miércoles, 7 de diciembre de 2005

Hacernos a la mar (1)

A Justo Serna, desde la otra orilla

Llegó de una manera muy conradiana este libro a mis manos: Atalanta era incapaz de mandarlo por correo (o mejor, era incapaz de cobrármelo, lo cual, en este mundo de transacciones comerciales permanentes, era un impedimento letal para el envío), y un atento y generoso lector que estuvo al quite se afanó por resolver el entuerto. ¿Pero cómo mandar algo a un personaje con nombres intercambiables (Jacques, Jacobo, Jaime)? Sólo se requería una dirección concreta, y el libro cruzó sin prisas el Atlántico para llegar a las manos del lector desconocido.

Lo primero que hay que hacer ante un libro de una editorial emergente es ir a lo externo, que para el bibliófilo también es esencia. Huele bien esta novela, y ese aroma a imprenta y tinta fresca perdura después de varios días y después de pasar páginas. Los márgenes muy generosos, cosa que agradecen los dedos, tan manchones siempre; el tipo de letra muy adecuado, de visión rápida y cómoda. Y solapas: siempre me han gustado los libros con solapa, porticando la casa y trazándole entrada y salida, un detalle que jamás me pasa por alto. Quizá el color azul de la solapa sea demasiado eléctrico, creo que destacará demasiado en mi librería, y prefiero que los libros se asomen con sigilo, que no se peleen con el de al lado. Y la contraportada: un riesgo calculado eso de incorporar una foto gigante del autor, que siempre es un acierto ante rostros como el de Conrad. No hay lector que permanezca impasible ante sus angulosas mejillas y su mentón puntiagudo, sus ojos acerados.

Llevaba demasiado tiempo sumergido en proyectos posmodernos, tanto que ya casi se me hacía lejano el recuerdo de las historias bien contadas, de la novela pura que nos lleva por territorios ignotos y nos amenaza con misterios espectrales a partir de solitarios personajes que esconden mil sorpresas. Era un buen momento para volver a la ficción. Los dos primeros libros que han rondado por mi cabeza a medida que iba avanzando en la lectura (dos novelas con olor a mar, con sabor a sal) son, por un lado, La isla del día de antes, esa novela del primer Eco decadente que nos pasea una y otra vez por todos los escondrijos de un barco, en donde aprendimos el vocabulario marítimo y comprobamos que un espacio reducido puede ser un extenso páramo o una selva frondosa. Como no leo ya casi nada de Pérez-Reverte no puedo hacer paralelismos con sus obras de mar, quizá análogas en este sentido al libro mencionado. Y, por otro lado, un Maigret: A la cita de los Terranova, en una edición que se vendía en quiosco y cuyas páginas se resquebrajan en mi librería con el paso de los años, sin que nadie lo toque. Ese era un libro de muelle mucho más que de mar, de marineros en tierra y en tabernas lúgubres porfiando en las noches ante una botella de licor, observando los barcos que deben llevarlos, ya de madrugada, a largas jornadas de pesca.

El copartícipe secreto es una espléndida novela breve que supura agua, sal, capitanes, proas, horizontes y náufragos por los cuatro costados. Ante libros así uno piensa en tanta adolescencia perdida por no leer, pongamos, a Conrad; en la necesidad de recomendar esta lectura a tanto joven que debe intuir que estas historias existen y que las busca sin suerte, porque hay cartas esféricas y trafalgares que lucen mucho más. Yo empecé a leer a Conrad algo más tarde que a Stevenson, Verne o Salgari: parecía otro estadio, un peldaño más arriba del que me correspondía. Pero otro gallo nos cantaría con más Conrad en las aulas: el joven capitán es el chaval del pupitre, lo veo claro, ese que mientras escribe en su cuaderno oye un ruido por la ventana (que sólo escucha él) y con disimulo mira hacia abajo y observa que alguien sube por la pared con una cuerda, mojado y casi desnudo, y sólo él lo ve, y la profesora insiste con la lección y el chaval le habla con los ojos al personaje y le dice que eso sí es una pasada, y que ahora mismo o cuando toque el timbre bajará por la cuerda para vivir con él algo sensacional, seguro. Una aventura. Una novela. De eso se trata: pensaba yo en esos años cuando el náufrago Leggatt se agarra a la escalera de mano y el capitán le ayuda a subir a cubierta, justo en el momento preciso en que la realidad explota y comienza lo que la literatura ya inventó hace siglos. ¡Esto sí que es moderno, chavales!

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Tuvieron sus cinco minutos de sentido común: Víctor García de la Concha, Renán Flores Jaramillo, Pablo García Baena, Ángeles Mastretta, José Carlos Rovira Soler, Juan Antonio Villoro, Ana María Matute, Luisa Castro, Rodrigo Fresán y Andrés Sorel.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Cómo agradecer este presente que me haces, JacoboDeza? Sólo con saberme miembro de una cofradía de amigos de Conrad ya me doy por satisfecho? ¿Pero y tú...? ¿Cómo pagar esta cortesía, esta deferencia?
Fdo.: Justo Serna

JacoboDeza dijo...

El agradecimiento ya me llegó por anticipado, en sobre cerrado y con dedicatoria. Lo mío es una muy humilde devolución de la cordialidad, no por noblesse obligue sino por convencimiento.

Un saludo, Justo.

Anónimo dijo...

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