domingo, 24 de mayo de 2009

Nancites 18

Sigo entre viajes permanentes, con maletas que no tengo tiempo ni de vaciar pues ya estoy poniendo en ellas ropa nueva, y libros en cada rincón vacío de la mochila. Llego en las noches a hoteles destartalados, en ciudades y pueblos remotos, y me dejo caer en la cama vencido por el cansancio. Sueño con intermitencias. La lectura, en estos tiempos, es un milagro.

1. Gris, amarillo... ¡Llega el rojo! (y con dos signos de admiración). Ya hace unos meses que Jorge Herralde anunció la aparición de una nueva colección bajo el sello Anagrama, "Otra vuelta de tuerca", que iba a recuperar obras del catálogo de la editorial que ya eran inencontrables o que merecían una segunda oportunidad más allá de la colección de bolsillo, que siempre sirve para estos fines. Junio es la fecha de salida para los primeros títulos, y uno de ellos es todo un acontecimiento mayor: la publicación en un solo volumen de los cinco libros autobiográficos de Thomas Bernhard (El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño), que sólo en librerías de viejo podían hallarse y algo descuartizados. Prepárense UPS y DHL, que echarán fuego con mis peticiones literarias por mensajería.

2. Si a Fernández Mallo hay que reconocerle algo es que ha sabido etiquetar a una generación. El País mismo entroniza el nombrecito y lo aplica sin mesura a cuanto tenga que ver con el chocolate espeso. O sea, a todo y a nada, que para eso sirven las etiquetas publicitarias: la generación Kronen (Mañas dixit) también sirvió en su momento para idéntico fin. O la X, todavía más indefinida. Ser etiquetador puede ser un gran mérito, sí, pero ser hacedor de contenidos ya debe ser la hostia.

3. Rafael Conte fue (es y será) lo que yo aspiro a ser algún día de manera plena y radical: un lector. Punto. Como bien contaba Juan Cruz en el obituario, la condición de crítico era secundaria en él. Lo importante era tener un libro en las manos y pasar páginas, horas y horas, como el obrero que va cada mañana a poner ladrillos, uno tras otro. He ironizado varias veces en este blog sobre Conte, diciendo que era el único crítico capaz de valorar un libro sin escribir una sola línea sobre él, y algunos pensaron que era una pulla de mi parte. Nada más lejos de la realidad: siempre he seguido a Echeverría, Gelbenzu y Conte con reverencia episcopal, así que hoy estoy mucho más solo que ayer entre mi biblioteca.

4. Por mucho que Sefarad haya gustado a tantos y a mí me dejó frío, todavía espero la gran novela que Muñoz Molina escribirá con toda seguridad. Parece que ya está en ello y que llegará en 2010.

domingo, 3 de mayo de 2009

Una cojera habitual

Continúo leyendo la novela de Iván Thays, y las sensaciones que iba dibujando en mi primera aproximación crítica se me aparecen ahora con total nitidez. Hay dos historias paralelas en este libro, que se alternan y que juegan a solaparse, pero que aun así conforman dos espacios muy diferenciados: la historia más personal del protagonista, con un hijo muerto a sus espaldas y un matrimonio que apunta al fracaso, y otra historia escrita desde el presente, vinculada a su vida profesional y que le lleva hasta Oreja de Perro para escribir unos artículos periodísticos.

En este tipo de novelas hay un riesgo que pocos logran superar: es muy difícil que ambos relatos logren interesar por igual al lector. Cuando esto se queda en un mero interés argumental, es decir, que nos sentimos más contagiados por una de las tramas porque cuentan algo con lo que nos identificamos más, el efecto es claro y no merece más comentarios. Pero cuando una de las historias es claramente superior a la otra (por sensibilidad literaria, precisión moral, mayor introspección en los personajes, fluidez narrativa) entonces la obra adolece de una cojera irremediable. La distancia entre una y otra es considerable, y caminamos página a página con piernas a distinta altura.

Es lo que ocurre en Un lugar llamado Oreja de Perro: el triángulo que forman el protagonista, Mónica y Paulo es, por momentos, sublime. La capacidad del autor por traspasar las emociones nos contagia, y cada peldaño de esta relación construye una escalera por la que siempre se sube, temiendo por sus vidas vulnerables, que son las nuestras. El narrador, que cuenta todo en primera persona, sobrepasa su voz bastante altanera y se convierte en esos capítulos en un ser debilitado pero con el aplomo suficiente para armar su pasado como un puzle quebradizo. Buena literatura, al fin.

Por desgracia, esos momentos álgidos se ven ensombrecidos por la segunda trama, centrada en los sucesos de Oreja de Perro y en otros personajes que no logran desprenderse en ningún momento del traje de meros clichés: un fotógrafo pelmazo, una chica embarazada y aprendiz de vidente, y otros seres aún más tangenciales que sólo rellenan un espacio claustrofóbico en el que transcurre la novela. Aquí no hay emoción que traspasar, pues cada anécdota no es sino un intrascendente tránsito hacia la historia verdadera, hacia las reflexiones del narrador acerca de su vida más íntima con su esposa e hijo.

Un ejemplo sacado entre cualquiera de los que impregnan esas páginas:

Abro un ojo. Cierro un ojo. El cuadro cambia de ángulo.
¿Irá Jazmín a la fiesta? Como si eso pudiera importarme ahora.
No importa.

Sin caer en la cuenta de que al lector tampoco le importa lo más mínimo si al protagonista le importa etcétera. Este bucle soporífero es un lastre terrible para el libro, pues el lector va pasando de momentos poéticos de altura (el acercamiento con Mónica en el noviazgo, beso a beso, es un prodigio de contención y sabiduría narrativa) a párrafos de una instrascendencia monumental.

Así que mi conculsión es que lo mejor de Thays está por venir, pues si logra aunar en un volumen sus aciertos y desprenderse de la hojarasca, podando la nueva novela de bagatelas superfluas, leeremos quizá algo importante. Y el día que un autor peruano logre dejar de lado la historia reciente de militares y senderistas (sólo uno!), también habrá que hacer una celebración espontánea.
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El Premio Reino de Redonda de este año ha recaído en Marc Fumaroli, el autor de la introducción a las Memorias de Ultratumba de Chateuabriand (que ya tengo programadas para leer en mi jubilación pirenaica, así de largos y optimistas son mis proyectos). Una vez más, un mérito doble: al autor premiado, indiscutible sabio contemporáneo, y a la editorial española que ha traducido alguna de sus obras , Acantilado.