viernes, 29 de enero de 2010

Juguete roto

He seguido a Arcadi Espada desde hace bastante tiempo, pero mi verdadera adicción nació a partir del blog "Diarios", que mantuvo activo durante unos cuantos años en internet y que acabó convirtiéndose en un par de volúmenes editados. Aunque la idea de fondo fuera la crítica de la prensa y el metaperiodismo, el blog le servía para arremeter contra sus principales fobias: el nacionalismo (en especial el catalán), la moderación de mucha gente hacia las viles formas de terrorismo (el mirar hacia otro lado) y la socialdemocracia. Aunque mi actitud ante la vida no coincidía muchas veces con sus postulados, me atraía la provocativa mirada de Espada y me instigaba intelectualmente a rebatir sus escritos. Yo, ante la inteligencia, tome el color o la ideología que sea, me quito el sombrero.

Arcadi Espada es un ser inteligente. Como Andrés Trapiello, pongamos. Cierto que le pierden a menudo las formas, y no por la vehemencia sino por el sincretismo: desentrañar alguno de sus textos o frases requiere un ejercicio mayúsculo de interpretación, porque aquello que parece expresar no suele coincidir con la lectura más soterrada que esconde cada sentencia, siempre hay algo más debajo. Quizá haya un poco de masoquismo en el lector habitual de Espada, quién sabe. Lo cierto es que después he procurado seguirlo en sus columnas de "El Mundo" y en algún que otro libro publicado, casi siempre con gozo.

Le faltaban dos cosas para la posteridad: un gran proyecto periodístico moderno, al que ahora me referiré, y un gran libro de fondo, que todavía está pendiente. Quiero decir que, por ahora, sus libros han sido breves obras, casi manuales, sobre sus ideas acerca del periodismo o sobre temas en los que ha pensado e investigado, pero sin profundizar verdaderamente. Como si no tuviera tiempo, vamos. Sólo Raval es un reportaje algo más completo y cerrado, pero el resto son ideas brillantes acumuladas que requerirían una tesis más compleja. Pero Arcadi escribe así: escueto, con frase breve y punzante, buscando la comparación sorprendente y sagaz, y parece que no esté para tochos profundos a lo Pinker.

Personaje polémico y provocador, lanzó a finales del año pasado, arropado por un grupo de jóvenes periodistas, un nuevo medio de comunicación: Factual era un diario escrito exclusivamente para internet y con acceso restringido a los suscriptores de pago ("el periodismo no se vende, el periodismo se compra", era el lema de lanzamiento), y con un ideario estimulante. Yo, que he sido lector incansable de periódicos desde que tengo uso de razón, entiendo como nadie la necesidad de renovar el medio y desvincularlo de los grandes intereses empresariales. Un diario creado para internet era una apuesta arriesgada, pero si alguien podía liderarla en este país era Arcadi Espada.

El miércoles 27 estuve en la redacción de Factual, en la zona alta de Barcelona y cerca de la pastelería Sacha, como no podría ser de otra manera. Nada que ver con las parafernalias surgidas de las correrías de Redford y Hoffman: una planta baja comercial reconvertida en una redacción blanquísima, con Arcadi en una pecera y una sala de reuniones de pequeñas dimensiones. Mucho joven sobradamente preparado, ordenadores de diseño y la inmediatez que siempre se adivina en este tipo de espacios: alguien descubre algo en la pantalla, muchos se arremolinan entorno, algún grito y cada quien de nuevo a su mesa.

Me levanto al día siguiente y leo en Factual que Arcadi tira la toalla. Problemas con el concepto original del periódico y dificultades para financiarlo: libertad y dinero, el problema de todos. ¿Tiene sentido continuar en la aventura sin el capitán? Un proyecto como este iba asociado de manera radical con el mensajero, y muerto éste, el barco puede zozobrar en cuestión de horas. Nada de esto se nos dijo en la visita a la redacción: las aguas entraban en la bodega pero alguien tapaba los boquetes para que no se notara hasta el jueves.

¿Era todavía pronto para impulsar un producto virtual de pago? Los grandes medios han fracasado en esta línea y tuvieron que abrir sus webs a todo tipo de público. Pero Factual incorporaba algunos elementos de valor añadido: el concepto de Tercera Cultura como sección, la visión cientifista del mundo, un uso acertado de los links en cada noticia, el doble formato entre periódico diario y actualización inmediata... aunque también adolecía de falta de profundidad en muchos temas, selección de noticias muy discutible, contenidos algo escasos y un diseño limpio pero demasiado esquemático.

Lo dicho: sin Espada, muchos compañeros irán desapareciendo y todo parece indicar que al proyecto no le queda mucha vida, si es que no está muerto ya. Pero habrá que cuidarse con un nuevo proyecto futuro, porque otro fracaso no habrá suscriptor que lo aguante, nos hemos vuelto demasiado suspicaces. Por lo pronto, yo bajé hasta Sacha y me zampé (perdón: degusté) un croissant de crema y una coca de vidrio. Porque la vida sigue, qué caramba.
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Si mi pidieran que escogiera una foto de un solo escritor, una que reflejara lo mejor y lo peor de la literatura, sus gozos y sus sombras, sin duda sería ésta, de sobras conocida:



Y no lo he dicho hasta hoy, el peor día para decirlo.

viernes, 22 de enero de 2010

Excusa para mi silencio

Haití, claro. Estuve una semana en la isla durante el pasado mes de agosto, recorriendo de punta a punta este pedazo de la América africanizada. El caos absoluto que se narra en el periodismo de Coronel Tapioca llega intermediado por la mirada de asombro de quien tiene un ático en Madrid con todos los enseres en su lugar. Nadie dice, porque a nadie interesa tras un terremoto, que los niños haitianos iban siempre bien vestidos por la calle y que los mercados informales funcionaban, incluso sin Estado y en la precariedad inherente a un país en vías de desarrollo. Una de estas mañanas vi la foto de un linchamiento, como quien asiste al espectáculo pornográfico del día. La miseria necesita podredumbre para seguir siendo miseria, y las cámaras deben apuntar a ella: cuando las personas pierden la dignidad, la prensa se ha avanzado y la ha perdido desde hace mucho tiempo. Y esto que escribo no pretende minimizar la tragedia de Haití: la amplifica, para quien quiera y sepa leer entre líneas.

Ante las tragedias humanitarias hay que hacer como en los quirófanos: no molestar y dejar trabajar al cirujano. Pero en las tragedias humanitarias siempre hay micrófono interpuesto, con el argumento de que ayudará a sensibilizar a la población. Cierto: en la estación de tren ya hay máquinas expendedoras para echar monedas por Haití, pero la reflexión queda sepultada ante el instinto básico. ¡Si fueran sólo monedas lo que necesitaran! Pero esta es la tercera tragedia en seis años, en el mismo lugar y ante el mismo escenario internacional. Construir un Estado y unas instituciones requieren, después de la ayuda inmediata y de la reconstrucción, algo más. Mucho más. Más que nada porque la cuarta tragedia está al llegar.

[No puedo actualizar el blog con la agilidad que quisiera, porque Haití también me tiene ocupado por razones laborales. La literatura, en estas condiciones, puede esperar]

lunes, 11 de enero de 2010

¡Texto, texto!

Siempre que vengo a Barcelona intento no perderme ningún montaje de Àlex Rigola en el Teatre Lliure. Aunque dentro de pocas semanas se repone 2666, aproveché también la ocasión para ver Rock'n'roll, éxito indiscutible la pasada temporada y que ha regresado estas fiestas navideñas en la sala de Montjuïc. De más está decir que entonces me la perdí por incompatiblidad de fechas y ahora pude salvar mi deshonra.

Rigola ha ido creciendo como director taetral al mismo ritmo que el Lliure ha terminado por ser el mejor teatro de la ciudad: una programación cuidada, siempre de riesgo, con miradas a propuestas renovadoras y aprovechando el buen caudal interpretativo que hace años pulula por la capital catalana. Y de Rigola siempre espero la provocación comedida, la de aquellas personas que buscan no sólo epatar (al estilo ya muy cansino de Calixto Bieito) sino provocar nuestras más íntimas pasiones, miedos y pensamientos. Sus versiones siempre son realzadas por plateas móviles, escenarios múltiples y juegos electrónicos de todo tipo, pero nada es gratuito.

Yo iba este viernes al teatro como siempre: sin querer saber nada previamente de la obra y dejándome empapar de la propuesta del director, a pelo. Incluso cuando voy a ver un Hamlet lo hago con pocas referencias de la crítica, sólo impulsado por una compañía teatral que me atraiga: es la mejor manera de llegar a esa provocación posible sin prejuicios de ningún tipo.

Es por ello que la sorpresa ante Rock'n'roll fue mayúscula, por la simple razón de que yo iba a ver a Rigola y me encontré (¡feliz encuentro!) con Tom Stoppard. En espíritu y en cuerpo, como luego contaré. No quiero con esto quitarle méritos al director, pues estuvo en lo suyo: dos gradas frente a frente y en medio un jardín británico que se transformaba, con mínimos cambios de decorado, en una habitación checa. Música impecable, con lo mejor del rock setentero y ochentero que culmina, de manera atronadora, con el Start me up de los Stones. Escenas corales para aplaudir a rabiar (la última, impecable). En fin: lo esperado, que siempre es mucho.

La sorpresa vino porque todo este montaje quedó todavía superado por la magia del texto de Stoppard. Ya desde los primeros minutos se veía que esto iba en serio, que aquí no se trataba de escuchar y ver un distendido cruce de diálogos sino que cada uno de ellos escondía frases como puños, balas de gran calibre. Y por eso, también sorprendentemente, los actores de Rigola se movían menos que nunca, pues aquí lo que importaba era lo que decían y menos todo lo demás. Ante la magnitud del texto, parecía que el resto era accesorio.

Es difícil resumir en pocas líneas los temas que aparecen en Rock'n'roll. En el trasfondo está la historia de Europa desde la primavera de Praga hasta la caída del muro de Berlín, pero aunque en apariencia pueda parecer una obra política, a Stoppard le interesan muchas otras cosas: la libertad personal supeditada a la ideología común; el choque entre la racionalidad y la espiritualidad (intenso diálogo entre Lluís Marco y Rosa Renom, el uno aduciendo que el amor es un proceso químico y la otra defendiendo el sentimento puro); la pérdida de la utopía, o el paso de la juventud revolucionaria a la madurez adocenada; la inteligencia al servicio de una causa o al servicio de la cultura de masas; el desengaño por las grandes ideas, que es el desengaño por la gente que las abanderó. Y todo alrededor de una familia y unos amigos al borde del precipicio del siglo XX, donde lo cotidiano y lo colectivo se mezclan de manera asombrosa.

Aunque la puesta en escena de Rigola es el vehículo perfecto para trasladarnos esta obra, dan ganas, mientras saludan los actores, de levantarse de la silla y gritar "¡texto, texto!" para aplaudir al verdadero protagonista de la noche. Y en estas que sale el propio Rigola, en la tercera salida del elenco, y eso que no estamos en día de estreno, así que algo extraño ocurre. Nos invita a callar un momento y anuncia con satisfacción que el mismísimo Tom Stoppard se halla hoy entre nosotros, tres filas detrás de mí. El público arranca de nuevo en una sonora ovación y yo miro de reojo a este portento con su gabardina Bogart, su melena canosa desmadejada y su mirada escéptica, y me pregunto si después de Fo y Pinter llegará su turno. El hombre saluda tímidamente y yo me siento incapaz de proferir ni un simple congratulations desde mi escasa distancia. Pero al menos yo habré estado ahí, a tres metros de la gloria, una noche helada y antipática como pocas.

Como no tenía previsto comprar el libro, pasé de largo por delante de la librería y corrí a resguardarme del frío. Stoppard tampoco apareció en el vestíbulo, ya sólo los ecos del texto flotaban en el ambiente y un suave murmullo de música rock.
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Hay premios a los que sólo les queda la dignidad de su pasado, pero cuando se pierde la exigencia literaria, el riesgo y el criterio artístico, también se puede perder lo primero. Así el Nadal.

lunes, 4 de enero de 2010

Hay vida inteligente


Al final, como no podía ser de otra forma, no he comenzado a escribir mi diario en este 2010. Pero tengo una excusa fenomenal, precisa: he descubierto que el mejor diario ya está escrito, o mejor, está en proceso de escritura desde el año 1987, así que mi propuesta era más que inútil. Pero he cumplido, por tanto, uno de los objetivos que me había planteado para el año nuevo: meterme de lleno en la lectura de los diarios de Andrés Trapiello.

El primer volumen, El gato encerrado con el que ahora gozo, se editó en 1990 pero recogía los apuntes de tres años atrás. Posteriormente, la diferencia entre lo vivido y lo editado ha aumentado a cinco o seis años. En cualquier caso, da igual: este Salón de pasos perdidos (una novela en marcha, definición que se me antoja de lo más irónico) va más allá de la actualidad concreta de un día o de hechos remarcables del calendario: aunque parece que los volúmenes posteriores han ido aumentando en tamaño y ambición (no sé si eso repercute en el esquema narrativo de los diarios), El gato encerrado reúne prosas en orden cronológico pero sin fecha ni indicio alguno de precisión temporal. Yo leo el libro 23 años después y nada ha perdido de actualidad.

No solo acabo de entrar en los diarios, sino también en Trapiello. Era una deuda pendiente, lastrada por ser un autor que acumula tan buenos admiradores como perversos críticos, y esa dicotomía sin matices me subleva. ¡Qué error el mío, tanto tiempo pasado sin haber descubierto esta prosa! Coincide, además, con muchas decepciones literarias recientes, y este libro ha sido un soplo de aire fresco y necesario.

Hay un elemento clave que para mí resume en una frase todo el enamoramiento: Andrés Trapiello se dirige a un lector inteligente. Así de simple. Esta constatación parte de dos evidencias: no hace concesiones a la mirada fácil y no llega a conclusión alguna a lo largo de los centenares de textos que llenan las páginas. Sobre lo primero, baste este fragmento:

La nostalgia de la poesía es como el recuerdo de un perfume: por más que tengamos la sensación, no volveremos a saber de él hasta que nos hiera de nuevo en la realidad, no en la memoria.

Este tipo de sentencias, tan gratas a muchos lectores fugaces, no pueden leerse una sola vez en Trapiello. Hay que regresar al principio y volver a leer, pues el fogonazo inicial deviene, en una segunda mirada, un caudal de sensaciones. El autor, y enlazo con mi segunda idea, no pretende hablar ex catedra ni convertirse en maestro de nada. Es un mero observador dotado del don de la palabra y expone, de manera seca pero a través de un aguijón certero, su experiencia del hecho. También es un participante y un cronista de su propia realidad cotidiana, pero jamás se fija en lo ampuloso o en lo más visible: el color de una flor, el recuerdo de un libro o de un verso son su divisa:

Recuerda a Cervantes: "En primer lugar se premia el favor. En segundo, el mérito". Si Cervantes viviera, el primer premio Cervantes se lo hubiera llevado Lope de Vega. Sin dudarlo.

Se entra y se sale de cada jornada como de puntillas, sin principios ni finales. Evitando la moraleja se evita que la literatura pase a ser una construcción demasiado artificial, y así la vida penetra mejor en cada párrafo. Como cuando Trapiello confiesa que sigue de vez en cuando a alguna mujer por la calle, siempre desconocida y siempre de espaldas: el tema es el paseo y no ninguna hazaña que vaya a lograr (No busco nada en ellas sino a ellas mismas).

No siempre se logra alcanzar la brillantez, cosa lógica en un proyecto tan enciclopédico, pero todo se perdona por las páginas punzantes que nos iluminan aquí y allá. Pienso, por ejemplo, en la descripción del entierro de un primo (T. es su nombre, llamado por siglas como todo el mundo aquí) que termina siendo una descripción de la muerte en su más vasto sentido, centrando la mirada en circunstancias conocidas pero que adquieren una novedosa y brutal sinceridad: el cadáver en el tanatorio, el cortejo fúnebre (Nos parábamos en los semáforos del camino, como todo el mundo, y mirábamos a los ocupantes de los coches que teníamos al lado, preguntándonos: "¿Éste será o no será de los nuestros?"), la desbandada de los asistentes y un frugal banquete doméstico para los familiares, entre lágrimas y embutidos. Si al lector no se le hiela la sangre ante este fragmento, que se lo haga mirar.

Todavía no he terminado el volumen porque intento demorarme lo más que puedo: no quiero que esto termine, por mucho que después me quede una docena de libros más esperando y quién sabe los que están por venir. Además es una lectura propicia para cualquier lugar: dosis mesuradas que se adaptan a un tranvía o a una noche de insomnio. Un buen descubrimiento para comenzar el año.