lunes, 17 de octubre de 2005

El planetoide

No puedo decir que mi primer recuerdo del Planeta sea malo. En esas tempranas edades, cuando lo de la calidad literaria todavía no se mide con ningún instrumento de precisión ni se sabe a ciencia cierta qué quiere decir calidad, uno se divierte y disfruta con lo más extravagante. Eran los momentos de acercarse a esa literatura para adultos que se desparramaba en las mesas de El Corte Inglés (no eran tiempos tampoco para ir a La Central) y con timidez, mucha timidez, agarraba un ejemplar y lo sopesaba, preguntándome si entendería algo de lo que allí estaba escrito. Yo veía a gente adulta disfrutar con esos objetos entre sus manos, y comenzaba a comprender que ya, a mi edad, no podía ser menos: la fruta se me aparecía jugosa y el instante del bocado debía estar cerca. También eran los tiempos del primer Penthouse comprado en un quiosco escondido, en el que no pasara demasiada gente por delante, para que no nos fueran a descubrir en pleno acto criminal: pero esa es otra historia.

Elegir, pues, entre tanta oferta era perderse en una selva frondosa. Lo mejor era pisar sobre seguro y lo más llamativo resultaba ser, cada noviembre, el nuevo ejemplar del Premio Planeta, con su franja roja inferior y su -entonces- pequeño tamaño. Doscientas mil personas no podían estar equivocadas: la primera edición dejaba claro el número de lectores que iba a tener el libro, y yo tenía que ser uno de ellos. Joven, pero inteligente. Joven, pero sobradamente preparado. Y así, poco a poco, fui buceando por mundos que para mí, imberbe lector, abrían espacios hacia la fantasía, la historia y lo desconocido: el Egipto de Terenci Moix, la época napoleónica de Vallejo-Nágera, y muy especialmente el viaje a pie por África, de Norte a Sur, que se desplegó a mis ojos por obra y gracia de Juan Eslava Galán, autor completamente prescindible luego pero que me hizo vivir momentos felices a mis quince años. Recuerdo todavía al protagonista, Juan de Olid, enamorándose de una africana adolescente en el centro del continente negro y persiguiendo unicornios entre fiebres de malaria y batallas de una crudeza medieval. A falta de un buen Conrad (nadie me enseñó hasta entonces a buscar a Conrad, tuve que aprender a encontrarlo luego) llené mis horas con novelas comerciales pero que cumplieron su función en mí: la de ir especializando mi búsqueda e ir calibrando en qué consistía eso de la calidad.

Pero me quedo todavía en el Planeta porque esta breve historia alcanza una segunda etapa: el joven adolescente dejó de serlo (el Penthouse se hizo Private, y el Private alma y carne) pero el premio tocó techo con algunas novelas de cierta enjundia: llegó Torrente Ballester, llegó Cela, llegó Vargas Llosa. Llegaron no con sus mejores obras, quizá siquiera con obras que puedan considerarse buenas, pero con ellos llegó la literatura, esa que perseguí con afán hasta hoy mismo. Esos nombres resonaban en mí como depositarios de palabras mágicas, como conectores que encendían el acceso al coto vedado de lo sustancial, de las obras maestras y de los escritores de relieve, de la literatura de alto vuelo. El salto ya estaba dado: si ya podía leer a Vargas Llosa, podía leer todo el realismo mágico, y la novela moderna española, y el nouveau roman, y el dirty realism, y así hasta el infinito. Ya era la hora de seleccionar y de abandonar las compras compulsivas o por simple remedo, de escapar de las editoriales mediáticas y refugiarme en el libro de autor, en las colecciones con títulos imprescindibles e inmortales.

Ya casi sin mí, el premio Planeta siguió su curso y todavía me quedó el anhelo de descubrir alguna sorpresa: era una pequeña parte de mi alumbramiento como lector y no estaba dispuesto a abandonarlo así como así. Pero el tiempo pasa (tócala otra vez, Sam) y no todo envejece bien: llegó De Prada y el posterior escándalo de plagio, arribaron Fernando Delgado, Carmen Posadas y no sé cuantos bodrios más a la lista ya cada vez más incomestible de premiados. El escritor se fue evaporando y llegó el escriba televisivo, la cara bonita, el ególatra con procesador de textos, la joven promesa artificial. Llegaron los millones y, como suele pasar en estos casos, atrajeron las miradas y las plumas de los que no escribían. Pero qué carajo, si por 600.000 euros sólo nos piden escribir un libro, pues se escribe y ya está, tampoco hay para tanto. La fiesta acabó en fiestorro y el Planeta en planetoide.

El sábado tuvo lugar el penúltimo lance. Este año derramó sus prosas melifluas la sin par Mª de la Pau Janer y abrillantó las baldosas el descolocado Jaime Bayly. Pero la novedad simpática vino de la mano del jurado y de las declaraciones de éste respecto de la calidad de las obras finalistas. Jamás entenderé (ya lo digo por anticipado) qué hace gente como Juan Marsé en el jurado de este premio astronómico: leo con placer a Marsé y admiro su posición personal en otros asuntos, pero -cheques aparte- no sé quién le convence para teatralizar la existencia de un jurado ficticio mientras el jurado real -el consejo de administración de la editorial- ya ha decidido de antemano con qué autor se puede ganar más dinero y, por lo tanto, quién va a ser el laureado. Apareció, pues, Marsé con el ímpetu del buen soldado y arremetió contra la calidad de las obras presentadas, "de un nivel subterráneo".

Si él hubiera seguido con detenimiento la evolución del premio, hubiese vislumbrado la decadencia de lo que antaño, cuando el propio Marsé ganaba, era una oportunidad para promocionar un puñado de certeras novelas y que ahora no es otra cosa que un pastiche de rostros con libro. El mundo ya no es lo que era, y la galaxia tampoco: lo que orbita a nuestro alrededor ya no son sino tristes destellos de un pasado lejano, cuando todavía éramos jóvenes y las estrellas eran todas fugaces, y lo por hacer era mucho y el tiempo era un despilfarro permanente: ahora ya no tenemos tiempo de leerlo todo, pero por encima de cualquier otra consideración, no tenemos ganas de hacerlo, porque perder las horas es un lujo y dedicarse a (pongamos) Mª de la Pau Janer, un auténtico despropósito.

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La certeza de saber que un blog también puede helarnos la sangre.

13 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por esa historia resumida del Planeta, tan ajustada y real. Estoy totalmente de acuerdo contigo ¿Qué hace ahí, dando sensación de "legalidad" quien escribió "Últimas tardes con Teresa"? ¿Por qué ha callado tantos años, en que la calidad de ese premio ya era lamentable y habla este?

A veces es mejor no encontrar la respuesta. Uno sigue poniéndose triste, muy triste con estas cosas.

Rain (Virginia M.T.) dijo...

O escéptica, distante...

Portnoy dijo...

Un recorrido preciso y nostálgico, Jacobo. Un recorrido compartido.

Lo del rinoceronte es curioso: También recuerdo la novela del prescindible Eslava con cariño. Con el tiempo llegué a otra novela cuyo tema es similar, aunque el tratamiento es distinto, El rinoceronte del Papa, de Lawrence Norfolk, autor que sabe tratar como nadie las pequeñas cosas, pero que se pierde cuando intenta combinarlas para producir algo más grande... vamos que hace novelas que parecen añadidos de relatos cortos.
Ya no sé lo que decía...
En cuanto a Marsé... yo destacaría el enfado de Janer, su falta de tacto y su escasez en la respuesta, atacando al anciano cayendo en la trampa dialéctica de la crítica literaria... la torpeza (o boutade) de Marsé, hablando de literatura en la entrega del Premio Planeta.

Un saludo.

JacoboDeza dijo...

He leído que en la noche del premio siguen con el ritual de toda la vida: entre plato y plato, el jurado se retira a deliberar y a descartar obras paulatinamente. Así, la función adquiere todo el sentido de lo que realmente es: una puesta en escena de una pésima ficción con actores que no se compenetran entre ellos (menuda combinación: Gimferrer, Posadas, Blecua, Marsé...)

Rosa Regás dijo que la polémica sirivó para entrar en un enconado debate literario. Lástima de debates, que no traspasan el mantel de la mesa y se quedan ahí, como manchas de rioja que van desapareciendo con la tercera o cuarta colada.

Shhht, Portnoy: que no eran rinocerontes, ¡que eran unicornios! Ya nos quitaron hace años los Reyes Magos, que nos quede al menos el pelo blanco y suave de esos animales...

Anónimo dijo...

Querido Jacobo Deza:

Interesantísmo repaso a tu relación personal con el Planeta. Yo, por mi parte, hago lo mismo mañana: mi historia particular del Planeta y sus escándalos. Menos erudita que la tuya, eso sí.

Anónimo dijo...

El firmante del anterior post soy yo: el usuario anónimo de las últimas semanas (JS).

Anónimo dijo...

Me parece, Jacobo, que muchos compartimos tu recorrido por el Planeta. Me alegra que Marsé haya dimitido como miembro del jurado de esta farsa, creo que el último Planeta que leí fue “El jinete polaco” de Muñoz Molina, en 1991. No sé cómo Marsé no dimitió antes, pues irregularidades en este premio se venían señalando desde hace tiempo. A pesar de todo, seguiré leyendo a Marsé, un buen escritor, con novelas como “Últimas tardes con Teresa”, “Encerrados con un solo juguete”, “Si te dicen que caí, “Rabos de lagartija” y tantas otras, con las que disfruté y que recomiendo. Un saludo.

JacoboDeza dijo...

Justo, ahí estaremos mañana, en tu blog.

En mi lista incompleta cabe añadir, en lo que denomino la segunda etapa de cierta brillantez y como bien recuerda Fuca, a Muñoz Molina y su jinete polaco, una buena cima para despeñarse después al abismo.

Es curioso como muchos tenemos nuestra propia historia de relación con el premio. Yo, por cuestión puramente generacional y cronológica, me perdí el trienio rojo (Semprún - Marsé - Vázquez Montalbán), que supongo que marcó a otras personas jóvenes en ese entonces. Pero los adolescentes de ahora pueden refugiarse en más colecciones y editoriales: ya se edita mejor que hace quince o veinte años, y uno se puede olvidar por completo del Planeta y de sus tristes actualidades.

Anónimo dijo...

Hola, Jacobo. Muy interesantes tus consideraciones sobre el Planeta. Creo que Marsé puso el dedo en la llaga al diferenciar "literatura" y "vida literaria". El Planeta pertenece a la vida literaria: promociones, cócteles, firmas de libros... Es curioso que ninguno de los grandes (Marsé, Vargas Llosa, Cela, Echenique...) haya ganado este premio con una novela de calidad. Cuando se han presentado al Planeta, también ellos (también Marsé) han dejado la literatura un poco aparte y han optado por la vida literaria, es decir, escribir una novelita sin mucho esfuerzo ni autocrítica, sanear un poco la economía doméstica y convertirse, por una vez, en un escritor verdaderamente popular, es decir, un escritor más vendido que leído. El resultado es que el Planeta, que tiene importantes nombres entre sus galardonados, no tiene, sin embargo, un sólo título que pueda tildarse de obra maestra.

JacoboDeza dijo...

Coincido con tus apreciaciones, Paco. Quizá sólo Muñoz Molina presentó una de sus obras más trabajadas y ambiciosas. Ser popular parece que es deseo de muchos: Bryce o Bayly saltan vertiginosamente de Anagrama a Planeta sin un solo rasguño, dimitiendo de la búsqueda literaria para mecerse en los balancines de la mediocridad, que ahora cotiza mucho. Cada 15 de octubre, desde hace pocos años, pido que ninguno de mis autores preferidos haya caído en la tentación, y de momento puedo estar satisfecho.

Anónimo dijo...

Si me lo permites, otro recuerdo mío, en relación al premio (de tales libros tales lectores, perdón, compradores). Es desde detrás del mostrador de una librería, la mía:

"¿Tienen el premio Planeta?"

"No, se nos ha agotado, hasta mañana o pasado..."

"Bueno, pues deme el finalista".

Puedo asegurar que no es un hecho aislado; es frecuentísimo y, sobre todo, que lo pidan así, no por el título y muchísimo menos por el autor.

JacoboDeza dijo...

Ja ja... Me acuerdo de pronto de un chiste viejísimo:

-Buenas, ¿tienen algo de Hemingway?
-Sí, El viejo y el mar
-Pues déme... El mar

Ay, qué frívolos nos estamos poniendo con el Planeta...

Roberto Iza Valdés dijo...
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