídos

Regreso de un breve periplo por tierra adentro y he aprovechado (entre muchas otras ocupaciones que me tienen al límite de la resistencia) para observar de cerca lo que Dawkins sugiere, o mejor instiga, desde su último libro. Qué mejor lugar para ello que esos recónditos parajes en los que, aparte de Dios, no hay mucha más gente que pueda descubrir alguna razón precisa para la existencia humana. El devenir de muchos de mis vecinos no es más que una dura tarea para la que ya parecen preparados desde siempre, como si la creación no hubiera tenido otro sentido que el de comer (mañana, tarde y noche) un huevo, gallopinto y un pedazo de queso.

En la parroquia veía los brazos de cada uno y se me iluminaba la mente: eran brazos, cómo decirlo, alicaídos, con poca prestancia, acaso sumisos. Es curiosa esa fijación mía con los brazos, pero asocio ese par de extremidades al esfuerzo y al trabajo, al ejercicio y la gimnasia, a la escritura y al pincel en mano. Yo miraba fijamente esos brazos dimitidos y no podía ver nada más: lo extraordinario es que dimitían al verse rodeados de imágenes y cirios y ya regresaban a sus casas sin serles devueltos el tono, la rabia, el puñetazo sobre la mesa.

Esta actitud me interesa mucho, y por eso leo ahora a Dawkins, y por eso estoy terminando un largo artículo muy incorrecto que quizá no encuentre editor por ningún lado y acabe colgado en el blog, quién sabe. Recién he terminado los capítulos 2 y 3 de El espejismo de Dios y añado a lo ya dicho estas breves consideraciones (el sueño pesa pero les debo unas palabras):

1. El tono sigue siendo el mismo, a veces demasiado insistente y siempre con la certeza de que aquello que explica es tan evidente que no hay lector que no lo pueda apreciar de un vistazo. Este posicionamiento da que pensar: barrer a escobazos a todos los que han intentado demostrar la existencia de Dios desde distintos puntos de vista (algunos, ciertamente, desde puntos que dan algo de vértigo) sólo suscita la conmiseración del que perdona las faltas. Yo se las perdono a Dawkins, pero admitiendo que esas faltas esconden el esfuerzo por deconstruir cada argumento y ofrecer alternativas. Demasiadas veces se repite una sentencia del tipo "bueno, esto es tan evidente que ya no requiere decir más", o "este argumento es tan desquiciante que no voy a hablar de él" (¡pero mientras escribía esto ya lo sacó a relucir!).

2. El desorden del capítulo 2 tiene una correlación perfecta con la estructurada exposición del capítulo 3: la hipótesis de Dios obliga al autor a un ir y venir por una infinidad de citas, alusiones y experiencias de todo tipo, de la que el lector sale un poco alterado. Sin embargo, el tercer capítulo expone diversos intentos por demostrar la existencia de un ser sobrenatural, todos fallidos y que aportan poco al debate final. Pero esa es la conclusión rápida de Dawkins, no la mía, que debo ser menos dado a las evidencias y cualquier dato me merece una reflexión, incluso aquél expuesto por un personaje que midió las posibilidades de Dios en un 67%. No me negarán que un intento así, literariamente, es de una riqueza extrema, por mucho que desde la ciencia sea aplastado como quien pone un zapato sobre un escarabajo.

3. Tampoco el chascarrillo continuo da muestras de nada, incluso creo que tampoco sirve para ratificar el sentido del humor de Dawkins. Quizá las ironías que hay en casi cada párrafo ayuden al propósito del autor, que no es otro que descalificar cualquier intento de justificación de Dios, pero de nuevo no aportan argumentos para defender la tesis contraria. Pero hay esperanzas, y sería yo el falsario si no lo dijera: los siguientes capítulos servirán para exponer, según avanza en muchas ocasiones, sus postulados.

Recuperado, y con el sueño ya expulsado, volveremos a nuestro nivel habitual.

viernes, 1 de junio de 2007

La mujer de Huguenin 1: Vaila

Entre las tareas pendientes estaba sin duda la inmersión en la biblioteca del Reino de Redonda, que ya pasa de la docena de títulos y que voy coleccionando con disciplina para ir preparando desde ahora mis lecturas de senectud. Pero antes de que las arrugas hagan mella en mi cuerpo decidí iniciar ya la ruta con el primer volumen, este La mujer de Huguenin del que iré comentando sus relatos uno por uno en sucesivas semanas.


Al encararme con una nueva editorial (por mucho que el Rey Xavier I diga que no, que esto es sólo una recopilación de papeles reales y no una empresa) hay que hablar de los alrededores: de las tapas, de las hojas, de la tinta. El oficio de editor me gusta casi tanto como el de escritor, y además de escritor, editor y crítico frustrado también soy un imposible lector de editoriales. Perdón por el excurso, pero siempre me ha parecido asombroso que existan personas que se dedican a leer para ciertos sellos y que su juicio sea decisivo para conformar catálogos. ¡Eso quería ser yo de pequeño, y no astronauta!

La colección regresa a la tapa dura, y utilizo el verbo en pasado porque uno tiene la sensación de que ese tipo de encuadernación pertenece a una época remota, previa a la mercantilización de la letra escrita. Me gusta el minimalismo de la portada pese a la idea de cambiar de color en cada volumen, lo que convierte la estantería en un arco iris muy a lo sixties. Y las hojas, peligrosamente sutiles, hacen que la tinta aparezca casi en relieve, como quien lee en braille. Lástima que se atenga también a esa moda horrible (que Acantilado adoptó, pero jamás Anagrama) de situar los índices al inicio y no al final del libro: ¡yo no quiero saber de antemano qué albergan sus páginas, ni la longitud de cada cuento, ni si hay apéndices al final, hasta llegar a ellos! [no hagan caso a este bibliófilo irredento].

El primer cuento, Vaila, es de hecho casi una nouvelle presentada como la obra más conseguida de M.P Shiell (Lovecraft dijo de ella que era su "indudable obra maestra") y donde podemos apreciar las constantes del autor, quien fuera primer Rey de Redonda. Se trata de una historia fantástica que bordea a ratos el terror, narrada a partir de una prosa barroca perfectamente a tono con el contenido del relato. Creo que la traducción de Antonio Iriarte (quien acaba de traducir en la misma editorial a Vernon Lee) es un pequeño prodigio de concisión y de apego a la voluntad de Shiell, y he saboreado un vocabulario algo añejo que no frecuentaba últimamente. Además el libro cuenta con un aparato de notas muy completo que aporta luz a las numerosas citas textuales del autor.

Hay dos referentes que yo remarcaría para desentrañar el origen de esta literatura, el primero es evidente y el segundo lo apunto como sorpresa personal. No hay duda de que Edgar Allan Poe es un fantasma que sobrevuela cada párrafo del cuento y que su presencia se nota en cada rechinar de puerta. Pero sobre todo hay un Poe que es referente casi exacto (sin que ello suponga copia de nada, sólo hablo de conexión tangencial) y es el que encontramos en La caída de la casa Usher. No hace falta ni haber leído el cuento, basta con recordar a Vincent Price escuchando el crujir de la madera de la vieja mansión y sabremos que este personaje deambula también por la surreal estancia que es a su vez casi único espacio de la historia. Me niego a aceptar, como dicen algunos cánones, que estos espacios casi vivos puedan considerarse personajes de la obra: sólo son espacios, pero su fuerza radica en que condicionan las vidas de cuantos moran en ellos y el relato avanza en función de sus paredes y muros. Si la casa Usher se resquebrajaba al mismo tiempo que aumentaba la insania de su propietario, la mansión de Vaila tiene sus días contados a causa también de una loca mente humana, y no voy aquí a explicar qué extraño mecanismo ocasiona el desplome.

El segundo referente, más sorpendente como digo, es el de Bernhard (que tiene, por cierto, una triste entrada en la Wikpiedia española: que alguien repare el daño), y no por el argumento en este caso sino por el mecanismo de relojería que hace que esta prosa y la suya puedan ser consideradas "prosas enfermizas". Recuerdo, por ejemplo, cómo en Helada un estudiante de medicina llegaba a una lejana aldea para seguir de cerca a un viejo pintor desquiciado, y cómo mostraba su azoramiento ante la evidencia de estar ante una mente complejísima. Nuestro protagonista también va ahora en pos de otro personaje que tanto por sus palabras como por sus reacciones pertenece al submundo bernhardiano, y me da igual si Shiell leyó o no a Bernhard: el hermetismo de Harfager me recuerda profundamente al de ese pintor, aunque la brevedad del género no ayuda en este caso a profundizar demasiado en el perfil.

Lo más interesante de Vaila radica en todo lo que aporta a la literatura fantástica, que no siendo aspectos muy novedosos sí dejan entrever un claro dominio de las reglas clave: la llegada del protagonista a una tierra ignota (¡ay, cuántos Piñols perdimos por el camino!), los entes fantasmales que pululan por el lugar (Lady Swertha, Aith), el decorado tenebroso, un misterio de fondo que no se resolverá hasta las últimas páginas, y un protagonista que mira este mundo con ojos de perplejidad, que son los del lector. También sorprenden los guiños intelectuales mediante palabras extranjeras no traducidas y las citas literarias o bíblicas que contiene, dándole al conjunto un aire de relato culto y alejándolo de la consideración de este género como literatura popular.

Javier Marías se vio en la obligación (léase esto como un simple juego literario) de difundir la obra de Shiell, y qué mejor que editar algunos de sus textos. Hubiera podido pasar que la calidad de este Rey no diera para sacar sus obras a la luz, pero no es el caso. Lo extraño es que hasta ahora hayamos tenido la oportunidad de conocer a este interesante autor ya elogiado por H.G. Wells o Hammet, de quien profundizaremos tras la lectura de los siguiente cuentos.

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Anda, los donuts!