sábado, 6 de diciembre de 2008

Una obra y un maestro


Es muy habitual encontrarse en los suplementos literarios de la prensa (no digamos en las solapas y contraportadas de los mismos libros) con opiniones sobrepasadas y juicios temerarios. ¡Cuántas obras maestras se descubren cada semana en los quioscos! Ya he mencionado otras veces este exceso crítico y su sentido: si la editorial y la empresa del periódico coinciden, no hay que devanarse los sesos para saber por dónde van los tiros. Pero ya parece normal que el crítico, si no se da ese caso, también opte por cargar los adjetivos y pretenda salir de la aburrida columna que no destaca por nada. Si uno no puede destrozar la obra o encumbrarla como el gran descubrimiento del año, ya me dirán para qué ponerse a escribir. ¡Para eso están los blogs, caray!

Digo esto porque me enfrento a una posible obra maestra (no saben cuanto me cuesta teclear el sintagma, y con cuanto esmero pongo el adjetivo posible delante) y prevengo al lector de que tome mi juicio con el máximo relativismo. Es lo malo de este siglo nuevo, tan deudor del anterior: cuando ya todo es maestro, el verdadero genio pasa completamente desapercibido. Y yo no tengo por qué gritar: quien quiera leer, que lea y que no entienda este post como algo más importante que todo lo que vino detrás.

Comencé esta semana a leer Los emigrados, de W.G. Sebald. Quizá no sea su obra más redonda, pero enfrentarse a este clásico contemporáneo por cualquier esquina ya resulta un placer solemne. No es esta obra una novela, ni un conjunto de relatos, ni siquiera una autobiografía parcial (ni unas memorias oblicuas, Herralde dixit). Por ahora me siento incapaz de clasificarla, aunque eso no me causa el más leve temblor. Sebald construye un mosaico de vidas fugaces, intrascendentes en su estricta cotidianidad, con un único nexo común (y lo adivino más bien, porque estoy en plena lectura): su condición de migrantes y lo que ello supone para su existencia, aunque eso tampoco sea el tema troncal. Pero cada uno de estos fragmentos, de estas historias breves, es un retazo exquisito y con una poética que no se olvida a los pocos días.

Un ejemplo, el primero: el autor llega a la que será su nueva residencia, una mansión de la que alquila una parte y cuyo dueño es un extraño personaje que ocupa el tiempo mirando por la ventana, yaciendo sobre la hierba del patio o cosechando algunas hortalizas de excelente sabor. La casa en sí ya es un hábitat único: un laberinto desvencijado que Sebald describe con un detallismo sorprendente. Es difícil no sentir cierta piedad por este hombre, el doctor Henry Selwyn, ajeno al mundo, apurando ya sus últimos instantes. Y el recuerdo, la memoria, es el hilo por el cual Sebald va desgranando otros detalles que elevan al individuo a ese estatus poético al que me refería. Como la evocación de un viejo amigo suizo, de quien solo llegamos a conocer su pasión por el alpinismo y que acaba siendo clave para capturar los sentimientos de Selwyn: su amigo desapareció en un glaciar años atrás y su recuerdo nos lleva a unas páginas llenas de emoción: pasa el tiempo, Selwyn ya murió en circunstancias que no revelaré, y en la prensa se publica una nota para anunciar el descubrimiento de un cadáver enterrado en el hielo. El párrafo final es estremecedor:

De modo que es así como regresan los muertos. A veces, al cabo de más de siete decenios, emergen del hielo y yacen al borde de la morrena, un montoncillo de huesos limados y un par de botas con clavos.


Unos huesos y unas botas. Unos decenios después, esto es lo que hay. Y la certeza de que esto es lo importante, al fin y al cabo: desvelar a través de la literatura los hitos vitales de alguien, quienquiera que sea, y así entender que la fuerza del existir radica en esos instantes perpetuos, más allá de títulos, medallas, bombos, vanidades y famas efímeras. Treinta páginas valen por toda una vida, por todas las vidas: Selwyn eres tú, amigo.

Anoto también ahora una de las constantes en todos los libros de Sebald, que yo tomaba con precaución pero que me parece otro hallazgo clave: las imágenes repartidas a lo largo del texto son el contrapunto para esos detalles que la narración va esparciendo sigilosamente. No son paisajes, retratos o panorámicas: son destellos visuales que se van adaptando al relato con la precisión del bisturí. En el ejemplo anterior, cuando se describe la casa y su entorno descuidado, la foto nos muestra la maleza en primer término y sólo una intuición de edificio detrás. Son los rastrojos y no los muros lo que importa, porque el interés no es inmobiliario sino sobre el desajuste interior del personaje que allí habita. Y así sucesivamente. La edición de Anagrama tiene el acierto de no dejar las fotografías en páginas solitarias sino insertadas en los párrafos, sin solución de continuidad.

Lo dejo por ahora, pero supongo que retomaré otros comentarios sobre este libro más adelante, sobre esta obra (y déjenme poner el paréntesis para que el efecto no sea tan demoledor, unas palabras de relleno entre sustantivo y adjetivo) maestra.

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He jugado, y he tecleado los tres nombres sobre los que más se ha escrito hasta el momento en esta senda: Javier Marías, Roberto Bolaño e Ian McEwan. La máquina me ha dicho que debo leer a Nathaniel MacKey, y todavía dudo sobre si la máquina es demasiado inteligente o yo un perfecto analfabeto.

4 comentarios:

Portnoy dijo...

Debe ser "la máquina de Nathaniel MacKey" porque he puesto otros tres nombres y he obtenido el mismo resultado.
Sebald siempre será mi asignatura pendiente... nunca encuentro el momento, pero sé que debo... en fin.
Un saludo

Nathan Z. dijo...

A mí también me sale Nathaniel Mackey. Creo que puse Bolaño, Auster y Amis, y me salió Updike.

De Sebald precisamente he leído "Los emigrados". Anteriormente, intenté leer "Austerlitz", pero me impacienté.

JacoboDeza dijo...

Portnoy, puedes comentarle la historia a Vila-Matas (un escritor que necesariamente se relaciona con todo el resto de autores mundiales) para que escriba algún dietario voluble sobre el tema... ¡un tema, por cierto, de lo más borgiano!

Si hay un autor que merece un espacio y un tiempo concretos es Sebald. Yo lo hallé el otro fin de semana, y también hacía tiempo que buscaba el momento. Nathan: todas las referencias que tengo es que Austerlitz es superior a Los emigrados, pero espero tener tiempo para comprobarlo.

Nathan Z. dijo...

¿Te has percatado de que, en este post, te han escrito dos personajes de Roth? Ya sólo faltan que aparezcan David Kepesh y Peter Tarnopol.

Con "Austerlitz" no tuve paciencia, como te digo. No creo que fuera culpa del libro, sino mía. A veces sucede eso: que empezamos un libro cuando nuestro estado de ánimo no es el más indicado para leer ese libro en concreto.

Un saludo, Jacobo. Y un saludo, también, a Portnoy.