lunes, 29 de agosto de 2005

Caído en desgracia

Hacía ya tiempo que no leíamos algún cuento nuevo de Javier Marías. Parecía como si, encerrado en su trilogía novelística, fuera incapaz de crear otra ficción y otros mundos paralelos que aquel en el que vive sumergido. Pocos años atrás no era nada raro leerlo en alguna publicación o suplemento literario, en algún periódico, y algo después releerlo en formato libro. Cuando el primer número de Granta en español anunció que publicaba un inédito suyo me froté las manos (por fin un cuento de Marías, volvemos a los buenos tiempos) pero la ilusión duró lo que las cuatro o cinco páginas permitieron: eso no era más que un artículo sobre su miedo a volar y no pasaba de brevísimo testimonio de una fobia personal.

Este agosto, el suplemento dominical de "El País" nos ha recuperado al Marías cuentista en "Caído en desgracia", un interesante ejercicio que, luego hemos sabido, tiene su origen en el Festival Letterature celebrado en Roma entre los meses de mayo y junio. La historia narra la peripecia de una pareja de italianos, Giovanni Lambea y Sara, de visita en Madrid (por asuntos laborales él, de cierta envergadura por sus implicaciones políticas; de turismo ella) y del narrador que hace la función de acompañante o guía de la pareja pero con algunas tareas añadidas: debe ser de alguna manera su protector, la persona que debe impedir que a ellos les pueda ocurrir cualquier cosa mala: "resolverles cualquier dificultad o problema y adelantarme a los contratiempos (...) protegerlos con mi presencia". Pero este guía, de quien nunca sabremos su nombre, recibe una llamada de sus jefes o superiores advirtiéndole que la situación ha cambiado y que su protección debe tornarse en dejación de funciones, ni impidiendo por lo tanto cualquier acto que pueda perjudicar a los Lambea ni siendo demasiado protector. El aviso, pues, implica la sospecha de que en cualquier momento alguien intentará matar a Giovanni y a Sara y el narrador será testimonio inevitable del hecho: "tendría que ser su testigo, me vería obligado a asistir a ello y a no intervenir, a no echarles una mano".

Se me ocurren algunas observaciones que pueden dar la pauta de por qué precisamente este cuento y por qué ahora:
  1. Marías ha dividido la escritura de sus últimos cuatro o cinco años en dos parcelas muy delimitadas: la escritura de Tu rostro mañana, aún en proceso, y los artículos semanales sobre la actualidad que nos rodea en "El País Semanal". En este cuento bebe de ambas fuentes y aparecen datos que nos ligan tanto a la novela como a su faceta articulista. Por un lado, el ambiente en el que se desarrolla la historia pertenece al mundo de los agentes secretos, a las personas que se dedican a trabajos de seguridad con conexiones políticas y que nos remiten diáfanamente a los espías y a sus conexiones. No sabemos en qué trabaja Giovanni ni con quien se reúne en sus encuentros, ni sabemos para quien trabaja el narrador ni cuál es su función específica más allá de la de ser "protector" de personas. Pero sí sabemos que todo ello tiene ramificaciones con los fondos reservados, con el mundo subterráneo que sabemos que existe pero que nadie conoce, con la trama que se va tejiendo desde Tu rostro mañana y que es el mundo ficcional que ahora envuelve al autor, y del cual parece no poder despegarse. Por otro lado, los comentarios del narrador también nos devuelven al Marías apegado a su cotidianidad y que, con cara adusta y algo doctrinal, sarcástico pero con un desasosiego permanente, despotrica contra lo que ve y siente: "la Plaza Mayor, ésta hoy ya no gran pérdida, cada vez más degradada, nueva Corte de los Milagros llena de pordioseros con pústulas o sin brazos, de buhoneros desaprensivos con casetas municipales y de vagabundos africanos aletargados o bien eslavos más aguerridos, estos últimos botella en ristre demasiadas veces, nuestros alcaldes la han convertido en un perpetuo escenario circense". O bien esa mención infaltable: "en cada obra (siempre mil en Madrid) un accidente, una trampa". Parece que, por ahora, no hay otro Marías posible más allá de su presente visión literaria y, por así decirlo, periodística.
  2. Es curioso como últimamente estoy leyendo novelas con un ambiente de ciudad preciso, exacto y delimitado, con calles y plazas reconocibles. El París de Monsieur Pain, la Roma de Una novelita lumpen, la Barcelona del Paralelo y los cabarets decadentes de Las bailarinas muertas, el Madrid de este cuento: "Tal vez a la tarde sí convenía alterar los planes y no llevarlos a El Escorial –una hora de carretera, otra a la vuelta, y total: masiva piedra– ni a deambular por el Madrid de los Austrias, se quedarían sin ver el Palacio Real, la espantosa Almudena –Catedral abyecta y reciente, más valía– y la Plaza Mayor".
  3. Pese a todo, ha habido momentos que me han llevado, retrospectivamente, a mis tardes de sofá con Corazón tan blanco entre las manos o con Mañana en la batalla piensa en mí. He tenido la sensación (y puede que sea debido a las propias obligaciones del formato cuento) que aquí hay un Marías más discursivo y menos digresivo, y un Marías que recupera lo que era un elemento marca de la casa: la repetición de sentencias, también presente en Tu rostro mañana pero con algo menos de fuerza (digresión obliga): "Los Lambea han caído en desgracia" / "Pensé que había nacido en desgracia." / "No creía haber caído en desgracia, eso era seguro, pero acaso sí haber cedido terreno". O bien: "Es suficiente creer que la vida de alguien depende de la presencia de uno para no negársela", frase repetida con exactitud cuatro párrafos después. O incluso "los ojos acusosos" de Giovanni o la "mirada verde" de Sara, dos caracteres que se retoman en varias ocasiones.
  4. Las relaciones que se establecen entre hombres y mujeres en las obras de Marías merecerían un buen estudio. Abunda la relación fría empañada con el vaho de la atracción sentimental, un no querer implicarse pero pensando en lo que sería de nosotros con esa persona, a su lado; un interés en conocer más (qué hay debajo de sus palabras, de su ropa) pero desplegando un velo que no permite la aproximación completa nunca: "a Sara en cambio le cogí simpatía, no más que eso, quizá por su largo esfuerzo, o quizá me agradaba su mirada serena verde que se alarmaba fácilmente", pero más tarde: "Lamenté ser para siempre eso, un esencial desconocido".
  5. Dos destellos: cuando alguien me pregunta cómo escribe Marías, le puedo dejar una frase como esta: "Giovanni era un fabricante incansable de chasquidos de lengua y suspiros hondos de Sara, también de aceleraciones de su asustadizo pulso", no me hace falta añadir mucho más para percibir un estilo. Y si me pregunta de qué habla, le puedo dejar un lugar común, un fetiche: "Y sin embargo allí permanecía encadenada como un fantasma, la devoción difunta más allá de su fallecimiento".

Me ha gustado este cuento, sí. Hay pasiones que duran toda una vida.

jueves, 25 de agosto de 2005

Flan chino Mandarín

Los azares me han llevado estos días a recuperar un viejo Premio Herralde, el de 1996, cuando aún éramos jóvenes y uno compraba Herraldes porque tocaba, porque había que llevarlo bajo el brazo en la estación de metro y abrirlo descuidadamente mientras él o ella estaban enfrente y nos miraban de reojo con envidia, pensando -pensando nosotros que pensaban ellos, claro- en lo tristes y empequeñecidos que se sentían con su Coelho en la falda (¿quién era el Coelho de 1996? ¿Allende, ya? ¿Luis Sepúlveda?).

En fin, que nueve años después me pongo a leer un libro que entonces no me llevé al metro y que reposó todo este tiempo en un cajón. Tiene su gracia eso de comprar novedades y ponerlas en adobe, comprobando después si el tiempo no habrá reducido a cenizas su supuesto valor, si esa obra no era un mero artefacto editorial al rebufo de una moda pasajera. Cuántos Mañas y cuántos dinosaurios muertos a tirachinas nos hubiéramos ahorrado si hubiéramos puesto en remojo muchas páginas y después, al ir a buscarlas, nos hubiéramos quedado con polvo en las manos al pasar la tercera hoja. Así que, con prevención, abrí el cajón y me metí de lleno con Las bailarinas muertas. Estoy en ello todavía, prueba fehaciente al menos de que el libro aguanta y pervive.

Antonio Soler ya dejó hace tiempo Anagrama y es todo un hombre de Destino en lo universal, incluso Premio Nadal el pasado año. Pero se habla poco de Antonio Soler: no veo claros los motivos por los cuales su prosa ha quedado por debajo de la de Zarraluki, por ejemplo. Ni sé tampoco por qué dejó Anagrama. Ahora lo que me interesa es conocer a este escritor e intentar situarlo en el actual panorama de la narrativa española, aunque sea nueve años después.

La primera sorpresa al entrar en el libro es la potentísima imagen que nos asalta apenas hemos traspasado las primeras líneas. Una comparación inquietante, muy poderosa, que crea una zozobra en el lector no avisado. La prosa fluye con un moderado barroquismo, más por la suma de elementos anecdóticos que por un estilo amanerado, y ello ayuda a percibir con más desnudez el bofetón disimulado de Soler: estamos tan metidos en el dato banal y en apariencia inofensivo que nos damos cuenta demasiado tarde de la mano que llega, abierta, a nuestra mejilla. Merece la pena ser explícito, porque tampoco voy a descubrir nada fuera de lugar, y por si acaso anuncio que va a ser solamente en este próximo párrafo.

El narrador va relatando dos historias paralelas sin interrupciones, saltando de la una a la otra con bastante agilidad. En esos dos espacios temporales distintos hay dos recuerdos que se entrelazan por un hilo extremadamente tenue pero, como decía antes, muy cautivador por su infantil crueldad. El primer recuerdo pertenece al ámbito de los juegos de cuando todos éramos niños, y salíamos a la calle y montábamos partidos de fútbol con porterías improvisadas, después de comernos un flan chino Mandarín que nos preparaba nuestra madre. Allí siempre jugaba el gafitas, o el pecoso de turno, o el patoso. En Las bailarinas muertas hay un portero, un chaval, víctima de la polio que se ve obligado a jugar siempre de portero con hierros y correas. Sus caídas en busca de la pelota provocan un ruido característico que se conecta con el segundo recuerdo: el de un cabaret de Barcelona donde trabaja el hermano del protagonista y en cuyo escenario han caído, literal y dramáticamente, varias bailarinas con sus vestidos de lentejuelas. Esos ruidos metálicos aún resuenan en mi cabeza: los herrajes de Tatín, niño desvalido y torpe, sobre el polvo, y el cling-clong de las chapas falsas y cutres de las mujeres que son víctimas del destino o de no se sabe qué extraño virus. El mismo metal con el que están hechos los fracasos, las vidas monótonas de cada quien.

Comentaba antes el alarde de anécdotas que se suman alrededor de personajes variopintos, un despliegue de pequeños freaks de barrio y ciudad, y que puede ser, con muchas páginas por delante, un riesgo importante para la novela. Soler quiere contarnos mucho, y el cúmulo de historias puede ahogar una trama todavía en ciernes, que adolece de una estructura no muy robusta: sabemos todo y nada del Sebas, del Mezcua, del Domínguez, de Ortigosa. Sabemos algo más de la Bella Manolita, de Hortensia Ruiz, del chino Bonilla (el que se parece al dibujo de las cajas de flan chino Mandarín). El narrador pinta a cada personaje con algún dato extravagante, por el cual parece que será conocido en el resto de la obra: esos brochazos tendrán que armarse y los próximos días veremos si lo logra.

Pero la época y el ambiente están bien elaborados, y esa España de inconcreta fecha es la que vivimos o la que nos explicaron, la de posguerra y gris, la de los sueños rotos, la de los cabarets con paredes desconchadas, la del jerséi que sirve de poste para la portería, la del que quiere repetir flan pero, eso sí, siempre que sea Mandarín.

jueves, 18 de agosto de 2005

Una novelita lumpen: últimos apuntes

  1. Roma. Las referencias romanas en el libro corresponden más a un arquetipo de personajes que a una ruta geográfica por las calles de la ciudad. Casi nadie camina por sus plazas: Bianca, su hermano, los amigos, Maciste, siempre se mantienen en casas o apartamentos cerrados, y no intermedian con la realidad cotidiana de la población. Pero Roma, contra lo que pueda parecer, sí está presente: lo está en los caracteres fellinianos de los protagonistas y en un estado de ánimo que nos remite al neorealismo más clásico, aunque ahora sustituyendo los elementos cotidianos de hace unas décadas por los nuevos soportes tecnológicos (alquiler de cintas de vídeo, etc.) Aunque no miremos por la ventana, sabemos que si Bianca levanta la persiana vamos a descubrir una ciudad que no puede ser Moscú ni México D.F. ni Praga: los perfiles y las respuestas de todos nos remiten a ese mundo que hemos conocido a través de las películas. Ha habido varios críticos que han trabajado el tema, sin duda el más polémico de cuantos pueda contener la novela. Así, para Patricia Espinosa, Roma es "casi un personaje, casi un protagonista y mucho más que un referente", pero para Íñigo Madrigal, "no es una novela romana y ni siquiera es una novela espacial". Recuerdo que Monsieur Pain sí abrigaba los dos aspectos: un París geográfico, de calles y bares muy particulares, y un protagonista intrínsecamente parisino. Una lectura interesante es la que realiza Sarissa Carneiro, con la tesis de que la globalización se introduce en la vida marginal de este puñado de romanos desesperanzados.
  2. Maciste. Un personaje sacado de las entrañas de Cinecittà y del cine de luchadores romanos de los años 50 y 60. Un ser absolutamente bolañesco, con cierta similitud con los personajes de las películas de Ed Wood: un hombre ya envejecido, que no llegó a nada más que a protagonizar tres o cuatro peplums, ahora ciego y fofo y contratando a una joven para poder tener sexo e iluminar algo sus últimos días. Supongo que este personaje no reaparece después en ninguna otra obra, pero me asaltaba la duda mientras leía la novela: sería divertido recuperarlo y saber qué fue de su vida.
  3. Agujeros negros. Ya es un clásico hablar de los agujeros negros en la obra de Bolaño. Lo hace Rodrigo Fresán cuando realiza la crítica de Amberes, y lo hace Andrés García en un brevísima reseña que esconde esta frase cabal: "(...) con esos encantadores “agujeros negros” que tan deleitables hacen su prosa y esa sensación de peligro inminente a lo W.C Fields".
  4. Aburrimiento. Bianca y sus compinches se encuentran en un estado de perpetuo aburrimiento. Al ser una novela narrada en primera persona, esa sensación va siendo transmitida por la voz de Bianca, que va relatando cada uno de sus movimientos a lo largo de los días; también los más insípidos, porque son los que mayoritariamente la acechan y conforman su transcurrir cotidiano. De ahí a la derrota sólo hay un paso: el plan que han preparado todos no lleva a ninguna parte y termina siendo otro paso más hacia el tedio perpetuo.
  5. Kitsch, bizarre. Adjetivos que también dan idea del entorno en que nos movemos.
  6. Amuleto. Apunta Miguel de Loyola que Una novelita lumpen se emparenta con Amuleto por la voz narrativa. ¿Podremos establecer algún vínculo secundario entre estas dos obras en nuestro ya famoso diagrama?

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Una semana de descanso en la senda. Aprovecho para dejar constancia de la aparición de Trayecto, una recopilación de críticas de Ignacio Echevarría con un prólogo que promete ser sustancioso, con referencias a su salida tempestuosa de "El País". Yo me detendré a leer otras cosas que tengo a mano, y lo cuento al regreso.

miércoles, 17 de agosto de 2005

La renovación de la novela

Cuando oigo a alguien hablar, hoy todavía, de la muerte de la novela, desenfundo la almohada. Otra cosa es que ese alguien tenga nombre y apellidos -Eduardo Mendoza- y afirme ahora algo muy distinto: que es necesaria una renovación de la novela. Ahí sí que mis desvelos me vencen y debo seguir leyendo para saber en qué consiste esa renovación.

Dijo el novelista en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo que "la gran aportación de la novela vendrá por el periodismo". Sin duda hay que pensar en esta frase. Es cierto que el periodismo ya ha dado algunos pasos para meterse de lleno en el terreno de la ficción (el buen reportaje con ansias literarias queda para otra ocasión). No hablo aquí, pues, de Kapuscinski: hablo de los mecanismos que provienen del periodismo y que acaban metiéndose en el proceso de creación ficcional. El ejemplo que pone Mendoza no me parece el mejor, por lo que ya tiene casi de cliché, pero supongo que Soldados de Salamina debe ser un paradigma de lo que esa renovación debe aportar en el futuro. Los elementos están ahí, claro: el narrador que escribe un artículo periodístico y que prosigue su indagación mucho más allá de las páginas del periódico, y nos cuenta ese proceso indagatorio y sus descubrimientos. Casi todos falsos, claro, pero falsos en cuanto a su aspecto periodístico, plenamente verdaderos en el sí de la novela. Arcadi Espada ya dejó escrita en sus Diarios la falacia que supone buscar a Miralles y encontrarlo en un asilo francés, creando así un personaje falaz que de algún modo representa a todos los Miralles posibles, estén en un asilo, en un viaje de jubilados o en el bar de la esquina jugando una partida de mus. Miralles somos todos. Pero Espada es un periodista que leía una novela, y su enfoque estaba emborronado por su particular prejuicio profesional: el periodista-lector buscaba la verdad y se encontró, ay, con una verdad de novela, como si dijéramos de segunda categoría.

¿Pero qué hay más allá de esos Soldados? ¿Por dónde podemos seguir hallando nuevas pistas que nos indiquen que la novela está cambiando, y haciéndolo en función de unas reglas adoptadas del periodismo? Como esta palabra quizás asusta un poco, mejor hablar de las nuevas relaciones que se establecen entre el imaginario de la ficción (con lo que ello supone de creación de personajes, elaboración de una trama y de una estética particular) y elementos extraídos del pasado, ya sea inmediato o histórico, que conviven en armonía. ¿Pero es esto renovador? Al menos se me ocurren dos nombres que sí seguirían esta línea y que se podrían considerar renovadores: Sebald y el último Marías. Los dos, además de crear un código estético muy particular con una elevada calidad literaria, navegan en dos espacios paralelos, ficción y realidad, sin rupturas ni fronteras que marquen el paso del uno al otro. No sé si el Bolaño de 2666 y su compendio de las muertes de Ciudad Juárez entraría en esa lógica. Marías puede hablar en Tu rostro mañana de su padre, de la Guerra Civil española, de Hugo Chávez, de las novelas de Ian Fleming... Todo palpable y estrictamente real. Pero el entramado sigue siendo un mundo creado con las leyes de la novela, no al margen de ellas. Dice Mendoza de Soldados de Salamina: "prescinde de la forma de novela, juega con los tiempos (...) Todo eso acaba convirtiéndose en una novela. En ningún momento muestra las cartas de la novela, pero es una novela. No sé si será el futuro, pero es una renovación". No veo claro que Cercas no muestre esas cartas, de la misma manera en que las muestra Marías. Ni qué decir tiene que no son las cartas de la novela decimonónica, pero corresponden a un género que ya bebe de otras fuentes, y sin duda el periodismo, con su revolución en el siglo XX, es una de ellas. Una más.

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Toque de alerta: cuando el dinero abunda y el tiempo escasea sobreviene la estupidez.

lunes, 15 de agosto de 2005

Vinieron del Norte

Qué grato saber que la mejor revista en español se edita en México. No va a ser ésta la última vez que hago referencia a "Letras Libres" (link permanente en la columna de la derecha del blog), pues siempre hay algún que otro artículo imprescindible que reseñar. El de hoy quizá no lo sea tanto, pero merece unos minutos de atención por lo que supone de punto de mira hacia la literatura que viene del Norte, de modesto intento por establecer un who's who de lo que está pasando ahora mismo, que es decir en la última década, en la tierra de Faulkner.

Rodrigo Fresán, en "New American Cookbook: El aquí y el ahora en veinticinco libros cardinales" se ha dado a la tarea de recomendar 25 libros norteamericanos editados recientemente, sin ningún tipo de gradación más que el arbitrario orden alfabético, y de paso realiza un efectivo ejercicio comparativo entre autores, relacionando obras y sugiriendo otras lecturas alternativas. Hacía tiempo que no veía un compendio tan amplio, quizá sin excesivas pretensiones, pero quizá también sea eso lo que lo hace apetecible y lo que me ha obligado a dejarlo a mano, no demasiado lejos por si necesito volver a él. Nada que decir respecto a la crítica fugaz que realiza sobre cada obra: he leído muy poco de lo que aparece en la lista, pero suficiente como para comprender al instante que Rodrigo sabe de lo que habla. Y me alegro especialmente por mí, consciente de que necesito una buena dosis de instigación y empuje para adentrarme en la literatura de Estados Unidos: mi interés literario se fundamenta hoy en España y Latinoamérica, en Inglaterra y, en mucha menor medida, Francia e Italia.

Así, por ejemplo, no pude terminar Las correcciones de Franzen, lo asumo. Tengo pendiente, y debería haberlo anotado en la incompleta lista de mi anterior post, El arco iris de gravedad de Pynchon. Pero le he dedicado su tiempo -el mío- a Don DeLillo, algo menos a Richard Ford y a Philip Roth. Y siempre he atrapado alguna migaja suelta, como en su día hice con American Psycho de Easton Ellis o con Todo un hombre de Wolfe. A la última novela del cual, por cierto, dedicaba también Rodrigo Fresán un artículo en la misma revista el pasado mes de abril, y en donde decía que Wolfe ha descubierto "que en las universidades del tercer milenio se bebe mucha cerveza y se fornica sin parar", como si en su vida hubiera leído a Easton Ellis y se hubiera reconvertido a la moda soft de American Pie. Ese es el temor que siempre tengo cuando me enfrento a un libro de un estadounidense: no sé si voy a quedar motivado por un lenguaje iconoclasta y rompedor, por unos personajes modernos que rompen estereotipos, o desfalleceré ante la enésima versión del menú con ingredientes de la Warner Bross, sofrito de ketchup y bandera con estrellas en el bolsillo trasero del pantalón. De ahí mi estima por la frontera de El Paso hacia abajo, donde los límites se diluyen y las patrias perecen a merced de los francotiradores de ningún lugar.

No es fácil realizar una clasificación de temáticas, géneros o estilos ante la avalancha de nombres: ¿qué tienen en común Philip K. Dick, Raymond Carver o John Updike, más allá de su pasaporte? ¿Y Douglas Coupland, Charles Baxter o Foster Wallace? Me alienta la idea de la novedad, en el sentido que América (perdón por utilizar el término así, a lo bruto) asume su rol de tierra sin tradición, rol tan falso de hecho como cualquier otro pero que en cierta medida funciona y obliga a producir arte que no arrastra maletas repletas de mitos. Que el mito sea Marilyn y no el Minotauro identifica a toda una sociedad, y de ahí que esperemos siempre que América produzca algo nuevo, porque "la literatura estadounidense siempre fue nueva y nunca dejará de serlo".

El temor a que hacía referencia, empero, no me impide ir probando de aquí y de allá, y descubriendo en contadas ocasiones a ciertos autores con los que recupero la esperanza (Jeffrey Eugenides) y vuelvo a situar el punto de mira hacia el Norte. Ahora es Rodrigo Fresán quien nos incita a seguir por esa senda y nos regala una pequeña brújula para no perdernos: ¿la sabremos aprovechar?

viernes, 12 de agosto de 2005

Lo que queda por leer

A veces pienso que aquello que nos conforma como lectores, más que el cúmulo de libros que ya llevamos digeridos, es todo aquello que aún nos queda por leer. O sea: aquellas obras que ya hemos decidido leer algún día (aunque después quizá no lo hagamos nunca, eso es lo de menos) y que, o bien están en la librería de casa esperando turno, o bien en nuestra cabeza como asignatura pendiente. Entre esos libros que conforman mi imaginario futuro los hay de toda índole, ya los voy a listar. Me gusta pensar en ese lector potencial que va saboreando una novela tiempo antes de leerla, a veces durante años. Supongo que la edad es un factor determinante: todavía puedo permitirme el lujo de pensar que todo aquello que compro lo voy a poder leer (¡y releer!) algún día. También merecería una cierta atención la discriminación entre los libros que van directamente a la mesilla de noche y los que engrosan la pila de futuribles: hay obras que se compran para ser devoradas esa misma noche y otras que ya sabemos que deberán reposar, madurar, envejecer, como los buenos vinos.

Así pues, entre mis lecturas nonatas están éstas, sin orden ni concierto:
  • La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Sí, ya sé que me promete retortijones por las carcajadas que soltaré, y que estuvo muy de moda en su momento o lo está siempre (un long seller), y que es el ejemplo perfecto del boca-oreja. Pero ahí sigue, acumulando polvo y perdiendo amarillo (es lo que les ocurre a los libros de "Panorama de narrativas": mientras que todos los libros amarillean con el paso del tiempo, éstos pierden color).
  • Tristram Shandy, de Sterne. La traducción de Marías, claro. Es otro de esos libros destinados a permanecer como pendientes, pues siempre podemos disfrutar del placer de pensar que un día nos sumergiremos en él y alcanzaremos el éxtasis. Es la satisfacción del erotismo: es mucho más sugestivo el momento en que se abre la puerta de la habitación y observamos la penumbra y un cierto olor agrio y unas bragas en el suelo, que la consumación de todo lo por venir.
  • Esferas, de Peter Sloterdijk. Hay tantos amigos virtuales que han recomendado su lectura que no poseer esta trilogía le convierte a uno en un proscrito. La filososfía de hoy, y quizá la de mañana. Uno piensa que para llegar ahí tiene que recuperar primero la historia previa, desde los presocráticos hasta Nietzsche, así que hay toda una vida por delante.
  • En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Hablo de toda la serie completa. Primero teníamos la excusa de no encontrar una traducción actualizada y definitiva, ahora ni eso. Su volumen aconseja no pasar de los cincuenta para ponerse a la tarea, no nos vaya a pillar el tren sin haber hecho los deberes.
  • Memorias de ultratumba, de Chateaubriand. Lo mismo que el anterior, elevado al cubo: el perverso Vallcorba nos ha regalado una edición inigualable, que desmonta todos los pretextos para adentrarnos en esta maravilla del pensamiento. Ahora todos tenemos ya en casa la caja con dos volúmenes, todavía envuelta en celofán.
  • Cualquier obra de Sebald. ¿Quién no tiene algún libro de Sebald todavía por leer? ¿Quién no ha dejado en el estante uno sin abrir, pensando que después de ese ya no habrá más y que postergar su lectura reconforta tanto como haber leído los anteriores? ¿Seremos algún día capaces de leer el último de sus libros?
  • Y, claro, 2666, de Bolaño. Creo que en eso hemos coincidido muchos: necesitamos ir entrando en el mundo de Bolaño por pasos, paulatinamente, descubriendo sus temores y sus voces reiterativas y sus obsesiones, y así, mientras gozamos, esos temores y voces y obsesiones se nos hacen familiares y Bolaño acaba siendo uno de los nuestros. Hasta el orgasmo final.

Siento haberme puesto tan Vila-Matas: deben ser los viernes, o este agosto permanente en esta ciudad imposible.

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Expiación: segundo round

En esto de los blogs no hay que dejar de ir casa por casa, no vaya a ser que nos pase por alto alguna invitación al debate. La simbiosis entre comercialidad y calidad literaria, de la que habla Portnoy, no veo yo que sea demasiado balanceada en este caso. Recuerdo la dificultad que tuve en las primeras veinte páginas, luchando para no dejar la novela, sobretodo después de haber leído la excelente crítica que publicó "Babelia". Me parece un arranque totalmente alejado de lo comercial, por mucho que después la novela sí pueda tener algunos elementos cercanos al golpe de efecto (releí después esas veinte páginas ya en la cama de un hotel, pues tampoco ayudó el hecho de que anunciaran las salidas de los vuelos por altavoz mientras yo intentaba comprender cómo Briony ensayaba una obra de teatro). Tampoco creo que le sobren páginas a la primera parte: sigue siendo para mí lo mejor del libro, superior a la segunda parte bélica, que se queda como gran novela de género, muy académica. Pero el artefacto funciona especialmente como engranaje de piezas: esa "metaficcionalidad" de la que habla Portnoy es la sustancia del libro, pues es Briony quien va escribiendo la novela de su vida, con los errores de los que después van dando cuenta algunos personajes del libro. Esa idea no puede contenerse en un cuento, necesita de una obra de largo aliento para ser creíble y que tenga la posibilidad de abrir bifurcaciones que enriquezcan esa complejidad. Expiación parte de una idea magnífica y su resolución me parece digna de elogio. Que lleguen nuevas voces a este debate. Fin del asalto.

martes, 9 de agosto de 2005

El sábado que viene

Como soy incapaz de leer una novela que no sea en español, catalán o francés, esperaré a que el Saturday se convierta en Sábado, Herralde mediante, para dedicarme al placer de su lectura.


De toda la primera generación Granta, Ian McEwan es mi preferido. Intento no perderme otras novedades de Barnes o de Amis, pero quien mejor sabor de boca me deja sigue siendo McEwan. Y el listón está tan alto desde Expiación que no puedo dejar de sentir cierto temor ante lo que se me avecina. Las comparaciones serán obligadas, y el resultado incierto.

Expiación, coviene recordarlo ahora, es una de las mejores novelas anglosajonas que han llegado por aquí en los últimos años. Una novela triple: la primera parte, que ocupa medio libro, es un prodigio narrativo, con unos enfoques y unas miradas de jugosa complejidad. Ahora recibo ecos de Celebración, esa tremenda película de Vinterberg, al recordar esas páginas: curiosas asociaciones. La segunda parte es una exacta novela de género, de buen género bélico, que quizá también recuerda las mejores películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Y finaliza con un encantado alegato romántico, de nuevo un bandazo en otra dirección pero que juntamente con las otras dos partes conforma un engranaje perfecto, milimétrico. Y después, claro, siendo McEwan quien es, está la anécdota truculenta, la que pone el hielo preciso en la hirviente narración.

Tiempo habrá para comentar ese Sábado. Mientras, aprovecho para recordar también a algún autor de posteriores generaciones que también tenemos a mano, en Anagrama: John Lanchester, premiado por los libreros catalanes, o el tremendo bofetón que supone Adam Thirlwell para las mentes relajadas. Dos opciones de entretiempo.
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Yo tampoco hablaré de Panero. Ni yo tampoco.

lunes, 8 de agosto de 2005

Contando baldosas blancas

1. Ay, esa huida sólo aparente de la realidad, ese volver al redil de lo cotidiano para quedarse (¿definitivamente?) e instalarse en el sofá de lo banal. Esa narradora en primera persona se nos está apoltronando en las comodidades de lo que ofrece una vida insustancial, y eso que nos iba prometiendo salidas hacia otras esferas inquietantes... Sí, tienen un plan, todos los de la casa ("tenían un plan. Eso lo recuerdo. Un plan borroso en el que todos, mi hermano también, habían cifrado su destino y puesto su grano de arena, su aporte personal, su visión de la suerte y de los giros de la suerte"), pero salido de gimnasios abúlicos, noches de televisión y peluquerías de barrio. Todo muy lumpen, claro. Estamos perdiendo el rastro de lo extraño, y la chica lo reconoce: "No me gustaba mi vida. Las noches seguían siendo claras y diáfanas, pero yo estaba dejando de ser una huérfana". Incluso cuando repasa su vida con un memorable test de revista (qué gran capítulo) nos manifiesta su pegajoso apego a lo cotidiano, y nos lamentamos de que esa luz nocturna sea tan difusa, de que no aumente su brillo, de que nos vayamos apoltronando nosotros también en la vida de esos personajes sin presente. Ante esto, la metáfora perfecta:

"A veces llegaba y la casa estaba sola. Cuando pasaba esto comía en la cocina, sentada en un taburete blanco, mirando las baldosas blancas de las paredes, contándolas de arriba abajo, y luego contando las hileras, y luego me olvidaba, y luego las volvía a contar. Puedo decir, sin ser irónica, que me aburría".

2. Pero qué gran personaje, ella. Bianca. Si en Monsieur Pain estábamos en pleno quebrantamiento de todas las normas de una novela detectivesca, en Una novelita lumpen nos encontramos ante el desguace de la novela de aprendizaje. Cuántos adolescentes en la literatura abriéndose paso, cuántas vidas poniéndose rebeldes porque los padres ya no son lo que eran, cuántos Kids y cuántos guardianes entre el centeno (guiño: cuántos piercings en el ombligo y cuántas uñas de los pies pintadas para un Humbert cualquiera). Pero esta nuestra Bianca no pretende ponerse rebelde, he ahí la gran diferencia. Va deslizándose con enorme frialdad por ese túnel que separa lo infantil de lo adulto, en un ambiente de calculada hostilidad, y ante eso antepone su aburrimiento y su laissez faire, que nos contagia:

"Ahora soy una persona sencilla y antes, cuando las noches eran igual de claras que el día, también. No me daba cuenta, pero lo era".
3. Según la última versión del diagrama, la relación entre Monsieur Pain y Una novelita lumpen tiene un nivel inferior al de otras relaciones, con línea discontínua. Me parece correcto: las semejanzas, que voy apuntando estos días, presentan todas un carácter bastante leve: ni hay personajes que se repiten, ni argumentos que puedan coinicidir. Lo que ahora me intriga es el color azul con el cual también están escritos los títulos de otras tres obras: Pista de hielo, Estrella distante y Amuleto. ¿Qué tipo de relación explica esta coincidencia cromática? ¿Hay categorías de relaciones, y su orden sería según la intensidad: línea contínua - línea discontínua - color del título? Además, ¿hay alguna explicación para que las dos novelas que estoy comentando, desgajadas del triángulo, se encuentren flotando en ese lugar y no en otro?

jueves, 4 de agosto de 2005

El espejismo de la cercanía

"A partir de ese momento los días cambiaron. Quiero decir, el transcurso de los días. Quiero decir, aquello que une y que al mismo tiempo marca la frontera entre un día y otro. De pronto la noche dejó de exisitir y todo fue un continuo de sol y luz. (...) Sol y luz y explosión de ventanas." Pág. 14
"A eso de las cuatro de la mañana yo solía despertarme con un sobresalto. (...) y no podía creer que fuera de noche todavía, que esa incandescencia fuera la noche. Daba lo mismo cerrar los ojos o mantenerlos abiertos" Pág. 18
"Entonces me miré en un espejo y me vi ojerosa, con la piel blanca, como si la luna, que para mí brillaba tanto como el sol, me estuviera afectando". Pág. 40

Estos fragmentos, extraídos de Una novelita lumpen, inciden en uno de esos aspectos que tanto me atraen de Bolaño: el elemento extraño (irreal, a veces irracional, o surreal, o incluso próximo a lo paranormal) que se inmiscuye sin hacer ruido en una trama cotidiana. Algo que nos indica que, pese a la aparente monotonía de unos personajes inmersos en el día a día de una vida insustancial, hay algo ahí cerca o dentro de nosotros que nos sumerje en un mundo paralelo, ficticio, pero que nace de nuestros sentimientos y anhelos.

La historia de la muchacha protagonista, que habla en primera persona como cualquier adolescente con granos, podría ser de una tontería mayúscula si no pensáramos que hay algo más. Que esa teenager que recién acaba de vivir un drama personal encarna de alguna manera al adolescente en potencia que habita en cada uno, y que en un momento dado da un paso adelante y nos sumerge en una vergüenza propia descomunal. Pero ella refleja sus miedos y angustias en esa luz externa que proyecta su cerebro y que ilumina las noches, la luna y los sueños. Entre concursos de la tele, frío sexo nocturno y ex novios de discoteca, esa incandescencia nos devuelve al mejor Bolaño, el que se aparta de vez en cuando de la cercanía para recordarnos que fuera del tiempo real se esconde otro mucho más interesante. El espejismo de la cercanía, como dice en otra página.

De todas maneras, no reniego de la trama principal ni de las reacciones de la muchacha en sus momentos menos espirituales: su aparente frialdad me lleva a la memoria, por no sé que extrañas relaciones, otros personajes recientes (esa Liv Tyler de Belleza robada, presente y ajena al mismo tiempo en lo que sucede alrededor, y además en ambiente italianizante; o ese personaje de Powell, uno entre trescientos: Gipsy Jones; o las impúberes infintamente más planas de Larry Clark). Pero sólo son destellos en mi mente, explosiones de ventanas, mientras la lectura prosigue.

martes, 2 de agosto de 2005

Monsieur Pain vs. Una novelita lumpen

Con la admonición de Bolaño y el perpetuo socorro de Marías (ya, desde el primer día, santos laicos de la senda), abrimos a machetazos el camino. Quitamos las ramas secas, cortamos las lianas y nos adentramos en la espesura literaria.
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Un alter ego publicó en su día ciertos comentarios sobre Moniseur Pain en El bosque, como punto de partida para una lectura de la obra completa de Bolaño. En otro excelente blog se dio puntual cuenta de un diagrama publicado en la revista "Pie de Página" sobre las correspondencias entre la bibliografía del autor chileno. Valgan estos dos datos, si no para justificar, sí al menos para argumentar el porqué de mi presente lectura de Una novelita lumpen, iniciada justo este sábado.























No añadiré nada nuevo sobre Monsieur Pain a lo ya dicho en el lugar aquí mencionado, al menos de momento. Pero sí es adecuado plantear ya qué impulsó al autor del diagrama a situar estas dos novelas en un plano de relación directa. Apunto algunas ideas, aun sabiendo que estoy en pleno work in progress y que en unos pocos días puedo cambiar de parecer:


  • Las ciudades no sólo como trasfondo de la historia sino como lugares determinantes en la conducta de los personajes. El caso de Monsieur Pain es obvio: ese París años 30 es fundamental para la credibilidad de la historia, no se concibe la novela en otra ciudad o en otro tiempo. No hay página en que una mirada, un olor o un sonido sean ajenos al paisaje que todo lo envuelve. En Una novelita lumpen, Roma se erige como telón de fondo de una trama casi neorealista, y esa Roma promete de nuevo ser un personaje más. Los dos jóvenes protagonistas se me antojan más napolitanos que romanos, pero sin duda pertenecen a esa magia italiana de conocer a gente única e indisoluble, caracteres passolinianos, en calles sucias y balcones de ropa tendida.
  • El estilo como interelación literaria, más que la propia trama. Un Bolaño en ambas novelas de frase corta y maneras concisas, sin aditamientos innecesarios.
  • La mirada sorprendente, ya como marca de la casa, y que quizá sería un dato imputable a todo el diagrama. Es decir: el enfoque original de situaciones, cotidianas o no, que elevan a categoría lo que no pasarían de ser unas escenas que simplemente estructuran una historia. No hay que pasar de la primera página para encontrar un ejemplo en el libro que tengo entre manos: un accidente automovilístico, muertos, un coche convertido en un amasijo de hierros, y el hijo que pregunta por el color de la carrocería, ahora tan distinto: no hay sarcasmo, sino un quebrantamiento de las leyes racionales que consiguen mantener la atención del lector y hacerle preguntarse sobre cada escena que lee. No hay dato baldío, lo más insignificante puede incorporar una lectura oblicua que nos deja perplejos y, a la vez, satisfechos como lectores y detectives.

Hay que pensar en esta obra también como una especie de novela de encargo. Publicada por Mondadori, se inserta en una colección que, al inicio del nuevo milenio, mandaba a autores hispanoamericanos a descubrir ciudades y a contárnoslo de la manera que quisieran. Bolaño fue a Roma y escribió Una novelita lumpen: la lectura prosigue y volveremos a ella otra vez.