Cuando la revista Granta decidió editar su versión española a través de Emecé, la primera prueba fue la traducción exacta del original inglés dedicado a los mejores autores jóvenes de la última década. O sea, la generación granta, ya por antonomasia. Cabría esperar, quizás, que los esmerados editores de nuestra edición se decidieran a proponer algún día un listado de los 15 o 20 autores que escriben en español y que en el futuro habrían de ser los nombres de referencia de nuestra novelística. Supongo que la cosa podría funcionar entre nosotros, aunque sería delicioso ampliarlo a todo el ámbito lingüístico y ofrecer un panorama más vasto y ambicioso. Es sólo una idea.
Pero a lo que iba: en la revista en formato electrónico The Barcelona Review se publicó, por ese entonces, una reseña crítica sobre la aparición del número 0 de Granta. Una reseña que ahora recupero para tratar un tema que me ronda por la cabeza y que allí aparecía esbozado con tino. Me estoy refiriendo a estos párrafos, firmados por las siglas EEU:
"No dejaré pasar por alto la peligrosa inclinación de estos jóvenes escritores de entender la literatura casi exclusivamente como una disciplina interiorista, que se complace en observar el panorama de la ciudad y el hogar y las calles de los barrios pero que no se atreve o no se arriesga a entrometerse en territorios más épicos o épocas distantes, o lo que es lo mismo, que reduce la capacidad creativa a los márgenes de la vivencia personal. (...) Es un simple ejemplo del feroz individualismo de nuestra cultura occidental, que de continuar así, dejará en manos de la historia o el periodismo la narración de los grandes acontecimientos de nuestro tiempo, para los que la literatura ha sido tan útil desde siempre".
Aunque me da cierto pánico leer, y ya no digamos usar, frases del estilo "feroz individualismo de nuestra cultura occidental" (cada palabra un mazazo) no se puede dar la espalda a la evidente tónica general de esta literatura posmoderna, o ya pos-posmoderna, que nos ha tocado sufrir y disfrutar, todo a un tiempo. Supongo que lo occidental abarcará en Europa desde Lisboa hasta Berlín, y por tanto soy plenamente occidental, individualista y feroz, y miro alrededor para convencerme de lo que está pasando: por un lado, hay toda una generación Herralde que genera historias de nuestro territorio inmediato y que basa sus tramas en las relaciones interpersonales y en un cierto cansancio vital. Pienso en Zarraluki, en Neuman, en Martínez de Pisón (parece que ahora con un toque más historicista respecto a nuestro siglo XX, aunque no lo sigo), en Pombo, en Tomeo, en Gopegui. También en Soler, claro, y cómo no, en el propio Bolaño. Cada uno con sus calidades y sus estilos, con su propio humor, pero siempre en ese territorio próximo y de personajes nada heroicos. Por otro lado tenemos otra generación joven o no tanto, más dispersa y en nómina con otras editoriales, que también camina por la misma senda: los planetarios Espido Freire y adláteres, los Mañas y compañía, y el interesante grupo sureño que ya no sería occidental pero que no desencaja en el análisis: Rey Rosa, Pauls, Villoro, Fresán...
Visto lo cual, ¿dónde está la épica? ¿Qué pasó con las grandes historias que narraban proezas míticas de otros siglos, con personajes inolvidables por sus hazañas o sus ambiciones? ¿Quiénes son hoy los nuevos Mujica Lainez, Tolkien, Stevenson y un larguísimo y desordenado etcétera? ¿Hay relevo? Dejando a un lado los best-seller que cumplen con puntualidad la necesidad alimenticia de muchos (esas portadas luminosas y satinadas con letras góticas: hay que agradecer a ciertas editoriales que siempre nos den liebre por liebre y gato por gato, jamás engañan), se me ocurre que ya esa parcela está ocupada por alguien y cumple plenamente con la función que la literatura ha ido cediendo poco a poco: me refiero al cine. Cuando hoy pienso en cruzadas o en gladiadores ya me es difícil pensar en términos de página y me remito con cierto automatismo al referente de algún actor de moda, al fotograma que ha quedado perviviendo en mi subconsciente. Ya lo épico se me antoja pura imagen, cien mil extras avanzando por un desierto y al frente un Mel Gibson cualquiera espada en ristre. Los nuevos escritores han dimitido de su tarea de narrar lo mítico y se han encerrado en su pequeño apartamento de ciudad, contemplando por la ventana el pasar de los días y tecleando en la computadora las desganas de los matrimonios parisinos. Y eso también ha generado buenas obras, faltaría más: dale a un buen narrador un piso en Saint-Germain-des-Prés y un hombre con americana saliendo por la puerta y te dará un retrato de la Francia posmoderna. Pero ya nadie le regala circos romanos a ese narrador, y él se muestra satisfecho y saciado con sus madmoiselles de ojos azules. ¿Será que nosotros, como lectores, tampoco buscamos nada más? ¿Será que nuestro ensimismamiento no nos permite huir de esta realidad?
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Dice mi tocayo: "hoy día, con un ordenador y una conexión a internet, se puede hacer una editorial desde el campo". Yo ya he encargado, por si acaso, La historia del Genji, de Murasaki Shikibu a las mariposas.
La clase de griego, por Han Kang
Hace 20 horas
8 comentarios:
¿Épica? Quizá sea la nuestra una época poco favorable para el desarrollo de la gran literatura. ¿Por qué razón? Porque en parte hemos perdido la fuerza del relato oral, ese relato que nos remitía al origen de los tiempos o, al menos, a una época ya prescrita, cuando el escritor y el lector aún no eran urgentes ni resabiados. El problema de muchas novelas actuales, de esa novela anémica tan corriente en nuestros días (las de Tomeo, que ayer comentaba en mi bitácora; o las de Vila-Matas, hoy mismo), es que algunos de sus usuarios dicen estar saciados y viven con prisa y como decadentes en el recuerdo y en la nostalgia de unas narraciones que ya no regresarán, con el vislumbre de su artificio, como oficiantes de una operación literaria en la que todos estamos envueltos y de la que seríamos conscientes. Sin embargo, hay aún ciertas obras en las que el destinatario se nutre copiosamente y experimenta la impresión de una inocencia temprana, esa sugestión adolescente de cuando contábamos y contábamos sin parar. Es un error muy actual contenerse, creer que se puede decir más con pocas palabras, imponerse una dieta verbal. Las mejores creaciones de hoy todavía son lo contrario: siguen diciendo mucho y con muchas palabras, como antes, como siempre, con esa caudalosa expresión que está en el origen mismo del arte de narrar, de contar, de leer abundantemente, con riqueza. ¿Cómo lograr ahora el encanto que produce un relato que oímos por primera vez y cuyos artificios ignoramos o aceptamos ignorar? Aún hay en ciertos narradores esa ilusión, esa seducción relatora, ese torrente de palabras cuidadosamente escogidas que se desborda, que mana, que nos llega y que anega el mundo externo y en el que personajes heroicos, derrotados y dignos bracean o sobreviven proponiéndose empresas justas, alucinadas, acometiendo iniciativas imposibles y hazañas malogradas, tipos que se hacen a sí mismos en la acción y cuyos avatares son relatados sin hacer alarde del artificio y de la convención. Aún se da en ciertos novelistas el goce del relato puro, el placer estricto y exacto de una historia que se nos libra y que nos aturde y nos conmueve con una sucesión vertiginosa de peripecias y de individuos, de gestas y de fracasos. Todavía hay narradores que describen y observan el mundo con vehemencia, con la convicción firme de estar abarcando precisamente las dimensiones de lo real. Hay escritores en cuyas historias aún se aprecia la nostalgia de los viejos maestros, de esos grandes creadores, dotados de riqueza inmaterial y capaces de reconstruir la dimensión exacta del mundo, de hacer el depósito de su imaginación.
¿En quiénes pienso? Se admiten apuestas.Fdo.: Justo Serna
Justo: a medida que iba leyendo tu comentario me interrogaba sobre los nombres y apellidos en los que estarías pensando. Pero no voy a apostar aquí, seguiré buceando en mis lecturas previas para vislumbrar esos narradores vehementes, torrenciales. Quizá ese 2666 que menciona putaasesina sea el ejemplo actual más claro, postergado por mí para seguir pensando que los nuevos héroes todavía me esperan sobre la mesa de libros pendientes.
Quizá ahora menos, pero hace unos años había un temor reverencial hacia las novelas voluminosas, las que pretendían fundar territorios y paisajes nuevos, personajes perdurables. Los editores eran los primeros: ¿quién iba a comprar semejantes mamotretos en una sociedad de fast food, fast sex y fast dead? Y pareciera que los propios escritores se autolimitaban también a no pasar de las 300 páginas, como si la novela no pudiera ser ese arte caudaloso del que hablas, ese contar sin desmayo para abrir nuevos cauces con ambición, desbordar ríos con la palabra y la imaginación.
Aunque seguimos creando héroes próximos, de nuestro mundo y con nuestros parámetros de sociedad moderna, desclasada y algo desganada también. Es curioso, por ejemplo, que un premio comercial como es el Planeta haya pasado en diez o quince años de premiar novela histórica (Moix, Vallejo-Nágera, Eslava Galán) a premiar narraciones abúlicas y desnatadas del presente (Freire, Posadas, Regás). ¿Es por la prisa de los lectores también? ¿Hemos perdido la capacidad de mirar atrás y recrear historias que, en efecto, parten de la siempre tan imprescindible oralidad?
Voya s eguir pensando en esos nombres y apellidos que todavía nos quedan...
Nombres: Antonio Soler (qué maravilla de exhuberante dramatismo en "El nombre que ahora digo", te deja hecho polvo); Javier Cercas (aunque sus novelas no sean tochos, respiran ese aire épico de otro tiempo); Javier García Sánchez en "El Mecanógrafo" (casi mil páginas). También el mundo de Varick de Andrés Ibáñez.
Muerte a los anémicos posmodernos!
Aquí estaríamos confundiendo dos líneas: la de aquellos que sobresalen muy por encima de la media (pero que siguen cultivando novela posmoderna, autoficción, relato de una realidad próxima y tangible: no hay nada de malo en eso) y los que arrebatarían (lo pongo en condicional) los temas a los historiadores y a los periodistas y los recrearían en formato novela para convertir esos temas en mitos, en épicas, en historias lejanas en el tiempo y en el espacio, en construcciones de mundos paralelos.
Yo situaría entre los primeros a Cercas, a Soler, también a Marías: narradores de mucho fuste, malabares de la palabra, capaces de asombrarnos por historias de cierta cotidianedad aunque apuntando a superar la anécdota simple.
Pero, ¿y entre los segundos? Tampoco veo ahí ni a García Sánchez ni a Ibáñez. Al menos lo que está claro es que estamos hablando de buenos escritores, de buenos narradores, pero yo apuntaba quizá solamente a ciertas áreas temáticas que ya no se pisan: quizá solamente era eso. ¿...Solamente?
Hace un tiempo escribí una reseña de 2666 porque me parecía, ante todo, una novela valiente. Lo que me parece algo tonto es que se entienda lo épico casi como una cuestión de dimensiones, de número de páginas. 2666 me gustó mucho pero un buen cuento de Lorrie Moore, digamos, me ofrece más que esas 200 primeras páginas de aburrido ajetreo romántico y académico, a la Bolaño. Es interesante que algunos se preocupen de que los escritores se hayan refugiado totalmente en sí mismos, en sus pueblitos. Mucha angustia si pensamos que los años de realismo literario -que abarcarían digamos de 1830 a 1940; y todavía hoy en ciertos casos- privlegiaba la experiencia personal, aunque con la diferencia, por supuesto, de que el realismo de entonces tenía todas las características que la literatura de hoy carece, en pocas palabras, empuje. ¿Qué narran los no tan jóvenes escritores de Granta? ¿O los jovenes neoyorkinos?
Pienso que esta discusión entraría en el debate que últimamente se ha reactivado entre literatura realista (con una idea del realismo tan idiota que me da coraje) y una literatura posmoderna -que sí me parece una literatura intimista y de apartamento aburrida hasta al cansancio.
Lo más extraño es que aparte de dos libros medio aburridos de Vilamatas (acabo de leer Suicidios ejemplares y me dormí, y otro más de Marías ,igualmente pesado) no he leído casi nada de los autores que mencionan, excepto Bolaño, al que intento defender de ataques canallas de vez en cuando. Mis autores preferidos hoy día son Lorrie Moore y Saul Bellow en los que encuentro esa sabiduría y esa ironía que tanto me ayudan en el día a día. Bueno un saludo a todos y una última cosa.
A mí me interesa mucho esta discusión que se está dando en Venezuela y Perú y Estados Unidos, hace poco en México, y poco a poco toma forma aunque poco cauce. Tengo una bitácora en la que voy a dejar artículos de diferentes revistas, opiniones,etc, sobre el tema y la discusión que podríamos delimitar a esto -realismo.porsmodernismo-. Quizá le interese ayudar a la causa. Ciao.
Mauricio, por supuesto que aterrizaré en tu blog para abundar en la discusión sobre realismo y posmodernismo: puede ser un debate apasionante. De momento, como dice allí, paciencia.
Dos apuntes:
-Habrá que comenzar caracterizando y delimitando qué es y quienes cultivan hoy realismo, y qué y quienes posmodernismo. La dicotomía no me parece tan clara y hoy la mayoría navega entre ambas fronteras. Otra cosa, como dices, es el realismo histórico, pero nadie se dedica ya a eso, o al menos nadie de los escritores que a mí me interesan.
-No he leído nada de Lorrie Moore (anotado en agenda) ni (y aquí hay suspiros de desesperación por parte de mi innumerable prole de fans) de Saul Bellow. Como dije hace unas semanas, yo soy aquello que mis lecturas no realizadas dictan. Visto así, no está nada mal tener a Bellow como asignatura pendiente...
En respuesta al comentario de Mauricio Salvador del 7 de octubre:
Dios mío, qué terrible enfermedad cerebral se ha extendido por el planeta. Todo el mundo afirma ahora a todas horas que un cuento corto puede expresar y ofrecer más que una de esas novelas grandes como animales fabulosos que algunos excavadores pacientes y geniales son capaces de regalarnos alguna que otra vez cada mucho tiempo. Estoy pensando en Ana Karenina, en Moby Dick, en Ada o el ardor, en El arcoiris de la gravedad, en La vida instrucciones de uso, en Rayuela, en Paradiso, en La saga/fuga de JB, en Pequeño, grande, en Ulises, en El hombre sin atributos, en En busca del tiempo perdido, en Kafka on the Shore (la última traducida al inglés de Murakami) y por supuesto en esa inmensa y terrible obra de arte llamada 2666. No nos engañemos, la delicia de los cuentos de Chéjov, de Kipling, de Nabokov, o incluso de Borges, no será jamás otra cosa que el vuelo de una cometa, por muy lleno de delicados arabescos, comparada con el viaje infinito a través de las nubes hasta tierras nunca vistas (donde espera la muerte, la locura, el amor, el paraíso, la conciencia total) que supone la lectura de una de esas grandes novelas.
Los cuentos de Lorrie Moore son deliciosos. Llenos de detalles precisos y nítidos y de humor. Pero, por favor, compararlos con 2666 es un disparate. Como comparar una hermosa y graciosísima caseta de perro con la catedral de Chartres.
Por otra parte, el posmodernismo literario supone, entre otras cosas, un gran alivio: la destrucción de esa no tan antigua ilusión de que la "realidad", ese gran mito, es algo que puede describrise fielmente, fijarse en su exactitud por medio de las palabras. La realidad entendida como un infinito entramado de símbolos, y la obra de arte entendida como un modelo a escala del mundo donde se establece el doble del apasionado juego de los símbolos, es uno de los mayores regalos del posmodernismo. El realismo en literatura, creo yo, no tiene el menor sentido. Ninguna obra de la literatura es realista ( a no ser que nos conformemos con usar el nombre de una "corriente literaria", como si la "realidad" de Flaubert tuviera algo que ver con la de Tolstoy o la de Dickens) y aquellos escritores que se han propuesto ser realistas, en su mayoría, no han sido más que fracasados que han gastado sus minúsculos talentos jugando a un juego con las reglas equivocadas. ¿Cuántos de éstos quedan ya? Muy pocos, creo yo. Quien todavía crea que Flaubert, Tolstoy, Dickens, reflejan fundamentalmente en sus novelas el "ambiente social" o el "clima intelectual" o "el papel de la mujer" o "la naciente burguesía" o cualquier otra de las tontísimas ideas generales que sirven en las universidades (siempre a la zaga) para estudiar las obras de arte.
Aunque quizá en realidad todo sea una cuestión de nomenclaturas, porque en el fondo toda verdadera obra de arte busca apresar la realidad inaprensible (consciente de antemano de su hermoso fracaso) y por tanto, igualando realidad con conciencia, con belleza, toda verdadera literatura es un arte que aspira a ser realista.
De todos esos escritores, los que de verdad me parecen más valiosos son Vila-Matas y Andrés Ibáñez (ambos plenamente posmodernos pero al mismo tiempo deudores, creo yo, de la gran literatura realista).
Pero ¿es que acaso no somos épicos al vivirsobrevivir en este mundo?
El Mester
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