No hay publicación o suplemento que no dedique estos días sus páginas a repasar lo que ha dado de sí el año, en cualquiera de sus facetas. No iba a ser menos este humilde blog, pero lo haré a mi modo, buscando aquellos chispazos que merecen ser recuperados por algún motivo en el entorno de los libros. No se trata tanto de "Lo mejor de", sino acaso de aquellos instantes fugaces que ahora vienen a mi memoria, obligadamente selectiva y siempre bastante arbitraria.
NOVELA
Ninguno de los libros de éxito me ha interesado lo más mínimo (Ruiz Zafón, Follet, Boyne, siquiera un Larsson que ahora mismo es la compra obligada en las grandes superfícies comerciales). Sí me ocurrió el año pasado con Littell, aunque mi lectura de Las benévolas ha sido casi por entero de 2008 y lo considero, además de un libro de mi actual temporada lectora, uno de los pocos ejemplos acertados en que calidad y buenas ventas se aúnan. No ha sido un buen año: McEwan ha flojeado (y por extensión la literatura british, por mucho que ahora El País la encumbre como la novela del año: quizá hablaré de es en otro post con más calma), lo francés sigue en territorios brumosos por mucho Nobel que le den, y quizá Norteamérica elude el contagio banal con Roth.
Ya al final, Acantilado nos ha servido un plato fuerte: fiel a su tradición de ir presentando en estas fechas obras descomunales (antes fueron los Ensayos de Montaigne o las Memorias de Ultratumba de Chateaubriand) nos trae ahora una novela del siglo XIX, Las confesiones de un italiano, del joven Ippolito Nievo. Buena prosa para un regalo seguro de Reyes.
POESÍA
Lo nuevo de Caballero Bonald y Joan Margarit (aunque éste último todavía en versión catalana, Misteriosament feliç) son mis recomendaciones más claras. Por cierto: Margarit ha colaborado en la traducción de otro espléndido poemario de Elizabeth Bishop.
ENSAYO
Interesantes aportaciones acerca de lo escrito y lo leído, tanto de Steiner (Los libros que nunca he escrito) como de Bayard (Cómo hablar de los libros que no se han leído.)
EDITORIALES
No siendo un gran año de la edición, el tipo lo aguantan muchas editoriales pequeñas que están haciendo selecciones bastante exquisitas de títulos. Tanto Minúscula como Libros del asteroide me parecen dos buenos ejemplos de catálogo y diseño acertados. De hecho, esta última junto a Barataria, Global Rhythm, Impedimenta, Nórdica, Periférica y Sexto Piso ganaron un Premio Nacional bien otorgado. Mis dos sellos de referencia, Anagrama y Acantilado, no han presentado grandes riesgos pero mantienen el tipo.
BLOGS
Sin grandes cambios en el mundo bloguero: mis dos grandes referencias continúan siendo Moleskine literario, de Iván Thays, y El lamento de Portnoy, de Javier Avilés. El primero, por ser un compendio de todo aquello que se cuece en la olla de la edición y que me evita la lectura incesante de periódicos y webs de referencia. Además, comparto en un grado sorprendentemente alto sus querencias y afición por determinados nombres. El segundo, por recoger la crítica y el debate sobre aspectos de la literatura que me interesan, siempre con elegancia y buen tino. No frecuento su pasión por determinado cine de género, pero incluso esos posts tienen el valor de la sinceridad: nada frecuente en este mundo virtual. Además, se ha convertido por méritos propios en un reducto de gente que lo siguen con fervor, y los comentarios que abundan no tienen desperdicio.
La sopresa del año ha sido El aprendiz al sol, de J.A. Montano, que aunque no es estrictamente un blog sobre libros, tiene ecos de Bernhard y de Junger, con una mezcla de desparpajo e intelectualismo que lo hace muy recomendable.
EL MILAGRO
Un autor que escribió un libro titulado Coños, y que ganó un premio de novela editada con una portada de Betty Page, hoy es articulista de L'Osservatore romano. Il Miracolo del año.
lunes, 29 de diciembre de 2008
jueves, 18 de diciembre de 2008
Los furibundos blogs
Ay, ay, ay. Voy a intentar ofrecer una lectura alternativa de la que se esparce estos días por mis blogs más queridos. Una lectura, digo, del último artículo de Javier Marías en el suplemento dominical de El País. ¡Cuánta vestidura rasgada he podido apreciar en gente respetabilísima! No tiene nada de extraño, por otro lado: que Marías no intenta quedar bien con nadie en sus textos periodísticos es cosa sabida, y que sus opiniones acostumbran a caer como una losa marmórea en los lectores más sensibles es igualmente cierta. Debe ser por eso que me gustan tanto sus afirmaciones extemporáneas: ya leo anticipadamente en ellas las rasgaduras de otros y disfruto como un niño.
Esta vez la provocación ha tocado de lleno el mundo de los blogs. Está en boca de todos la tremenda aversión que el autor tiene por la mayoría de avances tecnológicos que se suceden a ritmo vertiginoso. Quien más, quien menos no estamos tan lejos de eso: juro que sigo sin tener iPods ni cualquiera de esos teléfonos que ahora sirven para sobrevivir en esta vida (comunicarse con otra persona a través de ellos ya es algo superfluo). Y entiendo que pueda leerse como una pataleta de anciano anacrónico una frase de este estilo:
¿Se habrá perdido algo en todo este tiempo por entrar en la red hasta casi a inicios del año 2009? Pues sí, seguro, como yo me habré perdido mucho por no leer los libros que él habrá devorado en este mismo lapso y por no escuchar los discos que almacena en sus estanterías. No damos abasto, qué quieren que les diga. La ingenuidad de descubrir hasta ahora que internet es "una enciclopedia de vastedad incomparable, pero de calidad muy dudosa y variable" es apenas una anécdota ante la certeza de saber que pasado mañana regresará a su Olivetti. Con la que es capaz de escribir, por ejemplo, las 1.600 páginas de Tu rostro mañana sin necesidad de pegar, copiar, insertar o cortar (vocabulario básico de word, verbigracia).
Pero la parte que más heridas ha causado es la referida al mundo de los blogs y los foros, que me atañe. No logra entender la gracia de este formato, similar al de un bar y unos insoportables charlatanes, ni la lógica de unos contenidos ombliguistas y unos comentarios zafios y groseros. Como un resorte, mis amigos del gremio han saltado al grito de mi-blog-no-entra-en-esa-categoría, defendiendo el todo por la parte que les toca. Hombre, hombre. Yo también defiendo mis discretas aportaciones en este espacio, y aquí están enterradas sin modificar una coma de lo ya escrito en varios años. Pero de ahí a considerar que los blogs son un formato imprescindible y que no estar atento a ellos supone una merma personal o intelectual hay un trecho. No: hay un abismo.
Lo pondré en cifras, para que quede más científico: entre los millones de blogs que hay colgados en la red, el 99,9% no tiene el menor interés para mí. Mi lectura de blogs se limita a lo sumo a unos 20 de manera regular, y para el resto tengo suficiente con una única visita. Pero esto no es nada significativo: los mismos porcentajes se pueden aplicar a los libros editados, a los programas televisivos o a las obras teatrales estrenadas en un año. Y yo también he sido víctima en algún momento de las zarpas de individuos que consumen su tiempo dejando mensajes insultantes (creo que ellos , más finos, les llaman meadas) en determinados blogs durante un tiempo concreto, porque siempre acaban hartándose del poco caso que se les hace a sus diatribas, o simplemente su capacidad de micción no da para más. Todo ello, descrito por Marías en el artículo, es estrictamente cierto. Parece, pues, que no hace falta ni tener internet en casa para descubrirlo.
Nada de lo cual me exime de no dejar constancia del buen hacer de algunas personas que, a falta quizá de la posibilidad de otros formatos más tradicionales, optaron en su día por el blog y ahí siguen, constantes y esforzados, usando su tiempo en creaciones muy recomendables. Y gratis, que diría Dalí. Pero esta gente anónima, que imagino buena en muchos aspectos de la vida, podría ser igualmente certera en otros espacios: no fue el blog lo que les hizo hombres, sino ellos los que sacaron partido de este instrumento. ¡A ver si ahora resulta que es antes internet que la costilla de Adán! Si algunos hemos escogido el blog como formato es por su inmediatez, flexibilidad (aunque no tanto) y facilidad de acceso. Los efectos colaterales se llevan como una ligera carga que hay que acarrear, pero no me extraña que el odio que algunos destilan acabe manchando los intentos de otros por acercarse a la blogosfera.
Desengañémonos: el blog desaparecerá en pocos años. Ni un responso, por favor: algo mejor lo va a sustituir, y todavía seremos más felices. Y quien entonces siga tecleando en una vieja máquina de escribir puede que acabe encontrándole el gusto a esa nueva tendencia. Aunque si sólo navega pocas horas, va sin brújula y nos atenemos al porcentaje mencionado, reconozco que eso es estadísticamente muy improbable.
______________________________
Entré en la librería, hace unos pocos años, y ahí estaba el primer volumen de El día del watusi. Sonreí, pensando en el feroz atrevimiento, suyo y de la editorial, de publicar una trilogía casi simultánea y más que anticomercial. Este hombre me cae bien, pensé. Vestía de negro: otro punto a su favor. Ayer, Francisco Casavella murió a los 45 años. Hay días jodidos en diciembre.
Esta vez la provocación ha tocado de lleno el mundo de los blogs. Está en boca de todos la tremenda aversión que el autor tiene por la mayoría de avances tecnológicos que se suceden a ritmo vertiginoso. Quien más, quien menos no estamos tan lejos de eso: juro que sigo sin tener iPods ni cualquiera de esos teléfonos que ahora sirven para sobrevivir en esta vida (comunicarse con otra persona a través de ellos ya es algo superfluo). Y entiendo que pueda leerse como una pataleta de anciano anacrónico una frase de este estilo:
Aproveché para navegar un poco por Internet, por primera vez en mi vida o casi.
¿Se habrá perdido algo en todo este tiempo por entrar en la red hasta casi a inicios del año 2009? Pues sí, seguro, como yo me habré perdido mucho por no leer los libros que él habrá devorado en este mismo lapso y por no escuchar los discos que almacena en sus estanterías. No damos abasto, qué quieren que les diga. La ingenuidad de descubrir hasta ahora que internet es "una enciclopedia de vastedad incomparable, pero de calidad muy dudosa y variable" es apenas una anécdota ante la certeza de saber que pasado mañana regresará a su Olivetti. Con la que es capaz de escribir, por ejemplo, las 1.600 páginas de Tu rostro mañana sin necesidad de pegar, copiar, insertar o cortar (vocabulario básico de word, verbigracia).
Pero la parte que más heridas ha causado es la referida al mundo de los blogs y los foros, que me atañe. No logra entender la gracia de este formato, similar al de un bar y unos insoportables charlatanes, ni la lógica de unos contenidos ombliguistas y unos comentarios zafios y groseros. Como un resorte, mis amigos del gremio han saltado al grito de mi-blog-no-entra-en-esa-categoría, defendiendo el todo por la parte que les toca. Hombre, hombre. Yo también defiendo mis discretas aportaciones en este espacio, y aquí están enterradas sin modificar una coma de lo ya escrito en varios años. Pero de ahí a considerar que los blogs son un formato imprescindible y que no estar atento a ellos supone una merma personal o intelectual hay un trecho. No: hay un abismo.
Lo pondré en cifras, para que quede más científico: entre los millones de blogs que hay colgados en la red, el 99,9% no tiene el menor interés para mí. Mi lectura de blogs se limita a lo sumo a unos 20 de manera regular, y para el resto tengo suficiente con una única visita. Pero esto no es nada significativo: los mismos porcentajes se pueden aplicar a los libros editados, a los programas televisivos o a las obras teatrales estrenadas en un año. Y yo también he sido víctima en algún momento de las zarpas de individuos que consumen su tiempo dejando mensajes insultantes (creo que ellos , más finos, les llaman meadas) en determinados blogs durante un tiempo concreto, porque siempre acaban hartándose del poco caso que se les hace a sus diatribas, o simplemente su capacidad de micción no da para más. Todo ello, descrito por Marías en el artículo, es estrictamente cierto. Parece, pues, que no hace falta ni tener internet en casa para descubrirlo.
Nada de lo cual me exime de no dejar constancia del buen hacer de algunas personas que, a falta quizá de la posibilidad de otros formatos más tradicionales, optaron en su día por el blog y ahí siguen, constantes y esforzados, usando su tiempo en creaciones muy recomendables. Y gratis, que diría Dalí. Pero esta gente anónima, que imagino buena en muchos aspectos de la vida, podría ser igualmente certera en otros espacios: no fue el blog lo que les hizo hombres, sino ellos los que sacaron partido de este instrumento. ¡A ver si ahora resulta que es antes internet que la costilla de Adán! Si algunos hemos escogido el blog como formato es por su inmediatez, flexibilidad (aunque no tanto) y facilidad de acceso. Los efectos colaterales se llevan como una ligera carga que hay que acarrear, pero no me extraña que el odio que algunos destilan acabe manchando los intentos de otros por acercarse a la blogosfera.
Desengañémonos: el blog desaparecerá en pocos años. Ni un responso, por favor: algo mejor lo va a sustituir, y todavía seremos más felices. Y quien entonces siga tecleando en una vieja máquina de escribir puede que acabe encontrándole el gusto a esa nueva tendencia. Aunque si sólo navega pocas horas, va sin brújula y nos atenemos al porcentaje mencionado, reconozco que eso es estadísticamente muy improbable.
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Entré en la librería, hace unos pocos años, y ahí estaba el primer volumen de El día del watusi. Sonreí, pensando en el feroz atrevimiento, suyo y de la editorial, de publicar una trilogía casi simultánea y más que anticomercial. Este hombre me cae bien, pensé. Vestía de negro: otro punto a su favor. Ayer, Francisco Casavella murió a los 45 años. Hay días jodidos en diciembre.
viernes, 12 de diciembre de 2008
Apuntes de aeropuerto
Acabo de leer la entrevista a Arturo Pérez Reverte que publica el último Babelia, aprovechando la reedición especial de El club Dumas. Nunca pasé, anuncio ya de entrada, de la frontera de La reina del Sur, la única novela que he leído del periodista, novelista y ahora académico de la lengua. Un tipo singular: leído hasta la saciedad en medio mundo pero con la pretensión de elaborar novelas de calidad que orillen la fórmula à la Follet. No reniega del término best seller, aunque su referente parece ser Eco: historias de cultura europea que requieren de documentación abundante y que nacen con vocación de acumular lectores.
Hay un momento en la conversación en que suelta esta frase, irremediablemente previsible en un autor como Pérez Reverte:
El choque sistemático entre la novela culta e introspectiva, metaliteraria, y la novela de historias y acontecimientos. O, lo que es lo mismo y nunca dicen estos autores aunque lo piensan mientras hablan, entre novela aburrida y entretenida. Ellos creen que todo lo que no sea trama de acción y personajes es tiempo perdido. Igualmente, tampoco niego que hay extremos en el otro lado: los que evitan el trasiego de vidas cotidianas y se recrean sólo en la palabra pura o en la literatura que habla de sí misma. Un autor que me está sacando de esta obtusa dicotomía (que al final todos nos acabamos creyendo) es Sebald.
Ya va siendo de hora de terminar con la falsa disyuntiva de tener que escoger entre dos formas de un mismo arte. Tanto en una como en la otra, que también tienen fronteras porosas, sólo hay autores de peso y otros de relleno: hay artistas y hay escribanos. Sebald, uno de los grandes, demuestra que la pasión por la realidad admite múltiples enfoques, y que la aventura del saber puede esconderse en los más ínfimos detalles y en personas nada heroicas. Pero sin olvidar que el lector no busca espejos, sino reflejos de su propia vida en las de otros, y así poder capturar algún pedazo de todo aquello que nos rodea.
Es lo bueno de encontrar de vez en cuando por la senda a determinados autores: nos impelen a discernir que la literatura se lleva muy bien con el sentido común.
________________________________________
Cierto: la colección de libros de poesía de El País que ha preparado Caballero Bonald es un artefacto comercial. El vocero de turno del gobierno nicaragüense lo ha dicho con aires de Boskov: bisnes es bisnes. Y también es cierto que la obra de Martínez Rivas puede encontrarse sin problemas en España, por ejemplo en una de las elegantes ediciones negras de Visor y en toda buena librería. Pero ah: esto no esconde que tamaña evidencia es un argumento leve para desprestigiar el prólogo que a la sazón había escrito Sergio Ramírez. Lo que antes de Sergio no era bisnes (ni una voz se alzó en contra del proyecto) ahora es una colección tramada por los oligarcas españoles para ensalzar al prologuista y menospreciar al poeta. ¡Como si a Sergio le hiciera falta un prólogo a estas alturas de la vida! Pero se olvidaron los viejos decimonónicos, una vez más, que Internet puede mandar a los cuatro vientos cualquier prólogo y epílogo al son de una tecla y que la repercusión de todo acto censor es ahora exponencialmente infinito.
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Aeropuerto de Alajuela, Costa Rica, 12 del mediodía, sala de espera. A partir de mañana, Laie, una horchata de chufa, calle Petritxol, La Central, el metro, Babelia en papel, el aroma de sal del puerto, jamón ibérico, diez grados de temperatura, el MACBA, el Teatre Lliure, persianas en las ventanas, tres pisos de escaleras para subir y bajar. Y un Barça-Madrid, un sofá y un padre al lado.
Hay un momento en la conversación en que suelta esta frase, irremediablemente previsible en un autor como Pérez Reverte:
Tengo la satisfacción de haber tenido razón en un momento en el que toda la crítica te decía que tenías que escribir lo contrario, novela intimista, sin acción, sin personajes, novela del yo...
El choque sistemático entre la novela culta e introspectiva, metaliteraria, y la novela de historias y acontecimientos. O, lo que es lo mismo y nunca dicen estos autores aunque lo piensan mientras hablan, entre novela aburrida y entretenida. Ellos creen que todo lo que no sea trama de acción y personajes es tiempo perdido. Igualmente, tampoco niego que hay extremos en el otro lado: los que evitan el trasiego de vidas cotidianas y se recrean sólo en la palabra pura o en la literatura que habla de sí misma. Un autor que me está sacando de esta obtusa dicotomía (que al final todos nos acabamos creyendo) es Sebald.
Ya va siendo de hora de terminar con la falsa disyuntiva de tener que escoger entre dos formas de un mismo arte. Tanto en una como en la otra, que también tienen fronteras porosas, sólo hay autores de peso y otros de relleno: hay artistas y hay escribanos. Sebald, uno de los grandes, demuestra que la pasión por la realidad admite múltiples enfoques, y que la aventura del saber puede esconderse en los más ínfimos detalles y en personas nada heroicas. Pero sin olvidar que el lector no busca espejos, sino reflejos de su propia vida en las de otros, y así poder capturar algún pedazo de todo aquello que nos rodea.
Es lo bueno de encontrar de vez en cuando por la senda a determinados autores: nos impelen a discernir que la literatura se lleva muy bien con el sentido común.
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Cierto: la colección de libros de poesía de El País que ha preparado Caballero Bonald es un artefacto comercial. El vocero de turno del gobierno nicaragüense lo ha dicho con aires de Boskov: bisnes es bisnes. Y también es cierto que la obra de Martínez Rivas puede encontrarse sin problemas en España, por ejemplo en una de las elegantes ediciones negras de Visor y en toda buena librería. Pero ah: esto no esconde que tamaña evidencia es un argumento leve para desprestigiar el prólogo que a la sazón había escrito Sergio Ramírez. Lo que antes de Sergio no era bisnes (ni una voz se alzó en contra del proyecto) ahora es una colección tramada por los oligarcas españoles para ensalzar al prologuista y menospreciar al poeta. ¡Como si a Sergio le hiciera falta un prólogo a estas alturas de la vida! Pero se olvidaron los viejos decimonónicos, una vez más, que Internet puede mandar a los cuatro vientos cualquier prólogo y epílogo al son de una tecla y que la repercusión de todo acto censor es ahora exponencialmente infinito.
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Aeropuerto de Alajuela, Costa Rica, 12 del mediodía, sala de espera. A partir de mañana, Laie, una horchata de chufa, calle Petritxol, La Central, el metro, Babelia en papel, el aroma de sal del puerto, jamón ibérico, diez grados de temperatura, el MACBA, el Teatre Lliure, persianas en las ventanas, tres pisos de escaleras para subir y bajar. Y un Barça-Madrid, un sofá y un padre al lado.
sábado, 6 de diciembre de 2008
Una obra y un maestro
Es muy habitual encontrarse en los suplementos literarios de la prensa (no digamos en las solapas y contraportadas de los mismos libros) con opiniones sobrepasadas y juicios temerarios. ¡Cuántas obras maestras se descubren cada semana en los quioscos! Ya he mencionado otras veces este exceso crítico y su sentido: si la editorial y la empresa del periódico coinciden, no hay que devanarse los sesos para saber por dónde van los tiros. Pero ya parece normal que el crítico, si no se da ese caso, también opte por cargar los adjetivos y pretenda salir de la aburrida columna que no destaca por nada. Si uno no puede destrozar la obra o encumbrarla como el gran descubrimiento del año, ya me dirán para qué ponerse a escribir. ¡Para eso están los blogs, caray!
Digo esto porque me enfrento a una posible obra maestra (no saben cuanto me cuesta teclear el sintagma, y con cuanto esmero pongo el adjetivo posible delante) y prevengo al lector de que tome mi juicio con el máximo relativismo. Es lo malo de este siglo nuevo, tan deudor del anterior: cuando ya todo es maestro, el verdadero genio pasa completamente desapercibido. Y yo no tengo por qué gritar: quien quiera leer, que lea y que no entienda este post como algo más importante que todo lo que vino detrás.
Comencé esta semana a leer Los emigrados, de W.G. Sebald. Quizá no sea su obra más redonda, pero enfrentarse a este clásico contemporáneo por cualquier esquina ya resulta un placer solemne. No es esta obra una novela, ni un conjunto de relatos, ni siquiera una autobiografía parcial (ni unas memorias oblicuas, Herralde dixit). Por ahora me siento incapaz de clasificarla, aunque eso no me causa el más leve temblor. Sebald construye un mosaico de vidas fugaces, intrascendentes en su estricta cotidianidad, con un único nexo común (y lo adivino más bien, porque estoy en plena lectura): su condición de migrantes y lo que ello supone para su existencia, aunque eso tampoco sea el tema troncal. Pero cada uno de estos fragmentos, de estas historias breves, es un retazo exquisito y con una poética que no se olvida a los pocos días.
Un ejemplo, el primero: el autor llega a la que será su nueva residencia, una mansión de la que alquila una parte y cuyo dueño es un extraño personaje que ocupa el tiempo mirando por la ventana, yaciendo sobre la hierba del patio o cosechando algunas hortalizas de excelente sabor. La casa en sí ya es un hábitat único: un laberinto desvencijado que Sebald describe con un detallismo sorprendente. Es difícil no sentir cierta piedad por este hombre, el doctor Henry Selwyn, ajeno al mundo, apurando ya sus últimos instantes. Y el recuerdo, la memoria, es el hilo por el cual Sebald va desgranando otros detalles que elevan al individuo a ese estatus poético al que me refería. Como la evocación de un viejo amigo suizo, de quien solo llegamos a conocer su pasión por el alpinismo y que acaba siendo clave para capturar los sentimientos de Selwyn: su amigo desapareció en un glaciar años atrás y su recuerdo nos lleva a unas páginas llenas de emoción: pasa el tiempo, Selwyn ya murió en circunstancias que no revelaré, y en la prensa se publica una nota para anunciar el descubrimiento de un cadáver enterrado en el hielo. El párrafo final es estremecedor:
De modo que es así como regresan los muertos. A veces, al cabo de más de siete decenios, emergen del hielo y yacen al borde de la morrena, un montoncillo de huesos limados y un par de botas con clavos.
Unos huesos y unas botas. Unos decenios después, esto es lo que hay. Y la certeza de que esto es lo importante, al fin y al cabo: desvelar a través de la literatura los hitos vitales de alguien, quienquiera que sea, y así entender que la fuerza del existir radica en esos instantes perpetuos, más allá de títulos, medallas, bombos, vanidades y famas efímeras. Treinta páginas valen por toda una vida, por todas las vidas: Selwyn eres tú, amigo.
Anoto también ahora una de las constantes en todos los libros de Sebald, que yo tomaba con precaución pero que me parece otro hallazgo clave: las imágenes repartidas a lo largo del texto son el contrapunto para esos detalles que la narración va esparciendo sigilosamente. No son paisajes, retratos o panorámicas: son destellos visuales que se van adaptando al relato con la precisión del bisturí. En el ejemplo anterior, cuando se describe la casa y su entorno descuidado, la foto nos muestra la maleza en primer término y sólo una intuición de edificio detrás. Son los rastrojos y no los muros lo que importa, porque el interés no es inmobiliario sino sobre el desajuste interior del personaje que allí habita. Y así sucesivamente. La edición de Anagrama tiene el acierto de no dejar las fotografías en páginas solitarias sino insertadas en los párrafos, sin solución de continuidad.
Lo dejo por ahora, pero supongo que retomaré otros comentarios sobre este libro más adelante, sobre esta obra (y déjenme poner el paréntesis para que el efecto no sea tan demoledor, unas palabras de relleno entre sustantivo y adjetivo) maestra.
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He jugado, y he tecleado los tres nombres sobre los que más se ha escrito hasta el momento en esta senda: Javier Marías, Roberto Bolaño e Ian McEwan. La máquina me ha dicho que debo leer a Nathaniel MacKey, y todavía dudo sobre si la máquina es demasiado inteligente o yo un perfecto analfabeto.
lunes, 1 de diciembre de 2008
¡Marsé, coño!
Después de varias ediciones del premio en las que su nombre llegó a sonar como muy probable ganador, por fin Juan Marsé se alzó con el Cervantes. Por una simple cuestión de edad (méritos aparte), los otros finalistas fueron Ana María Matute y José Manuel Caballero Bonald. Si yo me hubiera visto en el crucial dilema de echar un voto a la urna con un solo nombre entre esta terna, me hubiera decidido por este último (a quien por otro lado veo como ganador de la edición de 2010), pero me alegro sinceramente por la elección de Marsé.
Ante un premio gordo como el Cervantes no es fácil sustraerse a los lugares comunes. Uno de ellos exige elucubrar sobre cómo el premio a una persona se expande hacia un grupo generacional, y así el Nobel de Cela lo era igualmente para Delibes y Torrente Ballester. Es un pensamiento ingenuo, qué duda cabe, pero sirve para rellenar blogs e intentar meterse en la mente del jurado. Entonces, ¿para quién más es este premio? Al menos, para el todoterreno Vázquez Montalbán, para Gil de Biedma, para José Agustín Goytisolo, y estirando los músculos al máximo, para Eduardo Mendoza (y si a Dylan le quieren dar el Nobel, ¿por qué no a Serrat el Cervantes?) O sea: un grupito de catalanes que han construido su obra en lengua castellana y que han narrado la realidad más prosaica de Barcelona y alrededores para reconvertirla en una ciudad y un espacio de lo más literario.
No soy un aficionado estricto al realismo, entendido como el reflejo de una cotidianidad que pretende superar la anécdota de barrio. Pero creo que bastante menos a la fantasía pretenciosa o alejada de mis intereses mundanos. Es decir, no he sido nunca un fan de las historias de Aldecoa o Martín Santos, por poner dos ejemplos claros del primer movimiento. Pero mis intereses también dependen del día y del lugar, y he tenido mis momentos Marsé como los he tenido con tantos autores que jamás aparecerían entre mi canon literario. Y añado que al menos los dos últimos intentos fueron, hará ya más de cinco años, totalmente fructíferos. A ello voy.
Leí El embrujo de Shanghai para satisfacer a una persona que me regaló el libro y contarle así mi impresión de lectura. Aunque ya queda algo borrosa en mi recuerdo, la novela me pareció un acertado ejemplo de construcción de dos historias paralelas entre la imaginación y el relato más realista, entre el cine y el despertador de las siete de la mañana. El poder de evocación de unos personajes hacia una realidad superior (la puramente ficcional, artística) tenía una fuerza insospechada en el lenguaje casi simple de Marsé. Ojo: simple no de simpleza, sino de simplicidad: del carpintero que quita astillas y pule su trabajo hasta obtener un perfecto madero desprovisto de alharacas y adornos. Trasladar la magia que provoca en cualquiera de nosotros el entramado de la ficción (la lectura de novelas, la pantalla grande del cine) hacia unos personajes tan inventados como aquello con lo que sueñan, produjo en mí (o eso recuerdo borrosamente) un efecto de atracción.
Al poco tiempo devoré, ya por mi estricta voluntad, Rabos de lagartija. Una gran novela, sin duda, sólo lastrada por un final apresurado y algo trastabillado. Pero lograr que un par de niños alcancen la categoría de toda la infancia del medio siglo no es broma: la enfermedad, la pobreza material, el recurso de la imaginación, los barrios marginales y periféricos, los juegos de calle, crean un conjunto nítido y acertado de toda una generación. Yo, que nací a principios de los 70, no puedo pensar mejor en la edad infantil de mis padres y abuelos que con novelas así. Una fotografía en blanco y negro de nuestro pasado, tamizada por una narración a ratos brutal, a ratos simpatiquísima.
Llegué muy tarde, pues, a Marsé: dejé atrás al pijoaparte y a Teresa, todas sus obras más conocidas (aunque reposa en alguna de mis mesas barcelonesas Un día volveré: buena excusa para hacer honor al verbo y volver al autor), y me he negado como buen aficionado al cine a ver cualquier engendro de Vicente Aranda.
Pero si algo me entusiasma también de Marsé es su pose perpetua de cascarrabias, de antiintelectual militante, poco proclive a opinar de lo que se tercie y de estar obligado a ser abajofirmante de ningún tipo de manifiestos. Para encontrar a Marsé hay que buscarlo en las novelas y poco en los periódicos: que casi nunca sea noticia es una excelente noticia. Y cuando hay que hablar, hacerlo sin remilgos: ¡aún llora Mª de la Pau Janer ante los argumentos torrenciales de Marsé para criticar su panfleto planetario! No dudo que si hay alguien capacitado para soltar un buen adjetivo demoledor detrás de un argumento, ese es Marsé. ¿Adjetivo, dije? ¡Sustantivo, coño! No hay otro escritor más capaz de paralizar a alguien con un vocablo, y es que su carga de razón es la literatura que lleva en sus espaldas.
Ahora, con esta excepción del premio, hasta el suplemento literario de La Prensa nicaragüense lo ha sacado en portada. Su foto ya recorre medio mundo, y fragmentos de sus novelas se expanden al viento. En el Guinardó habrán abierto, imagino, alguna que otra botella de cava. A su salud, maestro.
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