sábado, 14 de julio de 2007

Amic Joan

Con discreción y con tino, Cristina Sama anota en uno de los árboles de El Bosque la aparición del último número de El Coloquio de los perros, dedicado íntegramente a Joan Margarit. Un hallazgo, todo un trabajo de excelencia y reconocimiento hacia uno de los tres o cuatro poetas vivos más importantes del estado español, sea en la lengua que sea.

Conozco a Joan desde que yo era un chaval, por una simple cuestión de proximidad geográfica (unas cuantas calles separaban nuestras respectivas viviendas catalanas). Es por ello que me ha emocionado leer cada dedicatoria personal, desde sus amigos a su familia inmediata, y he rebuscado algunos textos que yo había escrito sobre su poesía. Este, por ejemplo, después de verle y escucharle en la televisión barcelonesa hace unos pocos años:

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Nueva sesión de altura en BTV, ayer por la noche: conversación con Joan Margarit, uno de nuestros poetas vivos más importantes.

De las numerosas perlas oídas, baste una muestra para certificar el sentido común de un poeta inmerso en la realidad, esquivo siempre a reclamarse a sí mismo con ese apelativo, si es que se trata de apuntar una profesión. La suya es la de arquitecto, y ser poeta es una manera de ir por la vida, de mirar alrededor y de dialogar con el mundo.

Para Margarit, la claridad es esencial en todo poema. Uno de los principales males de la poesía en el siglo XX fue, a raíz de las vanguardias, la aparición de unas corrientes literarias fundamentadas en la incomprensión de los textos. Lo que las vanguardias tuvieron de movimiento de ruptura también lo tuvieron de subversión del lenguaje, hasta transformarlo en algo ininteligible. A eso se apuntaron mumerosos aprendices de escritor, y encontraron un buen filón: se dedicaron a escribir poemas y a decirle a muchas personas que no los podían entender, que lo suyo era demasiado sublime como para estar a la altura de la población más cotidiana. O sea: en un país con 10, 20 o 30 años de democracia detrás, donde todo el mundo lee (un libro, el diario, el BOE) y vota con libertad, hay que decirle a alguien "lo siento, usted no es capaz de entender la poesía que yo escribo". Y ante ello, Margarit se subleva.

La poesía no cae del cielo, la poesía está esperando en cada rincón. Debajo de una mesa de un bar, detrás de una farola, en un árbol en mitad del bosque. El poeta va por la vida despierto ante cualquier detalle que le pueda sugerir que allí hay un poema, como el cazador que sigue rastros, sonidos, olores, y por ello intuye que por allí cerca hay una presa. El trabajo viene después, y esa intuición (no pasa nada si le llamamos inspiración) de dos o tres segundos, se convierte luego en un trabajo de meses.

La poesía es arte, porque jamás entramos en un poema y salimos de él de la misma manera (a no ser que estemos ante un mal poema). Eso pasa con el entretenimiento, que está ahí y cumple su función. Pero ante un poema no podemos ser los mismos después de haberlo leído. Y la magia de la poesía está en que lloramos y estamos felices de haber llorado, porque hemos aprendido algo, hemos ordenado algo en nuestro interior que nos hace ser mejores, o enfrentarnos con nuevas herramientas a una situación ya vivida. Y jamás un poema será leído igual dos veces: el poema es una partitura, y cada concertista le imprime su carácter, así como una composición de Beethoven es diferente en cada interpretación.

La poesía mala no es inocente, y no es admisible: de la misma manera que no dejamos la basura en mitad de la calle y la llevamos al contenedor, también hay que hacerlo con la mala poesía y los malos poetas, los que escriben para no ser entendidos. Y es que el poema tiene sentido cuando hay una persona que lo estaba esperando para ser leído, sin saber que les iba destinado.

Joan Margarit acaba de publicar Càlcul d'estructures en catalán, pero toda su anterior obra se encuentra traducida al español. Cuánto tardan ya ustedes en llegar a la librería de esta senda y leer.

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Ahora ya hay otro libro de por medio, Casa de misericordia, pero esas ideas expresadas en una entrevista permanecen tan válidas como antes. Háganse un favor inmenso y atrapen sus versos como quien remueve el viejo trastero de la casa, hallando pequeños tesoros ocultos por el tiempo. Yo no puedo entrar en un poema de Joan Margarit y salir de él sin cambiar: es por ello que en cualquiera de mis bibliotecas (la barcelonesa, la tropical) siempre hay al menos un libro suyo en el estante de lecturas inmediatas, por si acaso las cosas se tuercen.

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La noticia de la semana es la llegada a las librerías del último volumen de Harry Potter, y lo es hasta para la versión española del Wall Street Journal. Lógico: cuando hablamos de negocios, hasta las páginas de un libro cotizan en los mercados. Pero hay una incertidumbre sobre el final del libro, y una inquietud sobre si su revelación puede quebrantar los dividendos. Ahí es cuando se nota que ciertos redactores económicos desconocen las reglas de la literatura: Harry Potter ya murió hace tiempo, cuando su autora puso el límite de siete volúmenes a la saga (aunque ella, un Dios como cualquier otro autor, lo pueda resucitar si se le antoja en cualquier momento). También está la duda sobre si los lectores, al conocer el desenlace, preferirán no comprarlo: esa es otra de las reglas, la que explica que con un Alonso Quijano muerto y remuerto sigamos empecinados en comenzar esas líneas que dicen "En un lugar de la mancha...", y otros dejen al pobre Harry a merced de su anunciada defunción, sin ir siquiera al velorio.

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