jueves, 29 de junio de 2006

El académico Marías


Madrid, 29 jun (EFE).- El novelista Javier Marías, uno de los escritores españoles de mayor prestigio internacional y cuya obra se ha traducido a 34 idiomas, fue elegido esta noche académico de la Lengua, en primera votación y por amplísima mayoría, para cubrir la vacante de Fernando Lázaro Carreter en la Real Academia Española.
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Esto dice la noticia, para escarnio de los críticos nacidos al amparo de odios enfermizos, y para solaz de todos sus lectores. Ya veo las vestimentas desgarradas: que si el peor escritor de todos los tiempos, el que más faltas ortográficas comete, el que fuma más y peor. Es el momento en que reaparecerán de sus guaridas los traficantes de panfletos y, con su afán de protagonismo, esparcirán la bilis por donde sea. Pero ya nadie quita que la Academia (esa institución con regusto a tiempos remotos, a vino un poco añejo) haya realizado un verdadero reconocimiento a uno de los autores más brillantes de este país. No acostumbramos en España a repartir méritos a personas vivas ni a valorar en su justa medida a quienes nos brindan muestras de arte en el formato que sea: somos expertos en denigrar al que sobresale, no por su afán de protagonismo, si no porque (miren ustedes qué simple) escribe novelas hermosas y perdurables.

Mi primer encuentro con Javier Marías ya ha sido explicado, si no en este blog sí en otros espacios que lo han permitido. Corazón tan blanco me fue recomendado por un profesor de literatura (catalana, por cierto) después de leer un cuento mío cuya escena principal le recordaba vagamente (sin duda debía ser vago el recuerdo porque jamás pude identificar mi patibularia historia con la escena que luego leí en la novela) las primeras páginas del libro. Hablo del momento en que, desde una habitación de hotel de La Habana, hay un encuentro entre un hombre y una mujer y unos gritos que llegan de la calle, no muy lejos del balcón. Yo comencé a leer la novela para descubrir esa escena, pero inmediatamente la olvidé para centrarme en la magia de una prosa que iba discurriendo ante mí como un caudal irresistible de imágenes, vocablos y personajes variopintos. Quizá era ese el tipo de literatura que yo andaba buscando entre los autores contemporáneos y que sólo encontraba fragmentariamente fuera de nuestras fronteras.

A partir de ahí, la lectura de sus obras anteriores y posteriores fue una consecuencia inevitable, y recuerdo también momentos ya impresos en mi retina sobre los lugares en que tenía aquellos libros en las manos: subiendo montañas con Mañana en la batalla... a cuestas y leyendo bajo un árbol, en la cama de una habitación fría pirenaica, sobre una roca de grandes dimensiones y una vista al frente de verdes horizontes. Los nuevos descubrimientos llevaron nuevas sorpresas, como el brutal impacto que me causó Negra espalda del tiempo, un libro inclasificable que bebía de diversas fuentes (autobiografía, ensayo, novela de no ficción, cuento) y que sólo puede emparentarse con lo mejor de Sebald, por poner un ejemplo más o menos reciente. Y no digamos esa novela en proceso que es Tu rostro mañana, que no sólo por tamaño sino por profundidad literaria puede quedar como uno de los clásicos de este principio de siglo.

En definitiva, la silla que ahora ocupará Marías dignifica esa institución y esos compañeros de viaje que le tocarán en suerte, sobre los cuáles muchos todavía nos preguntamos qué meritos lingüísticos o literarios los han llevado allí. En este caso sobran los motivos en este blog: los que no lo han hecho, pasen por cualquier librería, busquen en la letra M y háganse con un ejemplar. Frente a la estulticia de los que piensan que ir a la contra es chic y da réditos, a los que estamos de acuerdo en considerar a Marías el gran escritor que es, nos basta con saber que no estamos solos, por fortuna. Triste sería predicar al viento sobre sus virtudes: pero somos tantos los que hemos podido gozar de sus novelas y textos que, al menos, esto nos compensa de tanto ladrido hueco y tanto papel malgastado como hay por ahí.

Javier Marías, académico, y que esto sea sólo el principio.

martes, 27 de junio de 2006

Nancites 10

1. Ayer no descorché ninguna botella de cava para celebrar tan entrañable fecha, 26-6-6. Quizá la razón sea porque no haya cava digno en estas latitudes, o porque me guié por lo que Vila-Matas contó que él mismo haría desde El País: celebrarlo en silencio. De todas maneras, un escalofrío recorrió mi espina dorsal al recordar tamaña concatenación numérica mientras revisaba algunos blogs que recordaban la coincidencia y repasaba por la noche las vidas de Luz Mendiluce, Argentino Schiaffino, Rory Long y tantos otros literatos de la enciclopedia imposible que fue y es La literatura nazi en América. Esas vidas inventadas que luego todavía crecerán y que recuperaré, con esos y otros nombres, en Los detectives salvajes o en la misma 2666, y que convierten cada día de lectura en un motivo precioso para el descorche, para el júbilo de saberse partícipes de un microcosmos tan potente: es por eso por lo que importa tanto conocer la obra de Bolaño en su conjunto, explorando las sendas que se cruzan y que se dispersan. Va por usted, maestro.

2. Más coincidencias: a las ya relatadas sobre la lectura simultánea de Auschwitz, de Rees, y Los olvidados, de Tzouliadis, se estrenó en Managua (con el retraso mayúsculo con el que aquí llega el buen cine) El hundimiento, traducida aquí como La caída. Sólo una noche después cayó en mis manos un viejo ejemplar de Babelia, en el cual destaca un texto de Francisco Casavella a propósito de esa película y sobre la escenificación del nazismo en el arte. Dice, ente otras perlas:

“Toda ficción dramática sobre el nazismo es la puesta en escena de una puesta en escena. De ahí que para nivelar el drama, no para humanizarlo, al caos implacable que relata El hundimiento de Fest se le haya sumado a El hundimiento película la supuesta ingenuidad de la joven secretaria Junge.”
Francisco Casavella, “El cabo atrapado”. Babelia (05-03-05)

El personaje de la secretaria es la gran excusa narrativa del relato cinematográfico: una voz en off, que recobra su imagen al final, sirve para encerrar toda la trama de los últimos días en el búnker de Hitler, pero los ojos son los de una alemana cuya inocencia y culpabilidad entrechocan como trenes de alta velocidad: cree que sus manos no manchadas (acaso sólo de la tinta con la que transcribía los dictados del führer) la salvan de su participación en la masacre. Es la compleja respuesta de tantos miles de ciudadanos que apartaron los ojos del humo de los hornos crematorios:

“(...) la gran mayoría evitó pronunciarse sobre lo que estaba sucediendo, y ésa fue la gran masa de ciudadanos que, durante la posguerra, aseguraría: No teníamos noticia de tal cosa; no vimos nada. (...) Pese a que, en general, la población era muy consciente de lo que estaba sucediendo, fueron, sin embargo, muy pocos los que protestaron ante la deportación de los judíos alemanes, y nadie lo hizo en Hamburgo en octubre de 1941”.
Laurence Rees, Auschwitz. Cap. 2, Órdenes e iniciativas.

Ahí están esos ojos huidizos de la secretaria, esa timidez cómplice del que dice "yo no hice nada" y no sabe que, precisamente, se le acusa de eso: de dimitir de su condición humana y de seguir tecleando, una y otra vez, una vieja máquina de escribir bajo las bombas.

3. Excelente diálogo el que mantienen Javier Cercas y Justo Serna: el lector atento y el autor, frente a frente. Hay un concepto de la literatura en Cercas que me aproxima cada vez más a sus novelas (tengo pendiente, y no por mucho tiempo, La velocidad de la luz), y es la idea de escribir no como “relato de una historia”, sino como “averiguación de una historia”. Esa distinción me parece fundamental, y creo que mucho de eso anida también en la prosa de Marías: la escritura se convierte en la razón de ser del libro, más allá de las intenciones finales que muevan al autor a escoger un tema determinado. Hay una búsqueda permanente (de una verdad, dice Cercas) que contagia al lector para acompañarle en ese proceso, y es una decisión que sólo puede crear lectores inteligentes: puede que esta sea una de las grandes distinciones entra la literatura fast food (que bajo la apariencia de otra búsqueda pertrecha argumentos donde sólo se aguantan las acciones, jamás el proceso que lleva al protagonista a participar en ellas) y esta otra literatura. Sólo hay que orillar el peligro de convertir esas obras en centrípetas muestras de metaliteratura que sólo engrandecen el ego del escriba, que no es el caso. La imagen final que expone Cercas, mediante la figura de una elipsis, sólo puedo definirla como feliz:

“La verdad existe, existe en alguna parte –la verdad histórica, también, desde luego-, pero sólo podemos acercarnos a ella con grandes dosis de humildad, sabiendo que no hacemos más que asediarla, acosarla, sabiendo que nunca la vamos a atrapar, o que sólo la atraparemos elípticamente. Esa elipsis, creo, es la literatura”.

jueves, 22 de junio de 2006

Pequeña estampa urbana

Cuando sobreviene el espanto, que acostumbra a tener una duración infinitesimal, el cuerpo se desarma y sentimos, durante ese lapso instantáneo, que la vida pende de un hilo. Las consecuencias se alargarán después en el tiempo: quizá el insomnio, una fatiga extraña de cuerpo extraño [nota bene: repito el adjetivo con premeditación, y lo aviso para cuando lleguen los censores de la corrección y me saquen la tarjeta], la certeza de haber alcanzado con la yema de los dedos algún límite, algún precipicio por el que no hemos terminado de despeñarnos. Jamás hay tiempo para prepararse ante ello: leemos cada día el espanto de los otros en la prensa, lo observamos en la televisión durante la cena, y siempre nos sentimos ajenos a tanta hemoglobina. Al fin, cuando llega de frente, solo hay tiempo de apartar la cara y ponerlo todo en manos del destino.

Sucedió el domingo, poco más tarde de las nueve de la noche. Managua ya escupe a esas horas los últimos carros hacia sus residenciales protegidos por guardias armados, y la carretera suburbana es un gran fantasma de asfalto. La perspectiva parece nítida por delante pero tampoco hay ganas de acelerar: en esos instantes de domingos destemplados todo se vuelve más moroso, hasta la velocidad. Sólo a la lejos se divisa una mancha pequeña que sale de la mediana central y que avanza algo lenta hacia la calzada. La definición de la mancha es rápida: se trata de un grupo de unas seis o siete personas, jóvenes todas (la cercanía va delimitando sus perfiles) que de manera imprudente parecen querer cruzar la carretera. Todo sucede en una secuencia increíblemente veloz, pero se aprecia, segundos antes del espanto, que algunos ya están en el carril central de tres y que algún otro se agacha como queriendo coger algún objeto. Un grito en el asiento de al lado (por fortuna no me hallo solo) indica que algo va mal. Mi capacidad de discernimiento ante situaciones de este tipo es muy limitada, y requiero de alguien del lugar para que interprete correctamente qué pasa. Sólo alcanzo a desviarme hacia el carril de la derecha, más que nada para no atropellar a nadie: el grupo sigue con el impulso de querer atravesar la calzada y sólo efectúa una parada mínima para que yo cruce ante ellos. Y entonces ya no hay escapatoria, pese al intento de acelerar la máquina.

Una lluvia de piedras se desploma sobre el vehículo, aunque sólo una de ellas logra alcanzar de lleno el objetivo: la ventanilla a mi izquierda explota con un ruido irritante y estruendoso y se deshace en mil añicos, que impelidos por la inercia se desparraman sobre la mejilla, la oreja, el rostro. Cada secuencia se resume en pequeñas frecuencias de segundo, como el momento feliz en que uno, por instinto, cierra los ojos y aparta la cabeza: gesto suficiente para que el daño sea menor del esperado y ni los ojos sufran ni la dirección de la piedra busque el cráneo, que en una diagonal extravagante va a caer (la piedra, de apariencia mineral) en la parte trasera del vehículo. Después de un brusco frenazo, todavía hay tiempo de ver por el espejo al grupo que de nuevo se torna mancha y desaparece por los arrabales de la izquierda, hacia uno de los barrios más peligrosos del sector.

Aquí estos grupos reciben solamente el nombre de pandillas: no llegan al status de las maras salvadoreñas, verdadero crimen organizado que no se detiene en el delito burdo sino que actúa como una mafia vinculada al narcotráfico y al efecto también narcotizante que produce el poder y la consideración de miembro de un clan. En otras carreteras de otros países las piedras hubieran podido ser pistolas, y nadie desaparecería de la escena en un visto y no visto. Los vecinos que llegaron a socorrernos, mientras la sangre producto de los cortes ya manaba con lenta precisión, lo advertían: no es la primera vez, y se sabe quiénes son.

Tras el espanto todavía hay tiempo para la impotencia: la instantánea (mirar las huellas del delito) y la postergada (aquí jamás aparecen policías ni ambulancias: un Estado desmembrado no tiene cuerpos de seguridad ni médicos que ejerzan sus tareas con eficacia). La denuncia todavía incluyó una pregunta del eterno funcionario ante una máquina de escribir: “¿sólo eso?” Aquí eso es casi nada, porque no hay cadáveres de por medio, y el denunciante presenta demasiado buen aspecto: lo único que pasará es que esa noche ya no acudirá a sus libros diarios y dormirá con sucesivas interrupciones, mientras el espanto todavía vague por su mente y sienta que la vida todavía se queda un tiempo más, alargando los años y los días.

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La increíble y escurridiza historia de Barón Biza y de cómo los blogs crean vasos comunicantes de bella factura.

sábado, 17 de junio de 2006

Una editorial

Anagrama está de estreno: su página web ha sufrido un tratamiento de cutis intensivo y la chica se nos aparece con una belleza desacostumbrada. Sin duda, le hacía falta a esta editorial una apuesta más descarada por la nuevas tecnologías, estando como estaba todavía en los colores apagados y en la actualización demasiado postergada. Los que permanecemos en este limbo centroamericano debemos recurrir a Internet para comer, porque las librerías tienen una oferta sólo para vegetarianos. Pensemos que aquí sólo llega Alfaguara (la más veloz: debe estar al caer el último Vargas Llosa y, faltaría más, el nuevo libro de cuentos de Sergio Ramírez), ejemplares antiguos de Seix Barral (de cuando Cela publicaba allí) y algunas colecciones de bolsillo. Según leía en el suplemento literario de La Prensa, parece que Siruela ha descargado libros en una librería de la capital, cosa rara. Bueno, y los Premios Planeta, que son como la Coca-Cola: no hay aldea ni comunidad en que deje de haber uno. El otro día me recomendaba encarecidamente un librero que me hiciera con lo último de Mari Pau: así la llamaba él, tan amiga.

Por lo tanto, debo conformarme con la baba que resbala por mis comisuras mientras repaso la lista de novedades de mis editoriales fijas. Y el actual trimestre de Anagrama va dejando nostalgias en mi pobre intelecto: Yasmina Reza con En el trineo de Schopenhauer (digan lo que digan, Arte sigue pareciéndome un bofetón irónico de envergadura), Melissa Bank con Un lugar maravilloso (¡la hermana pequeña de Woody Allen, la llaman! Si esta tarde, ay, pudiera pasar por La Central, acariciaría un ejemplar), Julian Barnes con El perfeccionista en la cocina (pese a mis connotadas inclinaciones por al literatura anglosajona, hace tiempo que Barnes dejó de interesarme, y este libro alimenticio no me atrae nada), Vikas Swarup con ¿Quiere ser millonario? (éste es precisamente uno de los alicientes de la criatura de Herralde: descubrir autores completamente desconocidos y poder lanzarse a la piscina con los ojos cerrados: siempre está llena de agua. Además del placer de comprar libros que esperamos desde hace meses, quién no ha experimentado el placer de comprar a ciegas, apostando por un sello del cual esperas un determinado tipo de literatura), y una reedición de perlas de la Generación Beat: Ginsberg, Burroughs y Cassady (en este caso nunca fueron santos de mi devoción, pero es una de las columnas vertebrales de la editorial: tanto como la literatura gay, la generación Granta o la metaficción hispánica).

De la colección gris, me gustaría destacar el libro Tor, del periodista Carles Porta. Se trata de un curioso caso de recreación, entre la novela y el ensayo, sobre un hecho acaecido en una pequeña montaña catalana. No hay aquí diabluras estilísticas ni transgresiones formales: estamos hablando de un libro de corte periodístico pero que cuenta una historia tan brutal y absurda a un tiempo que encoge el alma. El Odio en mayúsculas. Cuando un autor encuentra un hilo y tira de él y se da cuenta de que allí hay historia, debe ser lo más excitante: salvando las quilométricas distancias, recuerdo cuando Capote comienza con una simple entrevista y haciendo una visita al lugar de los hechos, y en un preciso instante dice que piensa quedarse más tiempo allí: ya está vislumbrando la historia de A sangre fría. Carles Porta se fue a Tor a filmar treinta minutos de reportaje y se encontró con un entramado que merecía libro: Tampoco Laurence Rees tuvo suficiente con la televisión, y eso que lo suyo era una serie completa. Demostración perfecta de que a ciertas tramas la imagen les encoge las metáforas y precisan de la letra escrita para derramar sus complejas conexiones.

Y me permitiré hacer un apunte final sobre el Mundial, con la venia que me otorga la publicación de Dios es redondo, de Juan Villoro, en la colección Crónicas. Es mi primer mundial fuera de España y es de los pocos motivos que, en dos años y medio, han estrechado distancias entre mis dos continentes. No hay partido que no sea televisado y esta comunión catódica ocasiona raras sensaciones: los países van metiendo goles y al día siguiente todo el mundo sabe quién ha ganado. Recibo felicitaciones: un 4-0 da mucho de sí. Cierto que en la muerte de Rocío también me dieron el pésame, pero ahora las reacciones son más espontáneas y abren conversaciones:

-Ah, español? Está fuerte, el equipo: vais a llegar lejos.

Mientras espero a Banville, sigo la pelota y miro cómo rueda, y me asomo así a la única realidad que ahora importa.

martes, 13 de junio de 2006

Dos tragedias simultáneas

Hay veces en que se producen agradables coincidencias y nos damos cuenta sobre la marcha, sin acabar de reconocerlas hasta que ya hemos asimilado buena parte de sus efectos. Sin ir más lejos, y mientras sigo adentrándome por el lodo de Auschwitz (lodo debido a su densidad temática y a la incómoda realidad de cada dato, porque el estilo es de una claridad diáfana) he caído en las garras de una pequeña historia incluida en el número 2 de la revista Granta en español. Su autor: Tim Tzouliadis. Su título: “Los olvidados”.

El relato comienza de una manera magistral, con el dibujo de una fotografía de un equipo de béisbol. Se trata de un grupo de ciudadanos norteamericanos que, en plena época de la dictadura estalinista, viajan a la Unión Soviética en busca de oportunidades. Qué excelente broma del destino vista desde el inicio del siglo XXI: los americanos buscan en la URSS el paraíso perdido que, ajeno a los embates de la economía de mercado, les resolverá su situación inestable. Todos viajan con sus conocimientos a cuestas: los obreros de la Ford con su experiencia en fabricar coches, los jóvenes con sus licenciaturas técnicas... Y la apariencia externa del nuevo destino no puede ser más prometedora: salarios mejores, casas acondicionadas para los nuevos trabajadores, vehículos gratis. Cada quién convenció a su vecino para seguir el mismo camino y empezar una nueva vida.

Los primeros meses cumplen con las expectativas. Tanto es así, que en los barrios habitados mayoritariamente por estadounidenses se recrean costumbres del país de origen, como es el caso de la formación de pequeñas ligas de béisbol. El escaparate que ofrece el país a primera vista es alentador, y puede decirse que los inmigrantes viven momentos de felicidad: ninguno de ellos siquiera imagina la inmundicia que se esconde detrás de la cortina.

Poco a poco, el relato se va adentrando en la oscuridad y llegan los espasmos del horror: detenciones arbitrarias, torturas inconcebibles, acusaciones desquiciadas, y para los que han logrado sobrevivir al infierno, el viaje final y casi siempre definitivo hacia el gulag. Del equipo de béisbol, de la foto del inicio, sólo dos personas han sobrevivido y dan su testimonio para la que la palabra de Tzouliadis la transforme en esta pequeña historia brillante, muy estremecedora. Sólo este ejemplo para conocer el alcance de la tragedia: uno de los protagonistas es detenido y llevado ante un adiposo policía de la NKVD, que medio borracho le interroga sobre sus supuestas (y fantasiosas) actividades contrarrevolucionarias. Ante el silencio del interrogado, le ordena ponerse contra la pared y con la mayor tranquilidad y aplomo le descarga tres puñetazos en el costado izquierdo y tres en el costado derecho, a la altura del hígado. El policía se tomaba su tiempo para realizar cada acometida: no había ninguna prisa. El primer día, el acusado logró mantenerse en pie, no así a partir del segundo. Más de cincuenta días aguantó la paliza sin abrir la boca ni firmar ningún papel: descompuesto por dentro, sangraba abundantemente por la nariz, la boca, el culo y los ojos. Al fin, después de otros episodios de crudeza imposible, termina en un tren que atraviesa toda Rusia en dirección a los campos de trabajo helados.

Estos episodios, leídos a la par que el tremendo Auschwitz de Laurence Rees, convocan a la reflexión sobre la magnitud de las tragedias del siglo XX y sobre el impacto que han tenido en la historia transmitida. Es decir, sobre las diferentes miradas que han reunido y la posterior repetición mediática que ha sido agrandada por cualquier soporte: los libros, el cine, el documental televisivo. No en vano, el título de este relato (“Los olvidados”) invita también a pensar en la diferente consideración de las víctimas que han tenido los conflictos pasados. No sólo es cuestión de cifras: los millones de desaparecidos en las estepas rusas entre 1939 y 1945 tienen su traslación en la ingente cantidad de muertos que ocasionó el holocausto nazi, y aquí no hay baremos que valgan. Lo importante es entender la situación en cada contexto y no olvidar que mientras en la Europa nazi se detenía a los judíos y a otros proscritos, en el Moscú estalinista se hacía lo mismo con cualquier sospechoso de ir en contra de los preceptos del partido comunista, y los resultados finales se parecen con alarmante igualdad. Quizá la gran diferencia, y lo explica bien Rees en su libro, es que mientras los alemanes vivían relativamente al margen de la catástrofe (su propia vida no corría peligro, mientras se mantuvieran ajenos a todo) el caso de la Unión Soviética de Stalin era el perfecto ejemplo del régimen de terror: la posibilidad de que un alto dirigente fuera delatado y ejecutado era elevadísima, con lo cual debían demostrar cada día (tres puñetazos a la derecha, tres a la izquierda, sin conmiseración) que ellos eran insobornables.

Valga este breve apunte como recomendación. Ya lo hice en su momento sobre el libro de Rees, pero quien consiga recuperar este ejemplar de Granta podrá sentir aquello que nos sobreviene ante las historias bien contadas: un pequeño escalofrío al reconocernos como humanos, pero tan humanos (desengañémonos) como los que alzaban puños y manos en alto, y herían y cortaban destinos.

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Misterios de internet

Ayer, lunes 12 de junio, este blog tuvo un total de 657 visitas. Ante el asombro de su autor por el incremento de lectores, se procedió a la búsqueda del culpable y se halló en este enlace. En este caso, la cortesía se tornó avalancha.

sábado, 10 de junio de 2006

En la residencia

(Cuarta parte)

El tercer capítulo de Sábado presenta algunos aciertos de peso. Quizá el primero esté relacionado con la inmediata asociación que le sobreviene al lector respecto a su anterior novela. Ciento cincuenta páginas es lo que tarda el eco de Expiación en llegar a esta obra: tampoco es que esto fuera en sí mismo necesario, pero la sensación de recuperar algo estimable siempre es gratificante. Esa cena familiar en el castillo de Gramatticus recuerda los banquetes en casa de los Tallis, esas escenas tan británicas de gente alrededor de una mesa (no cualquier mesa: con sus candelabros y sus servilletas de lino) contándose sus éxitos y fracasos y, sobre todo, sus rencillas personales y sus odios soterrados. Briony asistía impávida a esos banquetes, como Daisy asiste incómoda a las intervenciones de su abuelo, que le recrimina asuntos literarios (recordemos que Briony, al inicio de la novela, también expresa sus dotes artísticas a través de la escritura de una obra teatral) y extiende una densa capa de neblina en los humores de la mesa. Esos rencores viejos, esas miradas torvas en familia, son aspectos que McEwan borda con los instrumentos del gran escritor.

El segundo acierto se produce en los estertores del capítulo, con la visita de Henry Perowne a la residencia donde su madre anciana reposa los embates del Alzheimer. Ya sabemos que todo eso ocurrirá desde hace horas: insisto de nuevo en el peligroso juego que el autor establece con el lector, adelantándole los acontecimientos porque no son nada más que propuestas de agenda que el protagonista quiere cumplir ese día, planes para un sábado más del calendario personal. Esa anticipación elimina cualquier elemento de sorpresa y el escritor debe someterse, desnudo, a la prueba de la calidad: su prosa debe aguantar el peso de la historia prevista y ser igualmente jugosa, apetecible para el que va leyendo e intuye lo que puede ocurrir al doblar la página. En esta línea, el episodio de la enferma y su hijo es de una sensibilidad estremecedora: de manera especial, cuando él se sienta enfrente de la anciana y sigue el curso de sus divagaciones en un duermevela consciente, atento por un lado a las inconexas frases de su interlocutora y por el otro navegando en sus preocupaciones mundanas, que esperan a la salida del asilo. Qué extrema contrariedad: la madre, a los diez segundos de despedir a su hijo, ya no recordará su cara, su recién acabada visita, su existencia; él regresará para preparar la cena y continuar el día a día que para Henry Perowne sigue siendo real, reconocible.

“En este momento, por culpa del calor y el edredón que tiene debajo, siente los ojos pesados y no puede evitar cerrarlos. Y su visita acaba de empezar”.

Esa modorra que le entra mientras ella habla sin sentido le escuece porque se ve a sí mismo vulnerando una norma básica, la del adulto que no presta atención a las palabras de su madre, ahora ya ilógicas e inconexas. Por un momento también él se ve en la otra posición, siendo un viejo padre frente al hijo músico que sólo piensa en marcharse a tocar un blues y escapar del monólogo surreal.

(continuará)

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La disyuntiva de Javier Marías es peliaguda: aceptar significa sentarse al lado del Excmo. Sr. D. Martín de Riquer Morera, Excmo. Sr. D. Antonio Colino López, Excmo. Sr. D. Miguel Delibes Setién, Excmo. Sr. D. Carlos Bousoño Prieto, Excmo. Sr. D. Manuel Seco Reymundo, Excmo. Sr. D. Francisco Ayala y García Duarte, Excmo. Sr. D. Valentín García Yebra, Excmo. Sr. D. Pere Gimferrer Torrens, Excmo. Sr. D. Gregorio Salvador Caja, Excmo. Sr. D. Francisco Rico Manrique, Excmo. Sr. D. Antonio Mingote Barrachina, Excmo. Sr. D. José Luis Pinillos Díaz, Excmo. Sr. D. Francisco Morales Nieva, Excmo. Sr. D. Francisco Rodríquez Adrados, Excmo. Sr. D. José Luis Sanpedro Sáez, Excmo. Sr. D. Víctor García de la Concha, Excmo. Sr. D. Eduardo García de Enterría y Martínez-Carande, Excmo. Sr. D. Emilio Lledó Iñigo, Excmo. Sr. D. Luis Goytisolo Gay, Excmo. Sr. D. Mario Vargas Llosa, Excmo. Sr. D. Eliseo Álvarez-Arenas Pacheco, Excmo. Sr. D. Antonio Muñoz Molina, Excmo. Sr. D. Ángel González Muñiz, Excmo. Sr. D. Juan Luis Cebrián, Excmo. Sr. D. Ignacio Bosque Muñoz, Excma. Sra. Dª Ana María Matute, Excmo. Sr. D. Luis María Anson Oliart, Excmo. Sr. D. Fernando Fernán Gómez, Excmo. Sr. D. Luis Mateo Díaz, Excmo. Sr. D. Guillermo Rojo, Excmo. Sr. D. José Antonio Pascual, Excma. Sra. Dª Carmen Iglesias, Excmo. Sr. D. Claudio Guillén, Excmo. Sr. D. Luis Ángel Rojo, Excma. Sra. Dª Margarita Salas Falgueras, Excmo. Sr. D. Arturo Pérez-Reverte, Excmo. Sr. D. José Manuel Sánchez Ron, Excmo. Sr. D. Carlos Castilla del Pino, Excmo. Sr. D. Álvaro Pombo y García de los Ríos, Excmo. Sr. D. Antonio Fernández Alba y Excmo. Sr. D. Francisco Brines.

No aceptar supone conformarse a pasar el resto de tu vida sentado a orillas de Juan Ranz, Víctor Francés y Jacobo Deza. Que no es poco.

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Arduina dio el aviso, y el verbo se hizo carne: La crisis trujimán, Arbustos y prisiones, La hoguera del secreto, y lo que nos queda por venir.