El silencio acusado de estos días se debe a cambios geográficos impostergables: nada nuevo para mí en esta época. Atravieso el océano como quien cruza los ríos, y andar entre dos realidades ya es una forma de la cotidianidad. Pero por primera vez ha ocurrido algo diferente: el pésimo clima ha obligado a suspender vuelos y a suspendernos a nosotros, sufridos viajeros, en un lapso de tiempo extraño, en tierra de nadie, esperando un avión que parece no salir nunca. 24 horas así, en un hotel impersonal sin ganas de hospedarme junto a gente que sí está allí por convicción, porque pagó su habitación: en cambio mi vida parece sufragada un día entero por fuerzas invisibles que me retienen a la fuerza, y sólo puedo mirar a los bañistas que disfrutan de su estancia.
El bloguero, sentado y a la espera, quizá deba acabar agradeciendo la existencia de este día, como un extra inesperado en su trayectoria vital: 24 horas más de vida que supongo que no vendrán incluídas en mi factura definitiva y final.
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El discurso de Cebrián pone a los blogs en su sitio, o sea, como uno de los fenómenos más impresionantes de este joven siglo. La imagen del bloc-diario de las papelerías que se cierra con candado frente a los blogs virtuales es demoledora y a la vez sentimental: de la histórica idea de la discreción y el secreto impresos en hojas blancas (cuánto amor adolescente recogido ahí, cuánto sexo furtivo convertido a terapia escrita) a la no menos histórica del desprejucio y la desnudez total, ya sea para opinar o para divagar. Pero lo que nadie parece haber notado es que los blogs han roto la tendencia suprema de internet y la de los propios diarios juveniles de antaño: ni que sea por una sola vez en la vida, el libro le ganó al sexo.
La fiesta del aguafiestas
Hace 23 horas
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