lunes, 26 de noviembre de 2007

Salón de peluquería

Entre los agravios históricos de la ciudad de Barcelona está el de no haber podido consolidar jamás un buen Salón del Libro. Créanme: los intentos han sido múltiples e incluso esforzados, pero esta ciudad (que lee bastante, sólo hace falta ir en metro para saberlo) no puede disponer de una feria destinada a dar a conocer el producto anual de las editoriales. Entre el 21 y el 25 de noviembre se realizaba una nueva edición de un Salón del Libro que nadie conoce pero que ahí está, aguantando el tipo hasta que la fórmula sea sustituida por otra y así sucesivamente. Sea como fuere, la tarde del sábado me presenté ante las puertas del pabellón para comprobar, una vez más, que la industria editorial no cree en este tipo de eventos organizados en su propia ciudad.

El acceso al recinto fue una prueba que desanimaría al más convencido. Probablemente, yo era el primer individuo que pretendía entrar pagando al salón: todas las personas que cruzaban el control de seguridad tenían invitaciones en sus manos, y cuando saqué mis euros del bolsillo el muchacho que me atendía no daba crédito. El interrogatorio que me hizo fue toda una declaración de principios: ¿Pero no tiene usted el carné de bibliotecas? No. ¿Y el carné del Barça? No. ¿El carné joven? Ni mis canas hicieron mella en su intento de que yo entrara sin pagar (¿dónde se ha visto, pensaría el jovenzuelo, desembolsar unas monedas para ver unos cuantos volúmenes en estanterías? ¿Cómo le explicaba que yo resido con un pie en América y otro en Europa, y que por ello no puedo tener carnés absurdos?). Por fortuna, y me imagino que para agilizar la cola, la persona que iba a mis espaladas me ofreció una invitación que le sobraba.

El salón sólo ocupaba un único pabellón de la Feria de Barcelona, lo cual ya es bastante sospechoso. A primera vista la disposición de los stands se correspondía con la de cualquier feria al uso, pero un primer paseo daba cuenta del tipo de editoriales que estaban presentes: algunos grandes grupos empresariales (Planeta, SM, Círculo de Lectores), un puñado de pequeñas editoriales minoritarias y casi todas en lengua catalana, y paradas con ediciones de libros vinculadas a instituciones públicas (gobiernos autonómicos, diputaciones). La lista de expositores del programa de mano es completamente engañosa: casi una tercera parte son revistas culturales que sólo presentan un ejemplar de muestra. Ni rastro de Anagrama, El Acantilado, Tusquets, Cátedra, RBA, Plaza y Janés, Quaderns Crema, Alfaguara, Hiperión, Austral, y un larguísimo etcétera de empresas que son la columna vertebral de la edición en este país. O sea, un Salón del Libro sin libros, por mucho que los anuncios previos hablaran de centenares de editoriales presentes y de no sé cuántos miles de títulos a disposición.

Ni falta hace añadir que varios stands estaban destinados a ofrecer absurdos juegos para los niños, a servir cafés letales para el estómago o a vender (el límite de la desfachatez) gominolas y piruletas por si entre pasillo y pasillo nos entraba el antojo. Propongo para la próxima edición salones anejos de masajes y peluquería, para aprovechar el tiempo y darle al lugar el tono acorde que se merece. En un lateral se reconstruyó parte del stand que sirvió para presentar la cultura catalana al público de Frankfurt: y digo parte porque imagino, optimista como soy, que ese engendro sólo era una miniaturización del despliegue que se realizó en la ciudad alemana. Unos metales en forma de libro abierto colgados del techo, una televisión repitiendo una y otra vez el tontorrón discurso de Monzó, otras pantallas que reproducían entrevistas a escritores catalanes, y poco más. En definitiva, que uno iba ya de salida cuando se me ocurrió mirar el programa de actividades: recital comentado de Joan Margarit a las cinco de la tarde en el café de las letras.

Como tampoco hay indicadores por ninguna parte, busqué durante varios minutos el dichoso café: vi que la grosería ya no tenía límites al entender que unas cuantas mesas y sillas era el lugar acordado, y palidecí al pensar que en ese espacio iba a declamar el amigo Joan ante el ruido incesante que surgía de todo el pabellón. David Castillo, el moderador, pensó con tino que lo más óptimo era unir el recital de Margarit y el de Feliu Formosa, previsto para las seis, y salir del paso lo más raudo posible.

No era fácil, pero Joan Margarit siempre tiene la facultad de hacerme reconciliar con todo. Ni la pésima sonoridad, ni la incomodidad del sitio, ni el entorno fantasmal rebajaron la fuerza que tiene su poesía y sus intervenciones. Recordó que sólo en una ocasión tuvo que hacer frente a un recital en condiciones todavía peores: en la estación de Portbou, donde se suicidó Walter Benjamin, mientras los trenes cruzaban por su lado y en una comisaría de policía que había al lado se interrogaba a gritos a los detenidos. Joan estuvo pletórico, también como siempre, y contó anécdotas jugosas como la del viejo edificio en el que vivía de pequeño, en plena plaza Calvo Sotelo (hoy Francesco Macià, pero reivindicó el antiguo nombre porque allí siguen habitando los mismo fachas de toda la vida): en ese edificio tenía su apartamento Gironella, que en esa época escribía por las noches Los cipreses creen en Dios al tiempo que iba lanzando colillas al patio del chaval Margarit; debajo, el señor Lara comenzaba a crear su editorial con cuatro duros, y todavía en el entresuelo una niña a la que llamaban Tita correteaba por la escalera, sin saber que un día se convertiría en baronesa de Thyssen.

Pero lo mejor de Joan Margarit es su sentido común y su realismo al hablar de literatura: no entiende la interrelación de las artes, algo al parecer tan moderno (arquitectura poética, literatura musical, teatro pictórico) y reivindica una poesía poética, que es lo más difícil. Para escribir poesía hay que tener, principalmente, una vida: e implicarse en ella hasta el fondo, porque de allí sale el sentido de todo verso. Esa es la razón por la que Joan escribe mucho y es capaz de publicar un libro anual: él vive y se desvive por los demás. Se despidió contra todo pronóstico con un poema de Machado, para dar a entender que la mejor forma de comprender la poesía es leyéndola, y que toda la historia de la filosofía ya está encerrada en tantos libros de versos. David Castillo, haciéndose perdonar por el desaguisado, recordó la razón de la separación de los Beatles, cuando ya cada uno tocaba por su lado y no eran capaces de saber qué canción acababan de interpretar: antes de que nos pasara con los poemas de Maragrit y Formosa (el ruido ya era un vendaval) nos marchamos entre aplausos.

Salí reconfortado, sabiendo que unos poemas habían justificado completamente la visita y esquivando la larga cola que se había formado ante la mesa en la que, minutos después, firmarían libros Millás y Boris Izaguirre. Puse pies en polvorosa, claro.

1 comentario:

SDVB dijo...

Una visita.

Dejo mi paso por aquí.