La belleza del arte debe llegar a nuestros sentidos y a nuestra conciencia casi al unísono, y lo digo porque cualquier captación visual o auditiva a nivel artístico (contemplar un Rembrandt o escuchar a Bach) es inmediatamente sintetizada por nuestro cerebro, que intenta explicar el porqué de nuestro éxtasis. Al menos a muchos no nos basta con saber que una escultura nos produce una agradable sensación, nos interesa saber la causa de eso, y a partir de ahí tomamos la historia del arte en consideración y analizamos las partes del todo.
Lo mismo ocurre con la literatura: después de leer a Kafka o a Proust hay algo aparentemente indescifrable que nos susurra que estamos ante una obra maestra, pero hay que cerciorarse de ello y acabamos siendo críticos literarios y peleándonos con otros críticos con opiniones dispares. Todo muy mundano, como se ve.
Pero existe además en cada uno de nosotros (en cada individuo más o menos interesado en picotear de aquí y de allá, en descubrir lo que se cuece en cualquier disciplina) un interés muy personal y para nada transferible acerca de determinadas obras y autores, o corrientes y géneros, situados en las orillas de la calidad. Más allá de aceptar los clásicos y de converger en nombres y apellidos inexorables, cada cual también tiene su listado extravagante de pintores, músicos o narradores que no forman parte del canon establecido pero por quienes sentimos un apego inusitado.
Creo que esto suele pasar mucho con el cine: además de las películas inmortales cuya calidad nadie pone en duda, solemos revisar en la tele o en DVD títulos que harían sonrojar al vecino, pero que a nosotros nos siguen entusiasmando (y no sé si la palabra entusiasmo es demasiado exagerada, ahora que la veo escrita): hay gente, y yo entre ellos, que seguimos amando cierto cine de terror o determinados westerns o películas decididamente freaks que no pasarían la ITV de ninguna academia. Quizá nos hacemos perdonar un poco estas debilidades, pero al final las asumimos con impasibilidad y seguimos felices con los gritos histéricos de púberes muchachas o con el trotar de los caballos y la polvareda que dejan atrás.
Digo todo esto porque hace ya varias semanas que leí un artículo de Justo Serna acerca de un autor que ya ha caído en el malditismo más extremo (creo que sólo por méritos propios) y cuya reivindicación es hoy poco menos que un delito. Parece que cuando a Juan Manuel de Prada le dieron el premio Biblioteca Breve este año, Justo corrió hacia la librería para leerlo de inmediato y lo explicó con detalle en su post. Ahí mismo le reprochaba su evolución tambaleante y sus posiciones personales sobre algunos temas, pero no dejaba de demostrar cierta querencia (y la carrera hacia la librería es la prueba más incriminatoria de todas) hacia un autor ya condenado casi al ostracismo, aun cuando reúne un buen número de lectores.
Prada ya forma parte, creo, de ese núcleo ajeno a la crítica que se instala en las bibliotecas de buenos lectores pero que no hay que reivindicar en voz muy alta, no se vaya a enterar el susodicho vecino (que lee, por otro lado, a Stephen King y sólo lo admite a regañadientes). Pero Justo lo escribió con todas las letras y por eso lo traigo aquí ahora: simplemente porque ya ha demostrado ser un riguroso lector (Conrad, Eça de Queiroz, Auster, Marías...) es que podemos aceptar, y reconocer además con agrado y empatía, sus debilidades.
Mi relación con Prada fue sucumbiendo con el tiempo: si Coños o El silencio del Patinador apuntaban a un escritor exigente y fuera de las modas que entonces abundaban entre la narrativa joven (los Mañas y los Maestre que pudimos habernos ahorrado: quizá sólo Loriga mantuvo el tipo), e incluso con Las máscaras del héroe obtuvo el beneplácito de próceres extravagantes, ya a partir de La tempestad comienza a nacer el Prada cansino y se entierra al autor inquieto. No está de más, ya que Justo no lo explica, recordar el copypast de frases textuales del texto “Venecia, un interior” de Javier Marías, publicado en Pasiones pasadas, y que yo me entretuve en corroborar y señalar con lápiz en mi edición de La tempestad.
Aunque Las esquinas del aire sea un experimento arriesgado y por ello ya encomiable, el resultado es un perezoso pastiche de hagiografía y mermelada, impregnado de esa frase rococó tan del gusto de Prada. No dudo que su adjetivación está por encima de muchos estudiantes recién salidos de la facultad, pero creo que es la pose (sobre todo la pose) lo que me obliga a distanciarme del protegido de Gimferrer.
Viendo su evolución retrospectivamente, no puedo dejar de pensar que Prada fue en el fondo un buen producto de la factoría ABC, que necesitaba urgentemente una nueva pluma para sustituir a los ya convalecientes y después fallecidos Cela y Capmany. Sólo fue necesario un Planeta (la derecha española, con Lara a la cabeza, siempre dispuesta para el sacrificio) y el entorno hizo el resto. Pero no deja de sorprender la continuidad de galardones (Primavera, Biblioteca Breve), aun sabiendo cómo funciona lo de los premios en este país, y uno no puede nunca dejar de preguntarse si no será que todos esos autores malditos en el fondo nos acechan y nos atraen, como Ed Woods cualesquiera, para caer en sus brazos y volver a ser, por un rato, eternos adolescentes.
Pero el colmo para mi aguante ha sido el insensato tono de beatería que ha llenado sus columnas abecedarias en los últimos tiempos, y que como muestra pueden degustarse aquí (el exceso puede producir indigestión). Frases como "la comisión a mansalva de abortos es un crimen abyecto" o "el Papa Wojtyla nos demuestra que existe dentro de nosotros un yacimiento de inexpugnable entereza" me demuestran cuán necesario sigue siendo un Dawkins que nos guíe ante tanta palabrería hueca.
Es por todo ello que invito a Justo a que nos haga partícipes en su blog de la lectura de El séptimo velo para saber si su velo ya se le cayó definitivamente o todavía nuestro querido maldito podrá seguir siendo un escritor furtivamente admirado.
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A esto, en Nicaragua, le llaman libertad de prensa.
La clase de griego, por Han Kang
Hace 15 horas
4 comentarios:
En primer lugar, JacoboDeza, gracias por tu mención y por tu interpelación. Cuando en mi blog hablé de Juan Manuel de Prada no manifestaba mi admirado seguidismo, sino mi extrañado interés, la rareza que padezco. Perdón por la cita literal: "Juan Manuel de Prada es un prosista terco y brillante, dueño de un significante expansivo que siempre amenaza con derramarse. A qué negarlo, pese a la distancia ideológica que me separa de él (yo no soy nada piadoso ni devoto), no suelo perderme ninguno de sus libros: aunque al final pueda salir escaldado de una lectura que siempre es copiosa. En sus novelas hay un cuidado extremo de la sintaxis y una observancia rigurosa del adjetivo y de la frase, del ritmo… que, en ocasiones, recuerda en exceso a Javier Marías o a Antonio Muñoz Molina (como así sucede en La tempestad, 1997)".
Como podrán ver los lectores de JacoboDeza, coincidimos en las pegas que pueden ponérsele. Sobre todo, creo que su problema literario es ese significante expansivo que siempre amenaza con derramarse. Pero, aparte, están sus ideas piadosas: son un problema no porque las tenga, sino porque últimamente arruinan todas sus novelas. Ese devoto tratamiento del objeto literario contagia sus relatos con una elocuencia declamatoria, que él creerá cercana al éxtasis, y con unas tesis preconcebidas fastidiosamente manifiestas. Todo ello, además, dicho con una pose entre pedante y gazmoña de señor de provincias, gustoso de la literatura sicalíptica y, a la vez, piadoso. Como decía Eduardo Mendoza, en la prosa católica española es raro el autor que sepa manejarse con humor. Tal vez, Armando Palacio Valdés, añadía Mendoza. En Juan Manuel de Prada ha aflorado el prosista católico (es sobre todo eso: prosista) y se ha evaporado todo humor literario. Su última novela es innecesariamente gruesa (pasan muchas cosas, en ocasiones con un vértigo indebido) y, además, las piezas y los personajes encajan de manera inverosímil, como marionetas. Descubrimientos sorprendentes, identidades confusas, noblezas de carácter que finalmente se revelan: todo muy folletinesco. En el fondo, esa novela está hecha con materiales muy reconocibles, parte de los cuales proceden de su primera época como autor, cuando se dedicaba a recrear la bohemia y el malditismo. Me aburrió y me resultó edificante en exceso. No sé qué haré con el próximo libro de Juan Manuel de Prada. Tal vez haga de lector gorrón, como decía Groucho Marx. Tal vez, lo lea a pedazos en el tiempo muerto de la librería.
Fdo.: Justo Serna
Gracias por explayarte aquí sobre el asunto y por recoger la interpelación. Ese "extrañado interés" es una forma mucho más elegante de decir lo que yo pensaba: la insistencia hacia creadores cuya obra seguimos de cerca no de manera devota, sino con un ojo curioso y con otro acusador, bizcos de pasión absurda. Parece que hubo algo en un tiempo que merecía el elogio, pero hoy pasamos página con un "No, Juanma, no" en la boca, y de ahí al siguiente párrafo: lástima que tu paciencia ya se vaya agotando y tu extrañado interés se convierta libro a libro en un normalizado desinterés.
Hay una colección mítica en Catalunya, "La cua de palla", repleta al unísono de obras maestras y de novelitas menores del género negro. De adolescente compraba muchos volúmenes y mi fe subía y bajaba al ritmo de Hammet o de autores prescindibles: pero siempre volvía a caer en mi debilidad. También un día me dije que quizá mi tiempo ya necesitaba de otras colecciones, pero mis libros amarillos (por el color de sus tapas) ahí están, para mi placer retrospectivo.
Recuerdo esto porque tu rareza me evoca mis rarezas, que al final no lo son tanto.
Saludos.
JacoboDeza
Juan manuel de Prada es el mejor escritor de todos los tiempos. Es irrisorio esto de criticar a los grandes. Incluso le da a uno usted la sensación de que usted sería un mejor exponente de la buena literatura que el grandioso Juan manuel de Prada. no logro entender nada. Disculpe.
Es vergonzoso!!
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