martes, 18 de abril de 2006

Sábado por la mañana

(segunda parte)

Vosaltres no sabeu què és guardar fustes al moll, escribía a principios de siglo Salvat-Papasseit. En efecto: vosotros no sabéis lo que significa guardar maderos en el muelle, y me pongo el sombrero vanguardista para decir, después del relax, que vosotros no sabéis lo que es estar en un pequeño paraíso, bajo un cielo infinitamente estrellado y un silencio hondo, en una montaña lejana y fresca. Por supuesto que yo sí deseo que lo sepáis algún día, porque estas jornadas de asueto recién transcurridas no suceden a menudo, y las felices circunstancias no acostumbran a converger en el tiempo con tanta precisión, todas a una. Buena comida, mucha reflexión, más lectura si cabe.

Allí estaba, pues, con Henry Perowne, viviendo con él, quitándome las legañas y orinando como él: hay en este Sábado un tempo tan preciso y marcado que la asimilación con el personaje es obligada. Una rápida revisión de las 100 primeras páginas nos expone ante tres planos distintos pero que se conjugan como una única trama narrativa. El pase de uno a otro puede darse entre uno y otro párrafo, o a veces en uno solo:

1. El plano principal, que forma la urdimbre de la novela, es la vida de un hombre vulgar (o sea, usted y yo) durante un sábado completo. El gran peligro para el escritor, ni falta hace decirlo, es la dificultad que puede entrañar hablar de hechos insustanciales, que forman el 90% de nuestra cotidianidad: sacarse las sábanas de encima, hurgar en el ropero, tirar de la cadena. Otros ejemplos válidos hay en la historia de la literatura y de las letras en general (un día en la vida de...) y por tanto no cualquiera puede meterse en el embrollo a riesgo de aburrir a las vacas. Ian McEwan sale bien parado de este primer lance; quizá muy bien parado, añadiría. El primer recurso de ofrecer un elemento sorprendente, ya descrito aquí con anterioridad, es un buen gancho para prevenirnos sobre la falsa idea de que el destino está escrito: quizá Henry Perowne entre por la puerta y le caiga la lámpara encima, y la cautela del lector se mantiene alerta ante la posibilidad de un trauma inminente.

2. Un segundo plano sería el repaso de la vida de Henry a partir de los pensamientos que éste tiene durante ese sábado, minuto a minuto. Todo funciona hasta aquí con perfecta regularidad: coge la raqueta de squash y piensa; pone a cero el volumen de su televisor y piensa; cambia la marcha de su Mercedes y piensa. Siempre piensa en sus hijos (el y ella, dos opuestos casi de manual: el bluesman rebelde sin horarios y mal estudiante, la lectora intelectual que encarrila su vida desde París) y en su mujer, en su estatus social, y sobretodo en su trabajo. El nivel de refinamiento con que describe cada operación y cada posible paciente demuestra el trabajo serio de un buen escritor: si el protagonista es cirujano habrá que empollarse un tratado de cirugía y ver la vida a través del bisturí. Henry no sabe salir de su formación académica, que ha acabado siendo después su pasión laboral, y ve aneurismas por todos lados: cada rostro es analizado a través de ojos profesionales que diagnostican y no sólo descubren enfermedades: también rasgos curiosos, comportamientos que merecen ser aprehendidos.

3. Finalmente hay un tercer plano que sobrevuela la narración con menor fuerza pero que uno teme que acabe siendo el elemento que haga más ruido, o aquel por el cual acabará siendo conocida y criticada la novela. Henry no puede abstraerse de la realidad nacional y mundial y sus reflexiones también giran entorno a los acontecimientos políticos de ese sábado, que no es uno cualquiera: es el 15 de febrero de 2003, cuando tienen lugar en medio mundo las multitudinarias manifestaciones en contra de la guerra de Irak. Henry observa a la gente que se prepara en la calle con sus pancartas y opina: y aquí es imposible valorar la literatura de McEwan al margen de las opiniones de McEwan. Si nuestro inglés favorito no hubiera dado entrevistas y explicado claramente sus puntos de vista sobre el tema, podríamos considerar que la visión de Henry Perowne no pasa de ser la de un ciudadano acomodado que mantiene unas posiciones más o menos conservadoras, amén de peligrosamente demagógicas (las frases que va soltando, al estilo de “antes una invasión que la tortura bajo el régimen de Saddam” producen ya un cierto rubor). Pero es que McEwan ha dejado en los magnetófonos lindezas de este estilo: “Creo que fue lamentable que después de los atentados de Madrid el gobierno anunciase la retirada de las tropas de Iraq” (El Cultural, 13-12-05). Ante esta perspectiva, se me hace imposible separar al autor del protagonista, al narrador omnisciente de su personaje descrito. Y sin duda esto es un lastre para ciertos fragmentos del libro, que por otro lado vuela con precisión en la mayoría de páginas.

La conclusión sería que preferimos al literato puro, pero eso iría en contra de mi pretensión de buscar la gran novela del 11-S. ¿Es posible escribir hoy de un ciudadano corriente sin pensar en unas torres que caían hace pocos años? McEwan parece creer que no, y actúa en consecuencia, aunque de momento el perfil de la reflexión política alcance en Sábado unos límites muy poco definidos y trazados con brocha gorda, a la espera de que este día avance y podamos leer una evolución más profunda de lo que este personaje pretende.

(continuará)

miércoles, 12 de abril de 2006

El círculo vicioso

La del miércoles no era una noche cualquiera: concierto de gala en el teatro nacional Rubén Darío, nada menos que el Réquiem de Mozart interpretado por coro, orquesta y cantantes centroamericanos, y el aroma de las veladas mágicas. Lástima que el comportamiento de muchos espectadores sea tan incongruente con el elevado nivel de lo que se ofrece: aquí, como en tantos sitios de España, también hay caramelito, teléfono, tos y pisadas de tacón por la alfombra. Pero nada quita el embeleso ante los momentos cumbre, ante la Lacrimosa escalofriante resonando en la sala mientras Mozart ya agonizaba en su lecho, hombre culpable como todos.

Pero dejemos la música para otras sendas y vayamos al meollo del día: paseaba yo por ese locus amenus hacia el cual de vez en cuando acudo a reposar (menos que antes: las obligaciones acechan) y leía algunos mensajes sobre un hecho inequívocamente español, como la tortilla de patatas: para los que no sepan, existe allí un club de lectura descomunal (cientos de miles de socios) cuya única obligación es la de comprar cada dos meses al menos un libro. Que se sepa, hasta el momento nadie persigue al que no lo lea, basta con pagar y apoderarse del volumen. Tamaña incongruencia en un país de escasos niveles de lectura, si comparamos cifras con el resto de Europa, no puede producir otra cosa que perplejidad. Veamos algunas causas, posibilidades, acertijos:

El gancho para entrar en el club es una agresiva publicidad combinada con la militancia de viejos socios que buscan amigos que quieran unírseles. Respecto a lo primero, hay páginas en cualquier suplemento dominical que anuncian una veintena de títulos a un precio irrisorio. Es la bienvenida de cualquier nuevo espacio: un anzuelo irresistible que nos mantenga atrapados ahí por un par de años. Sobre lo segundo, es excitante la cantidad de primos hermanos o parientas lejanas que pueden tener como única vinculación su pertenencia al club: cual testigos de Jehová en busca de almas por restaurar, llaman a nuestra puerta y después del café nos invitan a pertenecer al clan. Para ellos hay alguna cubertería de regalo, pero para nosotros el premio mayor: horas de lectura asegurada y con contrato firmado.

Hace mucho tiempo tuve mi momento de gloria: es imposible escribir este blog y no poder dejar constancia en el currículo del hecho de haber estado allí. Así que escogí mis tres títulos de bienvenida y agoté mis dos años de permanencia. Mi elección fue una novela menor y prescindible de Delibes, el último de los libros de cuentos escritos por García Márquez y una novela (déjenme respirar antes de escribirlo) de Susana Tamaro. No había mucho más donde elegir, pero lo mejor fue la respuesta asombrada del voluntarista vendedor que escuchó mi tríada y la anotó: ¡yo era un excelente lector, muy apegado a la calidad! Yo sí era un buen cliente, alguien entendido en la materia. En ese primer minuto de tomar conciencia del paso definitivo que había dado tuve ya un pequeño espasmo de arrepentimiento, pero no acostumbro a renegar con tanta rapidez de mis propias decisiones.

Otra de las claves del éxito es la posibilidad de que los libros lleguen a casa, envueltos en plástico y con olor a tinta, sin tener que pasar por la librería. Fue mi única objeción posible ante las dentelladas del vendedor, muy bien entrenado en esta lid: pero su respuesta me desarmó hasta tal nivel que fui incapaz de seguir maniobrando para quitármelo de encima. ¡Por fin podría ahorrarme el engorro de tener que buscar el libro entre miles de volúmenes, dejar de hacer colas ante la caja y poder dedicar mis tardes de sábado a otras actividades menos tediosas! Y precisamente yo, que en Barcelona dedico siempre esos días y horas de la semana a uno de mis placeres preferidos: ¡hacer crujir las maderas de La Central!

Como puede imaginarse, seguí recibiendo durante dos años (pero sin puntualidad y con cambios constantes de vendedor) un nuevo ejemplar mientras sacaba cinco o seis de mis librerías favoritas. Justamente todo aquello (casi todo aquello) que jamás se me ofertaba en la revista del club, que orillaba lo más selecto y rompedor de las narrativas británica o americana, que desconocía a los autores que yo frecuento y que me dan los placeres para seguir resistiendo. Dos años tardé, pues, en escapar del círculo vicioso y sentirme liberado, de nuevo solo ante la capacidad de elección tan desmesurada que me caracteriza y confiando en mis libreros, esos sí, voluntarios de la imaginación.

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Para que no se entierre el comentario en las profundidades de la senda, subo hasta aquí lo dicho por Matías Pailos como respuesta al post "La literatura resistente en Blanes", pues hay tela que cortar:

"Ahhh... y bué: se murió, nomás. Este post es algo del resarcimiento a los que nos sentimos acreeditados como viudas lloronas de Bolaño. Como agridulce compensación, parece (cuentan las malas lenguas, que no sé si serán malas pero suelen estar bien informadas) que hay en su arcón una suerte de novela poética (que suena a algo entre Max Jacob y 'La muerte de Virgilio', pero, siendo Bolaño, mucho más ágil) de extensión que no le va en zaga a '2666'. Ojalá."

martes, 4 de abril de 2006

Nancites 8

1. El premio Anagrama de ensayo se viste de literatura y de intelectualidad. Según me han contado mis gargantas profundas, es un tomazo de aquí te espero y con densidad de datos, profundo. Es uno de esos libros que sale ya como ganador: el fin del castrismo se avecina y hay que ir sacando a la luz todo lo que en este último medio siglo se ha cocido en la isla. Más allá de Cabrera Infante o de Carpentier, hay mucho nombre entre tinieblas y muchos papeles que necesitan una sacudida de polvo. Es lo más triste de la política, cuando ésta fagocita todo el pensamiento y el creador se ve abocado a optar por una lista, por un grupo de semejantes, de manera comprometida o no. Dice Rafael Cruz que con la llegada de la Revolución había tres grandes líneas intelectuales: la liberal, la católica y la comunista. ¡Imagínense, tener que meterse (o peor, que te metan) en cualquiera de ellas! Después, el pensamiento único o el exilio. A view to a kill, un panorama para matar: desde el Caribe, desde estas tierras tan extremadas, nos llegará en un mes esta aportación tan valiosa y necesaria.

2. Travesuras de la niña mala, lo último del ya septuagenario Vargas Llosa, está en ciernes. Mucho se ha escrito sobre la diferencia del primer Mario que conocimos con La ciudad y los perros y el último, pero el oficio del buen escribir (y el oficio del buen lector, muy especialmente) no se pierde así como así. Por internet ya circulan las casi seguras portada y contraportada de Alfaguara, que aquí incluyo por la densidad temática extrema que se nos avecina: “Este libro narra la pasión amorosa de un hombre, Ricardo Somocurcio, por una mujer perversa y calculadora que sólo busca satisfacer sus ambiciones. Pero ésta no es sólo la novela de una pasión íntima que ocupa más de tres décadas de la vida de Ricardo, es también la crónica de un tiempo fascinante en dos continentes: Europa y América del Sur. Como telón de fondo contemplamos la historia peruana desde 1950 hasta 1987, con sus vaivenes entre democracia y dictadura. Y a la vez, el París de los años sesenta con sus grandes pensadores del momento (Sartre, Camus); el fascinante Londres de los setenta con la eclosión de la cultura hippie, la droga, la música pop y el amor libre; el Japón de los grandes traficantes, y finalmente la España de mediados de los ochenta”

3. ¿Es Jordi Gracia nuestro nuevo Ignacio Echevarría? Defenestrado el último, Gracia ya accedió a la crítica hispánica en "Babelia" por la vía grande, ocupándose de algunas de las novedades más interesantes. Por cierto, que su premio Anagrama de hace un par de años también tiene enjundia y le muestra como lo que realmente es: un profesor de la facultad de filología de Barcelona que se mete a crítico para redondear su aura ensimismada. En Babelia recetó la versión comentada de Corazón tan blanco, que yo no compraré porque acabaría teniendo una biblioteca monotemática (versión Anagrama, versión Alfaguara, edición de bolsillo...) pero envidiaré a los que sí lo van a hacer. Allí se apunta la relación entre la novela y el Macbeth de Shakespeare, Elide Pitarello mediante, y se abre la puerta al estudio de las referencias literarias en la obra de Marías, tan jugoso, tan inexplorado aún.

4. El libro que Daisy Perowne le recomendaría encarecidamente a su padre.