martes, 11 de octubre de 2005

Los efectos colaterales del escritor

Les aseguro que lo mío con Vila-Matas no es nada personal, y yo no tengo la culpa de que ahora Jorge Edwards se ponga a leer Bartleby y compañía más de dos años después de su edición, y desde "Letras Libres" nos lo cuente y abunde en la obra y en el autor. Por lo pronto, Edwards no dice nada nuevo, y ni siquiera se insmiscuye en la senda facilísima de ir añadiendo nombres al experimento de la novela, con una única excepción. Esa fue la consecuencia más visible y que Vila-Matas ya ha contado muchas veces: después de publicar ese libro recibía montones de cartas y correos de personas que conocían otros casos de "escritores del no" y quizá pensaban que sus donativos servirían para una segunda edición ampliada o para un Bartleby 2. The Returns. El autor chileno reproduce algunos nombres e historias ya comentadas por el español: la de Rulfo y su tío Celerino, que le contaba los cuentos hasta que se murió y Rulfo se quedó sin material literario; el Adieu de Rimbaud y el adiós de Cervantes... Edwards sólo apunta el nombre de Nicanor Parra como aporte personal, creyendo que su "antipoesía, su reducción deliberada y paulatina de los espacios líricos" sirve para incluirlo en la lista de los bartleby.

Pero el primer párrafo del artículo tiene más miga que su desarrollo, ya que incide en las obligaciones a las que se ven sometidos muchos escritores por su propio oficio. Quizá pudiera haber escritores que no escriben más precisamente porque no tienen tiempo para ello, agobiados por los aspectos promocionales o colaterales del mundo de la edición. Uno de esos aspectos es el de adquirir cierta aura de padrino y no sólo recibir sugerencias sobre un próximo libro, sino montañas de manuscritos de autores que quieren publicar y solicitan el visto bueno del maestro. El cual, cómo no, debe tener todo el tiempo del mundo para leer esos manuscritos, subrayarlos, anotar ideas a pie de página o en los márgenes, hacer un comentario de un par de hojas y (¡faltaría más!) meterlo con esmero en un sobre, ir a correos y mandarlo convenientemente certificado a la dirección correspondiente, con una addenda sublime que diga "¡a tomar por culo!". Dice Edwards con menos sorna pero con puntillosidad:

"No sé qué pasa dentro de la cabeza de los aspirantes a escritores. Los manuscritos se acumulan en diversos rincones de mi casa: novelas, colecciones de poemas, libros de cuentos. Miro las páginas por encima, antes de ponerme a dormir, y leo versos a lo Walt Whitman, a lo Pablo Neruda o Luis Cernuda, cuentos cortazarianos, párrafos sobre novelas y sobre novelistas, muy a lo Roberto Bolaño, a lo Ricardo Piglia. Muy bien, me digo, pero ¿qué buscan: los premios, el dinero, la fama?".

También lo cuenta Herralde en algún artículo: cuando determinado autor se pone de moda (mejor si es un autor de cierto culto, admirado hasta la enfermedad por grupos muy cerrados) automáticamente las editoriales reciben manuscritos a là manière de. ¿Cómo era aquello de encontrar una voz propia, ir trabajando un estilo, conformando un territorio particular? Sale mucho más económico seguir la estela de alguien sin que traspase demasiado, con una prosa mullida y cocinada al vapor, y rezar porque el lector de manuscritos no note el aliento a ajo, el sabor a requemado, el exceso de burbujas. ¿Qué hacer ante esta avalancha de nuevos talentos? También Edwards se lo pregunta:

"¿Irme a instalar a los alrededores de Puchuncaví, sin teléfono, con el celular apagado? ¿Comprar un espacio en el cementerio polvoriento de Puchuncaví? ¿Informar de que a partir de ahora mi dirección permanente es el correo central de ese pueblo o del pueblo cercano de Rungue?".

Esa necesidad de huir, ese requiebro a lo Pasavento, debe ser más normal de lo que parece. Por ahí debe estar la pérfida trampa de Vila-Matas: en el fondo, lo raro es no haber padecido el síndrome bartleby alguna vez en la vida, no tener ganas de escapar de cuanto nos rodea y refugiarnos ante el acoso de nuestros lectores, no querer dejar de formar parte de jurados, de presidir cenas lierarias, de ser entrevistados y contestar dieciséis veces la misma pregunta, de recibir montañas de originales de novelas soporíferas (¡posmodernas todas!), de firmar y dedicar libros con frases que nunca se hayan usado para otros lectores, de escribir artículos necrológicos en la prensa sobre cada nuevo colega que haya decidido huir de manera definitiva.

Al día siguiente, en una mesa redonda en la facultad de filología, se levanta de su asiento el estudiante prodigioso mostrando su dedo índice y, al darle la palabra, le espeta al escritor la frase sangrante:

-Señor Rulfo, ¿por qué ha escrito usted tan pocos libros?

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El problema no es que Bucay acabe reconociendo su plagio, sino que los miles y miles de lectores de Bucay no reconozcan que están leyendo desde hace años (con gusto, se les supone) a un embaucador.

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Cortesías

14 comentarios:

JacoboDeza dijo...

Es lo que tradicionalmente se llamaba "influencias", y que hoy es mera copia de estilo para parecerse a eso que vende bien. Debe ser algo muy borgiano: a ver si entre todos conseguimos escribir el mismo libro.

Siento no dejar más comentarios a los escritos de tu blog, pero es que tu grupo de entusiastas seguidores me dan miedo.

Bardamu dijo...

Hay razón en lo que afirmas de Bucay. Pero es aún peor, porque no es Bucay quien hizo el plagio en forma directa, sino el ghostwritter a quien Bucay paga para que escriba por el.
Vomitivo ¿no?
Saludos.

Enigma dijo...

Increible...

Saludos

El Enigma
Nox atra cava circumvolat umbra

Anónimo dijo...

Debe ser moda lo de que el que plagie sea el negro y que se diga como una gracia. Como la señora esa de la televisión. Incluso se premia, se jalea.

Encima lo hacen mal. Un día te cuento un plagio de un tratadista de canto llano a otro un siglo anterior, que estuvo dos siglos impune y copió hasta la dedicatoria. Martín de Tapia Numantino. Eso es hacer las cosas bien y no estos chapuzas.

Y Luis Alberto de Cuenca y, y...

Anónimo dijo...

Hay que dolerse de los plagios, desde luego. Pero plagiar, lo que se dice plagiar, no es algo que pueda hacerlo cualquiera y menos aún si además le pedimos al autor del latrocinio que tenga solvencia, profesionalidad, estilo. ¿Por qué razón? Porque, como decía André Comte-Sponville, una idea nueva, verdaderamente nueva, que no haya sido pensada ni escrita jamás, tiene muchas probabilidades de ser una estupidez. Por eso, quizá, haya que hacer lo que irónicamente recomendaban Josep Pla en sus 'Notes disperses' y Joan Fuster en su 'Diccionari per a ociosos': más vale plagiar una obra buena que ser original escribiendo un texto malo. Fdo.: Justo Serna

Anónimo dijo...

Y si uno no es solvente, no es profesional, ni tiene estilo; no tiene ideas nuevas que no sean una estupidez y sólo puede plagiar una obra buena o escribir un texto malo ¿Por qué no se dedica a otra cosa? Porque lo que sí que puede ser todo el mundo es decente y lo que no es obligatorio es ser ecritor.

Ideas nuevas es difícil tener, claro. Nadie va a inventarse el amor, ni el odio, ni la pasión, la guerra o la intriga, pero sí hay tantas maneras de expresar todo lo humano como personas hay sobre la tierra.

Para ser filósofo "oficial" hay que haber creado un sistema filosófico, pero no es necesario haberlo hecho para dedicarse a la filosofía.

JacoboDeza dijo...

No es plagio, es admiración: también es otra suculenta boutade, no sé si de Pla o de cualquier otro. Pero más allá de las citas ingeniosas, está la dignidad y la honradez. Si alguien va a escribir libros a partir de recortes de otros, lo primero es hacer acto de contrición, salir a la palestra y, antes de escribir la primera línea, decir:

-Estimados amigos, he decidido dedicarme a ganar dinero con la literatura, y para ello voy a recopilar fragmentos de los siguientes autores: [y aquí un listado]; los mezclaré adecuadamente, les daré forma y los pondré a su disposición por si gustan.

Lo sospechosos es que hasta la cacería del cazador, éste no hubiera abierto la boca. Yo, como lector, sólo exigo información. La excusa aducida en el caso es que el libro incluía ¡una bibliografía!. O sea, que las listas bibliográficas ya no son de autoridades que han escrito otras cosas sobre la materia, sino que se convierten en tapaderas para justificar la copia:

-Yo ya puse el listado de obras en la bibliografía, así que nadie puede acusarme de nada: yo ya informé -diría el clown.

Aunque, todo hay que decirlo, incluso antes del escándalo había que tener un estómago muy fuerte para comprar y leer obras de Bucay: el mío es propenso a la dispepsia y a la indigestión.

Anónimo dijo...

¡¡Plás, plás, plás!!

Roberto Iza Valdés dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Roberto Iza Valdés dijo...
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Anónimo dijo...

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