sábado, 19 de mayo de 2007

La hora azulona



Después de leer con desesperante terquedad la novela, recorrí durante unos días lo que en internet se ha publicado sobre ella. Voy directo a los blogs, claro: allí se encuentra hoy en día la sustancia de la crítica, cada vez más alejada de los periódicos impresos que eligen sus libros a partir de componendas empresariales (y que echan a sus echevarrías a las primeras de cambio, cuando el crítico hace un mohín poco agradable). Contamos además con una incombustible y a ratos excitante troupe peruana, uno de los grupos más vivos que ejercen desde los blogs literarios aunque también algo endogámicos, como ya dije en cierta ocasión. Y encontré mucho material en Bata japonesa, que elabora una respuesta a una crítica previa de Javier Ágreda con el respaldo de casi 80 comentarios sin desperdicio. El propio Iván Thays ya dejó impresa su opinión en el blog Sin plumas, y me quedo todavía con otra crítica contundente publicada en Parcela de cielo: con eso me basta, por ahora.

Lo cierto es que uno desea comenzar hablando de la sensación que le deja la lectura de La hora azul antes de ponerse a destazar el argumento y sus inconsistencias varias. Decir, por ejemplo, que este sea probablemente el peor Premio Herralde en muchos años y el libro menos anagrama (el adjetivo es límpido y claro) de cuantos hayan pasado por mis manos en tapas grises. No desentonaría con un sello planetario en su lomo, ahora que hasta Pombo se pasó al rojo incendiario: no sé en qué andarían pensando Vila-Matas o mi amigo Clotas al galardonar este manuscrito, si no es acaso que Grandes miradas merecía tener un acompañante en el catálogo.

Es difícil superar el primer capítulo, exactamente al revés de lo que le sucedía a Sánchez Piñol (sobre quien volveré, pues debo cerrar el círculo iniciado el año pasado) que después de un inicio fulgurante se dedicaba durante 300 páginas a matar monstruitos. Alonso Cueto nos introduce en una familia de la alta sociedad limeña utilizando la vana prosa de la alta sociedad limeña: ¡quizá pensando que la credibilidad depende de impostar la frase haciéndola vacía, para que ese mundo vacío lo parezca más! El resultado, en estos casos, siempre es indiscutiblemente el mismo: personajes, historia y libro se contagian mutuamente de lo inane y el lector asiste impertérrito al desmoronamiento. Leamos, por ejemplo:

Mi esposa Claudia. Es curioso llamarla así. Como a una extraña. Su nombre ondulante me recordaba la forma de un arco iris, o al menos así se lo dije el día que la conocí en una fiesta hace veinte años”. (p.15)

No hay registro en el libro del bofetón que merecería un hombre por decir sandeces de este nivel, y es que probablemente Claudia (y con ella todas las claudias del libro) quedan extasiadas ante la prosa vaticana (el adjetivo es de Arcadi Espada) que inunda cada párrafo del libro. Sólo desciendo quince líneas:

Tenemos dos hijas bastante adorables (es la palabra que se me ocurre ahora al mencionarlas)”.

El chirrido del adverbio sólo antecede al tremendo pensamiento que encierra el paréntesis, y así hasta la extenuación. La novela está escrita en primera persona y se acumulan, página a página, los despropósitos semánticos. En descargo del autor hay que valorar al menos la utilización de la frase corta, concisa, que evita barroquismos que ya hubieran hecho ilegible el conjunto. Todas las escenas coinciden en esa vacuidad de gente mal trazada, personajes que abren y cierran puertas sonámbulamente y que viajan en coche por las avenidas de Lima sin parar, por la avenida Wiesse y por delante de la estatua de Mariátegui.

El argumento nace de un hecho real: la atracción que un militar siente por una muchacha detenida, la fuga de ésta y el interés que por la historia siente el hijo del militar, que decide recuperar su pasado desentrañando el hilo y buscando a Miriam, la joven ayacuchana. Hay un interregno en la obra que coincide con los capítulos más logrados: la búsqueda de Miriam en su lugar de origen y el contacto entre dos mundos opuestos, la certeza de ver al protagonista haciendo de detective pero en el fondo (ese fondo que se empeña Cueto en mostrar con la cucharilla en la boca del lector) descubriendo un fragmento del pasado reciente de su país, y viéndose a sí mismo como un ser tan prescindible como la propia novela indica. Después, el encuentro con ella en la capital, como he leído en algún blog y suscribo, es el pistoletazo de salida para el melodrama puro y definitivo con el que Cueto certifica el final de la obra.

La hora azul es una muestra de lo fácil que es dilapidar una historia prometedora: para elevar a categoría una anécdota vital es necesario mucho oficio, mucha voluntad para trascender lo banal y extraer conclusiones universales. Esta novela peruana se queda en eso, en peruana sólo, en prosa desde y para los ya convencidos: como si una novela de la guerra civil española se escribiera para sus vencedores y vencidos pero jamás para los millones que nos miraban desde algo más lejos, y es que afuera de España también continuaba la vida. En el Perú de Cueto sólo hay peruanos, y el argumento se termina en el mismo ombligo del autor, sin apostar a convertir a Adrián Ormache y a Miriam en grandes vencedores o grandes perdedores, tanto da, pero grandes. Por desgracia, acaban siendo personajes de novela: de ahí venían y allí se quedaron, sin traspasar jamás el umbral de lo verdadero y de lo perdurable.

La reiteración de escenas también forma parte de todo el entramado: los encuentros con Jenny en la antesala de la oficina, los almuerzos en restaurantes varios con empresarios, y esos interminables ires y venires por las pistas y avenidas de Lima que provocan un sopor indecible. Poco más hay que añadir en esta rápida pincelada: también provoca sueño tener que escribir sobre aquellos libros que no levantan el vuelo y que caen, exhaustos, en el fondo de las bibliotecas.

1 comentario:

joshua dijo...

Tens um blogue muito interessante e rico. Podes visitar-me também no meu PALAVROSSAVRVS REX!