He estado cuatro días en Madrid y no he visto a Trapiello. Esto en sí mismo ya es una noticia. Cada vez que regreso a Madrid, e intento hacerlo al menos una vez al año, sigo teniendo la misma sensación de estar metido en un cuadro de Gutiérrez Solana. No encuentro por ningún lado la profiláctica pátina de diseño que impregna cada calle de Barcelona, que la hace tan higiénica y a la vez tan irreal. En Madrid tengo la sensación de que al doblar cada esquina voy a tropezarme con un escritor, y no uno de nueva hornada: con Ramón, con Valle o con el mismísimo Baroja. Supongo que esto tiene relación con la zona por la que me muevo en mis paseos, siempre Sol y alrededores, y lo más lejos que llego es al Paseo del Prado y al Retiro. Entre museos de jamón, teatros de comedias españolísimas, hombres anuncio buscando piezas de oro, tabernas de vino y tapa, carteles de corridas y putas tristes en Montera, parece que el tiempo no transcurre o lo hace a un ritmo distinto al de mi ciudad.
Para tropezarme con Trapiello lo tenía relativamente fácil: bastaba con alargar mi viaje hasta el domingo y darme un paseo por el Rastro. También intento siempre coincidir con Marías, cruzando como quien no quiere la cosa por la plaza en la que habita, pero jamás he logrado que él salga del portal mientras yo paso por delante. Al fin y al cabo, lo del Madrid literario debe ser un imaginario azuzado por lecturas y pinturas y no un espacio real, pero no puedo evitar la misma sensación cada vez que piso la ciudad.
El sábado a media mañana, camino del Retiro, decidí entrar por la puerta de Moyano, con lo cual me obligaba a pasar por delante de la treintena de casetas de libros que a esa hora estaban todas abiertas. Hay pocos libreros que presenten género de calidad (primeras ediciones, obras de culto) y sí mucho resto de bibliotecas jubiladas. Casi todo el material corresponde a ediciones de la segunda mitad del siglo XX, de nulo interés bibliófilo y de editoriales comerciales (Bruguera, Planeta, Seix-Barral) pero que sirve para hallar a buen precio alguna obra que puede estar descatalogada.
Lo mejor de estos paseos, más que detenerse en cada lomo, consiste en escrutar el tipo de personal que por allí se deja caer. Mayoritariamente es gente de mediana edad o de edad ya avanzada, con pinta de buscar alguna oferta plausible y que no repara demasiado en el valor literario del producto. Son lectores habituales pero poco dados a separar grano y paja: vi a gente que así como le hincaba el diente a Agatha Christie lo hacía con Umbral, la cuestión es tener lectura para la tarde a un precio más que módico. El 90% de mis vecinos eran hombres, lo cual hacía aún más decrépito el pasear.
Y lo mejor de la mañana ocurrió en una de las casetas: su dueño, un viejo de mucho temple y pocas fuerzas, comenzó a destripar cajas de cartón que con toda seguridad provenían de algún domicilio cuyos dueños habían decidido deshacerse de su biblioteca (supongo, para ser más preciso, de algún difunto cuyos hijos estaban liquidando los estantes del padre, que tan esmeradamente los fue llenando y ordenando en vida y que ahora, de un día para otro, pasaban a ser kilos de papel inservible). Asistir en la cuesta de Moyano a uno de estos momentos es todo un espectáculo, patético y atractivo a la vez: mientras el viejo iba desparramando el contenido de las cajas encima de unas mesas, sin tiempo siquiera para colocar la mercancía en un cierto orden, unos veinte hombres se agolpaban alrededor a la caza de quién sabe qué volumen preciado. Me asomé al banquete, como un ave de rapiña más, y sólo acerté a ver novelas de bajo costo, colecciones de libros de periódico y cintas de VHS, pero la escena sugería que alguna joya debería estar escondida en algún lugar, pues los herederos (en su ignorancia supina) habrían empaquetado entre los libros de bolsillo alguna que otra perla cotizada. Me quedé diez minutos por ahí, contemplando el mal trato que deban los individuos a la mercancía y cómo alguno salía con algo entre las manos, sin duda no el diamante en bruto por el que había peleado inútilmente.
Proseguí mi paseo hacia el Retiro, para matar las horas previas al avión que partía hacia Barcelona. Me quedó un gusto acre en la boca, como si tanto papel añejo acumulado hubiera llegado a mis entrañas, y como si la visión de esas pilas de libros que un día fueron objeto preciado y hoy material de derribo me hubieran puesto melancólico. Ni los gorriones lograron aplacar mi inquietud.
El azul del cielo
Hace 20 horas
4 comentarios:
Le ha quedado muy Salón de pasos perdidos...Sólo le ha faltado mencionar a Gaya...
¡Bien visto! Ha sido un homenaje involuntario a Trapiello, y sólo me he dado cuenta al releer lo escrito. Pero yo me niego a llamar por X. a mis congéneres, por ahí sí que no paso.
pues yo creo que le vi al doblar una esquina, pero como usted lleva ese nick tan feo no le dije nada.
Mal hecho, hubiera usted disfrutado de una conversación de altura, y no le daré una segunda oportunidad (escurriré el bulto la próxima vez, agazapado bajo mi abrigo).
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