Hay preguntas que en sí mismas contienen una respuesta espléndida, que va mucho más allá de lo que el interrogado quiera decir. Hablaba ayer de Las benévolas como el nuevo boom del momento, pero está claro que para el mundo de los libros el éxito ya ha sido sustituido por lo último de Ken Follet. Decía, pues, que este autor ha sido entrevistado coincidiendo con su visita a España y no había mejor pregunta que esta:
¿Cuál es el secreto del éxito de sus libros?
No puedo poner la mano en el fuego, pero creo que la pregunta utilizaba el verbo enganchar, mucho más plástico y adherente que toda la parafernalia de sinónimos (captar la atención, motivar, agradar). De eso se trata: siempre hay algún mecanismo por el cual alguien se engancha a algo, ya sea físico (la nicotina) o meramente espiritual (la promesa de un más allá paradisíaco): las drogas y la religión saben mucho de eso, ¡pero también la literatura! Todos los que quisieran vivir de llenar páginas y que les paguen por ello no cejan en su empeño de encontrar la clave del éxito, el SuperGlu3 que atrapa al incauto y que llena la cuenta bancaria del autor con gran rapidez. La respuesta de Follet es antológica:
Lo importante es tener siempre un problema nuevo y fresco que aparezca para cada personaje de la historia. A medida que resuelven un problema surge otro, y esto hace que los lectores pasen página, se vean inmersos en el mundo de la historia y se olviden del mundo real en el que viven.
La cuestión parece ser meterse en cuantos más problemas mejor: es la misma razón por la cual el cine (comercial, se entiende) evita mostrar al héroe orinando después de levantarse de la cama y en cambio lo enfoca saltando por la ventana, cayendo encima de un toldo, metiéndose en el coche y saliendo a toda velocidad antes de que los perseguidores lo atrapen. La micción es poco problemática, no así la persecución implacable. La novela à la Follet debe parecerse a la construcción de un crucigrama gigante, en el que una palabra lleva a otra y esta a su vez a una tercera, pero nunca acabamos de completar la rejilla: siempre hay una nueva definición, un nuevo problema que resolver para mantener en alto el interés del lector. Sin duda es una táctica acertada: piensen un momento en cualquier best seller y noten la cantidad de problemas que debe resolver el protagonista. Pero Follet especifica con el adjetivo fresco que no sirve cualquier problema cotidiano, el cual nos acercaría irremisiblemente a nuestra aburrida vida diaria y rompería el hechizo que hace que nos olvidemos por unas horas del "mundo real".
También el proceso de creación de la historia tiene su miga: el autor redacta un resumen de 50 páginas durante ¡un año!, que presenta después a la editorial para que sea aprobado. Ya con el plácet bajo el brazo se dispone a escribir el primer capítulo. Lógico: como todo producto de márketing, el creador presenta su obra a la empresa, que debe darle el visto bueno para ser lanzada al mercado.
Hay en todo este proceso simple curiosidad por mi parte, pero no deja de asombrarme la tranquilidad con que se cuenta la película. Se me ocurren varias razones: el lector no tiene el menor interés en conocer el proceso de creación de la novela. El lector admite ya de antemano que su compra está dirigida sólo al placer de pasar el rato. El autor concibe su novela como una diversión, ajena por completo al discurso de la calidad literaria. El mercado tiene suficiente permeabilidad como para colocar en la misma mesa de novedades, por este orden, Marías-Follet-Littell-McCarthy-Millás (visto en FNAC). Así, ¿por qué no desvelar con desparpajo que uno escribe para tener éxito, y lo demás es cursilería?
En febrero, Un mundo sin fin llegará al millón de ejemplares editados en España. Si para ustedes este hecho no merece ninguna atención, olvídense del asunto y este post nunca habrá existido.
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La curiosa traducción de la nueva joya de McEwan, que pierde una preposición en el camino: Anagrama anuncia Chesil Beach para febrero, así que vayan haciendo sitio en el reclinatorio.
La fiesta del aguafiestas
Hace 15 horas
5 comentarios:
Sí: iremos haciendo sitio; pero algunos no olvidamos su promesa de hincarle el diente a "Amsterdam"...
Ja, ja.. Juro que tengo un ejemplar (edición rústica, ¡faltaría más!) en el estante de mi sala de estar, para verlo cada día al pasar por delante y recordar mi promesa. El maldito Littell se me cruzó en el camino y me obligó a postergar su lectura de nuevo...
Lo que ocurre es que para comenzar obras así necesito, cómo decirlo, un lugar adecuado: ante lo sagrado hay que regresar a los ritos iniciáticos. Encontraré el momento y el sitio, eso seguro.
¿Y qué me dice de John Banville? Su manejo del idioma es envidiable; pero a mí me resulta un poco desmedulado o delicuescente. No encuentro mordiente en la obra que he leído ("El intocable") y en la que he empezado ("El mar"). O quizá es que estoy pervertido por Shakespeare, Tolstoi, James y otros gigantes.
Tengo El mar también a mano y compré la novela porque venía avalada por algunas recomendaciones que suelo atender. Además, todo lo british (aunque sea scotish) me llama poderosamente la atención. También me ha llegado algún eco sobre su prosa en ese mismo sentido: falta de mordiente o similar. Quizá después de un Littell de desbordante narrativa necesite una prosa de orfebre como esa...
Para prosa de orfebre, la de Julien Gracq. No sé si su anglofilia lo conduce -crasamente- a la francofobia; pero puede rendir homenaje al recientemente fallecido Gracq. He acabado, después de cinco tímidos intentos, "El mar de las Sirtes". Y oiga: vaya novelón...
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