lunes, 11 de junio de 2007

La mujer de Huguenin 2: La mujer de Huguenin

El cuento que da título al volumen es, ahora sí, un cuento de terror comme il faut: están todos los elementos necesarios para ser leído adecuadamente en noche oscura, fría y tormentosa, pero con las originalidades propias de este autor que seguimos descubriendo relato a relato. Veamos:

Ya desde un inicio nos sumergimos de nuevo en un contexto cultista que en esta ocasión aprieta sus garras alrededor de la mitología griega. Si en Vaila hallábamos citas bíblicas a cada paso (extraídas del Éxodo, principalmente), aquí el protagonista llega a la isla de Delos y todo se impregna del sabor clásico y arcaizante:

¡Ah, pero para mí sigue siendo –como lo era para ella- Delos, la Sagrada Isla, cuna de Apolo, hijo de Leto! (...) Veo los barcos que trasladan a los sagrados emisarios de Pan-Jonia”.

Después de recibir una onírica carta de un amigo que habita la isla y que requiere de su presencia, Huguenin se desplaza hasta allá como quien emprende un viaje iniciático hacia tierras ignotas que prometen alguna aventura singular. Es un recurso tan trillado como efectivo: no se trata de ninguna huida personal (conocemos tan poco todavía del narrador que no podemos avanzar una teoría así), y no puede ser considerado de otra forma que como una excusa literaria para enmarcar ya de entrada un escenario misterioso y extraño. No hace falta recurrir a obras ajenas para encontrar otro ejemplo, basta retroceder un cuento:

A resultas de este mensaje, emprendí viaje hacia el norte (...) con un mar encrespado y un cielo oscuro y amenazador. (...) Hizo una pausa para señalarme a barlovento por la proa una elevación de un gris más oscuro que, según me aseguró, era Vaila.” (Vaila)

De Londres a Delos es todo un viaje (...) Acabé de hecho desembarcando, una noche estrellada, en las arenas que bordean el puerto antaño renombrado de la isla.” (La mujer de Huguenin)

Este inicio, casi calcado en su intención, conduce hacia el encuentro con el amigo perdido, y en ambos casos también la conducta de éste suscita incertidumbre en el lector. Algo pasa, y ese algo indefinido es el juego que siempre ha usado la literatura de género, o el cine durante un siglo, para convencer. Pero falta un tercer elemento: viaje a tierras lejanas, reencuentro con un amigo demudado, y un espacio físico que acoja los hechos sobrenaturales que puedan venir a continuación. La casa misteriosa es fundamental para cerrar el círculo, pues revierte nuestro hogar plácido en un espacio hostil, alterando las normas de lo cotidiano y removiendo nuestras firmes convicciones: también hay espacios abiertos que han actuado en este sentido (pienso como adolescente cuando rememoro los maizales de Stephen King) pero las paredes y techos son un recurso infaltable para nuestra claustrofobia particular. En el caso que nos ocupa, la casa nos amenaza como laberinto:

La mansión era de tipo helénico, pero de planta en verdad disparatada: un desierto más que una vivienda, una casa griega que se multiplicaba en una serie de casas griegas, como objetos vistos a través de lentes angulares”.

Hay un tercer personaje que pronto aparece en el relato, pero como fantasma capaz de trastornar el normal acontecer de los hechos. Al mejor estilo de Poe (de nuevo Poe) la esposa muerta de Huguenin es un retrato inmenso de cuerpo entero (¿Era esta mujer, me pregunté, más bella de lo que pudo nunca serlo mortal alguna... o más repugnante?), y su influencia será decisiva en el viudo para el desarrollo del resto de la historia. El narrador interviene en ella como un voyeur estremecido, pero una decisión suya será el detonante para llegar hasta el desenlace del cuento, que ya no avanzo aquí.

Siendo Vaila una nouvelle más compleja y repleta de elementos accesorios, La mujer de Huguenin es un cuento cerrado y casi perfecto en la ejecución, muy al estilo clásico. Sigo asombrado por el nivel culto de ciertos pasajes, que obligan a otro aparato de notas denso para entender cada referencia mítica: Lamia, Ortigia, Sibila, Hipatia... Este Shiel no es sólo literatura de autobús, y merece la pena que sigamos la tarea con el resto del libro.

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Menos de una década: lo que Mailer dijo sobre la prudente distancia entre los hechos y su escritura ya ha sido oficialmente rota. Que el 11-S iba a tener sus efectos en la literatura posterior era una evidencia, pero me niego a pensar que la última novela de John Updike haya sido el detonante para abrir la veda, que para mí ya se inició, al menos, con Beigbeder (Windows on the world) y, claro, con McEwan (Sábado).

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El triángulo y sus eternos ecos.

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