Siempre que vengo a Barcelona intento no perderme ningún montaje de Àlex Rigola en el Teatre Lliure. Aunque dentro de pocas semanas se repone 2666, aproveché también la ocasión para ver Rock'n'roll, éxito indiscutible la pasada temporada y que ha regresado estas fiestas navideñas en la sala de Montjuïc. De más está decir que entonces me la perdí por incompatiblidad de fechas y ahora pude salvar mi deshonra.
Rigola ha ido creciendo como director taetral al mismo ritmo que el Lliure ha terminado por ser el mejor teatro de la ciudad: una programación cuidada, siempre de riesgo, con miradas a propuestas renovadoras y aprovechando el buen caudal interpretativo que hace años pulula por la capital catalana. Y de Rigola siempre espero la provocación comedida, la de aquellas personas que buscan no sólo epatar (al estilo ya muy cansino de Calixto Bieito) sino provocar nuestras más íntimas pasiones, miedos y pensamientos. Sus versiones siempre son realzadas por plateas móviles, escenarios múltiples y juegos electrónicos de todo tipo, pero nada es gratuito.
Yo iba este viernes al teatro como siempre: sin querer saber nada previamente de la obra y dejándome empapar de la propuesta del director, a pelo. Incluso cuando voy a ver un Hamlet lo hago con pocas referencias de la crítica, sólo impulsado por una compañía teatral que me atraiga: es la mejor manera de llegar a esa provocación posible sin prejuicios de ningún tipo.
Es por ello que la sorpresa ante Rock'n'roll fue mayúscula, por la simple razón de que yo iba a ver a Rigola y me encontré (¡feliz encuentro!) con Tom Stoppard. En espíritu y en cuerpo, como luego contaré. No quiero con esto quitarle méritos al director, pues estuvo en lo suyo: dos gradas frente a frente y en medio un jardín británico que se transformaba, con mínimos cambios de decorado, en una habitación checa. Música impecable, con lo mejor del rock setentero y ochentero que culmina, de manera atronadora, con el Start me up de los Stones. Escenas corales para aplaudir a rabiar (la última, impecable). En fin: lo esperado, que siempre es mucho.
La sorpresa vino porque todo este montaje quedó todavía superado por la magia del texto de Stoppard. Ya desde los primeros minutos se veía que esto iba en serio, que aquí no se trataba de escuchar y ver un distendido cruce de diálogos sino que cada uno de ellos escondía frases como puños, balas de gran calibre. Y por eso, también sorprendentemente, los actores de Rigola se movían menos que nunca, pues aquí lo que importaba era lo que decían y menos todo lo demás. Ante la magnitud del texto, parecía que el resto era accesorio.
Es difícil resumir en pocas líneas los temas que aparecen en Rock'n'roll. En el trasfondo está la historia de Europa desde la primavera de Praga hasta la caída del muro de Berlín, pero aunque en apariencia pueda parecer una obra política, a Stoppard le interesan muchas otras cosas: la libertad personal supeditada a la ideología común; el choque entre la racionalidad y la espiritualidad (intenso diálogo entre Lluís Marco y Rosa Renom, el uno aduciendo que el amor es un proceso químico y la otra defendiendo el sentimento puro); la pérdida de la utopía, o el paso de la juventud revolucionaria a la madurez adocenada; la inteligencia al servicio de una causa o al servicio de la cultura de masas; el desengaño por las grandes ideas, que es el desengaño por la gente que las abanderó. Y todo alrededor de una familia y unos amigos al borde del precipicio del siglo XX, donde lo cotidiano y lo colectivo se mezclan de manera asombrosa.
Aunque la puesta en escena de Rigola es el vehículo perfecto para trasladarnos esta obra, dan ganas, mientras saludan los actores, de levantarse de la silla y gritar "¡texto, texto!" para aplaudir al verdadero protagonista de la noche. Y en estas que sale el propio Rigola, en la tercera salida del elenco, y eso que no estamos en día de estreno, así que algo extraño ocurre. Nos invita a callar un momento y anuncia con satisfacción que el mismísimo Tom Stoppard se halla hoy entre nosotros, tres filas detrás de mí. El público arranca de nuevo en una sonora ovación y yo miro de reojo a este portento con su gabardina Bogart, su melena canosa desmadejada y su mirada escéptica, y me pregunto si después de Fo y Pinter llegará su turno. El hombre saluda tímidamente y yo me siento incapaz de proferir ni un simple congratulations desde mi escasa distancia. Pero al menos yo habré estado ahí, a tres metros de la gloria, una noche helada y antipática como pocas.
Como no tenía previsto comprar el libro, pasé de largo por delante de la librería y corrí a resguardarme del frío. Stoppard tampoco apareció en el vestíbulo, ya sólo los ecos del texto flotaban en el ambiente y un suave murmullo de música rock.
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Hay premios a los que sólo les queda la dignidad de su pasado, pero cuando se pierde la exigencia literaria, el riesgo y el criterio artístico, también se puede perder lo primero. Así el Nadal.
La clase de griego, por Han Kang
Hace 8 horas
3 comentarios:
Cuando leí que ibas a ver esta obra estaba segura de que te gustaría. Pero lo de coincidir con Tom Stoppard.... qué envidia!
Estas coincidencias me superan. ¿Qué decirle a este hombre sin haber preparado una sola frase antes? El lector frente al autor: ¡demasiada altura nos separa!
Estoy motivada: he empezado Arcadia.
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