miércoles, 26 de octubre de 2005

Cartas nómadas (2)

San Salvador, 12:05h

...El camino de la redención engrandece tu corazón. Creo que la frase del rótulo era así, pero podría cambiar todos los elementos y el significado sería el mismo para mí. En otro portal, con grandes caracteres, leí la palabra cruzadas al lado de versículos bíblicos escogidos y de los horarios del culto. Se hacen cruzadas, mientras justo al lado se limpian carros y enfrente se vende mecate para colgar hamacas. Todo a tres cuadras del lugar exacto en donde, 25 años atrás, caía Monseñor Romero bajo las balas del sicario a sueldo del ejército. La pintada del muro es otra, bien distinta: "Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa. Como Jesús, por orden del Imperio". Atravieso la puerta enrejada y el paseo de acceso al Hospital de la Divina Providencia se me ofrece como un apacible lugar de sombra y silencio, con leves revoloteos de palomas y zanates y muy poca concurrencia. Una familia completa descansa en unos bancales de piedra, mirándose entre ellos y hablando con voz muy suave: me observan cuando camino por su lado y me siento a pocos pasos, en otro poyo de piedra sin labrar. Algún enfermo, pienso, alguien entre ellos que habrá salido a pasear por este pequeño jardín y que en esta mañana soleada comparte su apego a la vida con los suyos. Ni los niños juegan aquí: todo es tan sensible que se disfrazan de adultos, participan de la reunión para demostrar su vínculo solidario y su probable empacho de estupideces. En este sitio no hay que hacer nuevas cruzadas, basta una palabra de afecto y una mano que acaricia. Me levanto para no interferir en la escena y me planto en la puerta de la capilla: desde aquí salieron los disparos en 1980, con la puntería del asesino que se cree ya mítico y que está a punto de pasar a la historia. Pero se equivocó: la historia cayó desplomada al fondo, ante el altar, y el individuo entró de nuevo al vehículo y huyó, por este paseo silencioso (cómo resuena el chirrido de las ruedas en mi cabeza, un sablazo cruel) como el cobarde que espanta a los pájaros y a los enfermos que reciben una mano caliente y suave de su nieto en la mejilla.

El mercado de Apopa es una explosión de color, una fértil maraña de gritos y olores de fruta fresca. Qué contrastes tan intensos: a veces no hace falta caminar ni doscientos metros para meterse en realidades opuestas, para probar las mil caras de este territorio que se mueve en sentido estricto (hay sismos bastante regulares cada año) y figurado, en un sentido casi metafórico. Estas mujeres que venden telas y semillas y flores, y que aguantan al hijo en las caderas o sobre el pecho mamando y que cuando ya camina se les escapa mientras atienden a los clientes y deben ir a buscarlo por el pasillo (los dólares en una mano, en la otra la mercancía), que tienen el almuerzo en un plato de plástico y la bebida en una bolsa con pajilla, que van a preparar la cena cuando terminen de cerrar el puesto de venta. Estas mujeres, digo, son la esencia y el suplicio permanente de este movimiento que no cesa, que sólo se va deteniendo al anochecer pero nunca del todo: la oscuridad que aprovechan los perros para hurgar en las basuras es sólo la antesala de un despertar temprano igualmente estruendoso, que arranca cada día con igual ímpetu sin importar las ganas ni el desaliento. Cuántos psicólogos deberían pasear por aquí: quién dijo depresión. Uno sale de estos mercados reanimado, casi gritando el nombre de las verduras por pura empatía y empujado a la dinámica del hacer, del trabajar, del no parar. Mientras voy pisando restos vegetales y charcos embarrados por el agua y los meados, me aferro al ansia del escalador que está a punto de llegar a alguna cumbre, del sediento que ya otea el oasis a poca distancia: al ansia del que tiene lo real al alcance de la mano y está a punto de acariciarlo (como el niño a su abuelo, la vendedora a su hijo), y que tiene miedo de perderlo de vista y quedarse sin cima, sin agua y ajeno al acontecer de este mundo tan verdadero, sin mano en la mejilla...