
Voy a decirlo ya de entrada, no vaya a ser que después se me acaben los adjetivos o me atragante con ellos: lo que pude ver el viernes por la noche en el Teatre Lliure de Barcelona fue casi magistral, y diría que fue unos de esos momentos (largos, más de cinco horas) en que la genialidad se expresa ante uno al desnudo, mediante imágenes, voces y silencio. Escribo tras un recomendable reposo de un par de noches, por si acaso mi opinión más inmediata, a la salida del teatro, pudiera ser tamizada luego por la objetividad que da el tiempo, implacable para acabar situando a cada uno y a cada cosa en su sitio. Nada que hacer: lo que fue destello el viernes sigue siendo puro recuerdo de belleza el domingo.
Este montaje de Àlex Rigola y Pablo Ley es lo más importante que ha pasado por la escena catalana (entiéndase: con director y actores catalanes) en la última década, y detengo mi ansia para no retroceder más atrás. Sólo soy capaz de compararlo con una obra que vi hace ya doce años en el Festival Grec 95 dirigida por el gran Robert Lepage,
Les sept branches de la rivière Ota, que también Marcos Ordóñez ha recordado en su crítica de Babelia (paréntesis necesario: Ordóñez, este Echevarría de la crítica teatral, es una de las perlas semanales de Babelia, y aunque ustedes no frecuenten los teatros no dejen de leer su columna). Sin duda, Lepage todavía está unos pasos más allá de Rigola, pero a nivel de la escena catalana, repito, no hay comparación posible con este inmenso e infrecuente
2666.
Vaya por delante que llegué a las puertas del Lliure todavía con dudas, porque yo no he leído aún la novela y sabía que la obra me destriparía el argumento por completo. Como ya saben los sufridos lectores del blog, después de cuatro obra leídas de Bolaño sigo a mi ritmo, dejando para el final los platos fuertes que además, cronológicamente, también son los últimos. Pero qué caray: llego a Barcelona después de 70 horas de viaje, trabajo como un poseso toda la semana, paso frío, me duele la rodilla derecha ¿y no voy a ir a ver
2666 en esta probablemente única oportunidad? 20:00 horas, primera fila y a gozar.
La obra se divide, como la novela, en cinco partes y entre ellas se producen pausas de diez minutos. Como Rigola avisa en el programa de mano, "
hemos intentado traspasar al espectáculo el espíritu de la novela, lo que no es del todo malo porque si después alguien la quiere leer comprobará que la gran cantidad de información y de historias que hemos dejado de lado convierten esta empresa en utópica, y que su espíritu radica en un todo y no en sus partes o fragmentos". Queda claro que se trata de una selección de momentos de la novela con la voluntad de ofrecer una aproximación al universo Bolaño y la primera parte, la de los críticos, ya expresa claramente la fórmula utilizada por el director: en un espacio casi minimalista aparecen los personajes que buscan a un tal Archimboldi, pero en vez de mantener diálogos o conversaciones a tres o cuatro bandas se dedican a recitar fragmentos de la novela, hablando el uno del otro en tercera persona. Se trata de mantenerse fiel al libro, evitando crear conversaciones ficticias no escritas expresamente por Bolaño. El efecto resultante es un acierto completo: al espectador le cuentan una historia como si fuera un largo cuento para adultos, y el secreto está también en la magnífica interpretación del elenco del Lliure, que facilita que sigamos el hilo de un argumento denso y metaliterario, de gente que escribe y habla sobre gente que escribe. En una pizarra acrílica los personajes van anotando durante la escena los nombres, los lugares y las características de Archimboldi, por dónde pasó y con quién se relacionaba. Esta búsqueda me llevó a pensar en
Estrella distante, otra investigación literaria en pos de Carlos Wieder, que a su vez remite al episodio de Ramírez Hoffman en
La literatura nazi en América: las relaciones complejas que ya se han ido desgranando aquí y en otros blogs.
La segunda parte es la más poética de las cinco: ya estamos en Santa Teresa, frente a un decorado por el que se intuye la cercanía del desierto. Amalfitano y su hija cuentan su propia historia familiar y conversan con una pareja de mexicanos chulescos y amenazantes. Pero aquí hay mucha presencia de lo onírico, como si sobre toda la escena planeara una irrealidad permanente pese a los tragos de Tequila y el olor de la pólvora. Es el inicio del descenso a los infiernos, que anticipa que lo peor está por venir. Es interesante la radicalidad del cambio argumental, desde un inicio intelectualizado que lo acerca también a las novelas de Vila-Matas hasta el hueco que se va abriendo para que entren los hedores de la violencia: es quizá este terreno todavía transfronterizo el que permite que la poesía aparezca en todo su esplendor, incluso cuando la absurda llegada de un Boris Yeltsin carnavalesco se transforma en un momento de suave y cuidada ironía.
La parte de Fate suelta el embrague y nos ofrece al Rigola más conocido, capaz de hacer bailar a sus actores al ritmo de la gasolina de Daddy Yankee y al mismo tiempo crear imágenes corales de un preciosismo brutal, como la que ilustra el programa de mano: un boxeador dando derechazos a la cabeza de un hombre colgado del techo, una joven masturbándose entre el delirio de sus compinches, periodistas deportivos que indagan sobre feminicidios en la ciudad, prostitutas y borrachos: no hay tregua en esta parte. Prácticamente todo el tiempo la escena se sitúa en un cubículo asfixiante, donde los actores se mueven sin espacio pero, paradójicamente, con una soltura y un individualismo que les impide interactuar en la realidad: es el sálvese quien pueda, el taparse los ojos y caminar hasta donde nos lleve la corriente.

La cuarta parte, la de los crímenes, quizá encierra el único gran error de toda la obra, de ahí el
casi magistral del inicio. Es una impresión muy personal, sin duda, y no noté esa noche que fuera demasiado compartida por mis vecinos de butaca. Los primeros quince minutos todavía mantienen el aliento limpio: un cadáver en medio del desierto y unos policías corruptos y perdonavidas que pasean a su alrededor. Los
pinches y los
güeys van y vienen a lo largo de los diálogos y se nos informa de la realidad de lo que ocurre en Santa Teresa / Ciudad Juárez. Y llega el éxtasis en forma de diez minutos que hubieran podido recuperar, con más fuerza si cabe, la poética ya diseminada hasta aquí pero que se convierten en la escena más discutible de todo el montaje: mientras en el fondo del escenario se proyecta el listado de mujeres víctimas de la violencia masculina, con nombres y edad, el cadáver sanguinolento recupera el aliento pero sólo para mostrar el sufrimiento de sus últimos minutos en vida: se retuerce y grita mientras imaginamos que la muchacha va siendo apaleada, golpeada y violada por quién sabe cuántos hombres. Es una patada al estómago del espectador en toda regla, una imaginería tan evidente que rompe la contención mantenida por Rigola hasta aquí. Ya sé, porque uno es moderno y lee blogs, que esas páginas de Bolaño incluyen descripciones aberrantes, pero traspasar esto al teatro implica tomar una decisión: o lo pongo en imagen o sólo dejo pistas. Rigola ha optado, durante diez minutos, por poner negro sobre blanco y salpicarnos con la sangre, pero más que eso, obligarnos a escuchar durante un lapso interminable los gritos desgarrados de la víctima. Poco después van saliendo los actores a depositar cruces de madera a lo largo y ancho del escenario, y es imposible mantener los ojos secos: se ha logrado, claro que sí, impresionar al espectador, pero a un precio muy alto. Todavía hay una coda para rematar la tarea: de nuevo frente al cadáver, los policías van desgranando con el rostro impasible una ristra de frases machistas y nauseabundas, y cuando cae el telón hay un silencio en la grada que se corta con cuchillo. Digo, pues, que a mi modo de ver es un error esta solución visceral, pero no puedo negar que el efecto es demoledor y que no hay nadie en su sano juicio que pueda salir de esta cuarta parte con el cuerpo en reposo y la mente relajada.
La última parte vuelve a situarnos frente al grandísimo teatro: el encuentro de Archimboldi es un regreso al inicio de la obra y al placer de contar y que nos cuenten historias, por mucho que a estas alturas ya llevemos más de cuatro horas de escenas. Aparecen también otras obsesiones de Bolaño repartidas por su bibliografía: los nazis y la guerra, el sufrimiento, la literatura como forma de vida, las apariciones y desapariciones, el azar, la dignidad. En un escenario que hubiera firmado el mismísimo Peter Brook, una cinta corrediza ejemplifica el paso del tiempo y la metáfora del transcurrir de nuestras vidas, mientras al fondo se proyectan imágenes del desgraciado siglo XX. El círculo se va cerrando, y aunque ya sabemos dónde está Archimboldi nadie parece ser quien dice que es. La imagen final es soberbia, como casi todo ya: Archimboldi corre cada vez más rápido por la cinta hacia ninguna parte, pero adelante, siempre adelante, huyendo de esta vana realidad que también es capaz de lo peor, de los crímenes más horrendos a la vez que la literatura busca su espacio en el mundo, su sentido, su razón de ser. Telón.
Salen los actores cuatro veces a saludar, demasiado poco para esta maravilla. Tampoco escucho bravos, probablemente porque es la una y media de la madrugada y nuestro estómago todavía sufre los embates de la cuarta parte. ¿Cómo gritarle bravo a la evidencia del mal absoluto? Pero hay sensación de que algo grande ha ocurrido mientras la foto de Roberto Bolaño se proyecta al fondo, y me sobrecojo.
Háganse un favor espléndido:
2666 todavía está en cartel hasta el día 25 (el espectáculo completo se ofrecerá de jueves a domingo). Los vuelos en España y en Europa están baratos, vengan a Barcelona y no se pierdan este espectáculo. La obra girará en el 2008 a Sevilla y Málaga (febrero) y a Las Palmas y Granada (marzo). Están avisados, y todavía hay entradas.