Comienza la segunda parte del libro, y entramos de lleno en otro (o el primero) de los submundos de Bolaño: el mexicano. El propio título de esta parte, Los detectives, remite a la novela casi homónima escrita probablemente en esos mismos meses, pero me veo incapaz de precisar las fechas de escritura del cuento y de la novela y de confrontarlas. Las fechas de edición son el único clavo ardiente al que agarrarse, pero para mi desvelo es muy poco: bien es sabido que toda colección de cuentos es una miscelánea que tanto puede haber sido preparada en cinco años como en diez, y la escritura de este cuento puede pertenecer a 1997 o a mucho tiempo atrás.
Volvemos, de nuevo, al mejor Bolaño. Este cuento, a diferencia de los que cierran el primer apartado bajo el título de Llamadas telefónicas, tiene vida propia y se introduce en una delicadísisma relación entre un adolescente solitario y lector, y un adulto más solitario todavía cuya única función es ocupar cada día un banco de una plaza y mirar. Los dos personajes acaban unidos inevitablemente y se establece entre ellos una complicidad de pocas palabras y de gran fuerza, como sólo un gran escritor es capaz de esbozar en apenas una decena de páginas.
De nuevo, también, encontramos las mejores constantes del chileno en una suerte de concentrado antológico. Si alguien me preguntara sobre Bolaño y sólo tuviera diez minutos en su ajetreada vida, casi estoy por decir que le remitiría de inmediato a Sensini o a El gusano. Lea usted y siga viviendo, buen hombre: ahí está el autor y toda la potencial literatura que usted se perdería si se queda en este cuento. Y también sostengo que un lector mínimamente sensible no se quedaría jamás ahí y se vería obligado a investigar más, así que mi recomendación estaría envenenada.
Digo con esto que, dejando aparte la historia de amistad entre ambos personajes (por cierto: siempre el narrador, que es uno de los actores de la historia, es también trasunto del propio Bolaño, llamado en toda la obra Arturo Belano, pero siempre en mi mirada ficcional no tiene ningún interés si eso coincide o no con la biografía del autor), dejando aparte esa historia, digo, hay tanto por escarbar que cualquier meandro acaba siendo tan atractivo como el hilo argumental. Ahí está la aparición mágica de una bella actriz, Jaqueline Andere, que cruza cuatro frases y un autógrafo con el fascinado muchacho y que desata la imaginación del Gusano. También el cine recibe un homenaje estruendoso, ya sea con la pasión con que Belano acude a las sesiones matinales o con la descripción que hace del argumento de una vieja película francesa. Y México parpadea en cada párrafo o a veces se adueña de la página completa con el recuerdo de pueblos o sierras norteñas que el Gusano enumera con hipnótica terquedad. Ya hacia el final del cuento, y cuando éste se refiere a su propia ciudad, aparece el genio narrativo en forma de poema en prosa:
Dijo que un asesino no perseguía a un asesino, que cómo iba a perseguirlo, que eso era como si una serpiente se mordiera la cola. Dijo que incluso había serpientes que se mordían la cola (...) Dijo que cerca del pueblo pasaba un río llamado Río Negro por el color de sus aguas y que éstas al bordear el cementerio formaban un delta que la tierra seca acababa por chuparse. Dijo que la gente a veces se quedaba largo rato contemplando el horizonte, el sol que desaparecía detrás del cerro El Lagarto, y que el horizonte era de color carne, como la espalda de un moribundo.
El hombre termina por regresar a su tierra y desaparecer de la vida del muchacho, obviamente, y esto no es ningún spoiler porque no hay otro final posible. Bolaño acierta casi en todo en esta mínima historia de afinidades, de soledades y de imaginaciones. De estos ríos caudalosos nacieron otros mares de cientos de páginas, y es necesario ir a las fuentes. Este manantial es la mejor prueba de ello.
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Una año más no estaré en la Feria del Libro de Madrid, para que así pueda seguir diciendo que una de las cosas que me gustaría hacer en esta vida es ir una vez al menos a la Feria del Libro de Madrid.
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Vicente Todolí, antes de abandonar la Tate Modern: Pero entonces descubrí que el placer de la lectura había desaparecido, que mi placer se había convertido en un trabajo y lo que fuera un puro disfrute sin objetivo alguno se convertía en un trabajo con un objetivo. Entonces me dije: "Prefiero leer sin tener que dar ninguna explicación, disfrutarlo simple y llanamente"
La clase de griego, por Han Kang
Hace 9 horas
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