lunes, 1 de diciembre de 2008

¡Marsé, coño!



Después de varias ediciones del premio en las que su nombre llegó a sonar como muy probable ganador, por fin Juan Marsé se alzó con el Cervantes. Por una simple cuestión de edad (méritos aparte), los otros finalistas fueron Ana María Matute y José Manuel Caballero Bonald. Si yo me hubiera visto en el crucial dilema de echar un voto a la urna con un solo nombre entre esta terna, me hubiera decidido por este último (a quien por otro lado veo como ganador de la edición de 2010), pero me alegro sinceramente por la elección de Marsé.

Ante un premio gordo como el Cervantes no es fácil sustraerse a los lugares comunes. Uno de ellos exige elucubrar sobre cómo el premio a una persona se expande hacia un grupo generacional, y así el Nobel de Cela lo era igualmente para Delibes y Torrente Ballester. Es un pensamiento ingenuo, qué duda cabe, pero sirve para rellenar blogs e intentar meterse en la mente del jurado. Entonces, ¿para quién más es este premio? Al menos, para el todoterreno Vázquez Montalbán, para Gil de Biedma, para José Agustín Goytisolo, y estirando los músculos al máximo, para Eduardo Mendoza (y si a Dylan le quieren dar el Nobel, ¿por qué no a Serrat el Cervantes?) O sea: un grupito de catalanes que han construido su obra en lengua castellana y que han narrado la realidad más prosaica de Barcelona y alrededores para reconvertirla en una ciudad y un espacio de lo más literario.

No soy un aficionado estricto al realismo, entendido como el reflejo de una cotidianidad que pretende superar la anécdota de barrio. Pero creo que bastante menos a la fantasía pretenciosa o alejada de mis intereses mundanos. Es decir, no he sido nunca un fan de las historias de Aldecoa o Martín Santos, por poner dos ejemplos claros del primer movimiento. Pero mis intereses también dependen del día y del lugar, y he tenido mis momentos Marsé como los he tenido con tantos autores que jamás aparecerían entre mi canon literario. Y añado que al menos los dos últimos intentos fueron, hará ya más de cinco años, totalmente fructíferos. A ello voy.

Leí El embrujo de Shanghai para satisfacer a una persona que me regaló el libro y contarle así mi impresión de lectura. Aunque ya queda algo borrosa en mi recuerdo, la novela me pareció un acertado ejemplo de construcción de dos historias paralelas entre la imaginación y el relato más realista, entre el cine y el despertador de las siete de la mañana. El poder de evocación de unos personajes hacia una realidad superior (la puramente ficcional, artística) tenía una fuerza insospechada en el lenguaje casi simple de Marsé. Ojo: simple no de simpleza, sino de simplicidad: del carpintero que quita astillas y pule su trabajo hasta obtener un perfecto madero desprovisto de alharacas y adornos. Trasladar la magia que provoca en cualquiera de nosotros el entramado de la ficción (la lectura de novelas, la pantalla grande del cine) hacia unos personajes tan inventados como aquello con lo que sueñan, produjo en mí (o eso recuerdo borrosamente) un efecto de atracción.

Al poco tiempo devoré, ya por mi estricta voluntad, Rabos de lagartija. Una gran novela, sin duda, sólo lastrada por un final apresurado y algo trastabillado. Pero lograr que un par de niños alcancen la categoría de toda la infancia del medio siglo no es broma: la enfermedad, la pobreza material, el recurso de la imaginación, los barrios marginales y periféricos, los juegos de calle, crean un conjunto nítido y acertado de toda una generación. Yo, que nací a principios de los 70, no puedo pensar mejor en la edad infantil de mis padres y abuelos que con novelas así. Una fotografía en blanco y negro de nuestro pasado, tamizada por una narración a ratos brutal, a ratos simpatiquísima.

Llegué muy tarde, pues, a Marsé: dejé atrás al pijoaparte y a Teresa, todas sus obras más conocidas (aunque reposa en alguna de mis mesas barcelonesas Un día volveré: buena excusa para hacer honor al verbo y volver al autor), y me he negado como buen aficionado al cine a ver cualquier engendro de Vicente Aranda.

Pero si algo me entusiasma también de Marsé es su pose perpetua de cascarrabias, de antiintelectual militante, poco proclive a opinar de lo que se tercie y de estar obligado a ser abajofirmante de ningún tipo de manifiestos. Para encontrar a Marsé hay que buscarlo en las novelas y poco en los periódicos: que casi nunca sea noticia es una excelente noticia. Y cuando hay que hablar, hacerlo sin remilgos: ¡aún llora Mª de la Pau Janer ante los argumentos torrenciales de Marsé para criticar su panfleto planetario! No dudo que si hay alguien capacitado para soltar un buen adjetivo demoledor detrás de un argumento, ese es Marsé. ¿Adjetivo, dije? ¡Sustantivo, coño! No hay otro escritor más capaz de paralizar a alguien con un vocablo, y es que su carga de razón es la literatura que lleva en sus espaldas.

Ahora, con esta excepción del premio, hasta el suplemento literario de La Prensa nicaragüense lo ha sacado en portada. Su foto ya recorre medio mundo, y fragmentos de sus novelas se expanden al viento. En el Guinardó habrán abierto, imagino, alguna que otra botella de cava. A su salud, maestro.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es el autor menos mediático que se me ocurre: milita en el raro partido de los que no quieren salir por la tele.
Creo que Vicente Arnada no es tan malo, y también pertenece a esa generación de catalanes en lengua castellana. Cuestión de gustos.
Saludos.

Anónimo dijo...

Me gusta este Premio Cervantes. Ya que Bolaño no pudo recibirlo, que al menos lo reciba uno de sus personajes.