jueves, 29 de septiembre de 2005

Sofá de lecturas

1. Sigo en plena batalla judicial con Castigo divino. La referencia que se me ocurre a medida que avanzo es el cine de Hitchcock: no determinada película en concreto, sino el tempo y las trampas (ojo: trampas en sentido estrictamente positivo, ¡cuánto agradecemos los cinéfilos esos trucos y cuánta técnica cinematográfica aprendimos con ellos!) de que se nutren toda su filmografía.

Este Oliverio Castañeda se me antoja cada vez más un perfecto falso culpable. Todas las pistas apuntan a que es el autor material de varios asesinatos, y sólo hay que ir buceando por su pasado para ver indicios que justificarían su actual proceder. Las voces que se van transcribiendo añaden, cada una, un nuevo dato; así, por ejemplo, sabemos que “Castañeda tenía desde adolescente una naturaleza acondicionada a la traición y a la burla, y consumía su ingenio en preparar las bromas más atroces con el sólo propósito de solazarse él mismo con sus trampas” (entre otras lindezas, se dedica a embadurnar de excrementos el pasamanos de la escalera del instituto, de manera que la vieja profesora que deslizaba su mano por él olía siempre mal). Y cuando Castañeda trabajó en la embajada de Guatemala en Nicaragua, el edificio que albergaba la legación diplomática era víctima de extraños encantamientos (“caían piedras sobre los techos de las casas aledañas, las llaves de agua se abrían solas, se descargaban los inodoros en los retretes donde no había nadie”): la policía lo acusó a él de ser quien, mediante engaños, ocasionaba tales desaguisados. Y otros testimonios van sacando cuentas de sus recuerdos sobre Castañeda, y todos conducen a la sospecha. Ya se sabe, bromista y burlón: hay que condenarlo de inmediato, no podemos permitir personajes de semejante calaña.

La construcción de la trama es casi perfecta, un mecanismo de relojería que va ensartando pequeñas historias que conducen a un único fin. Hay que estar muy atento con las fechas, porque al igual que ocurre en todo juicio, se salta de unos recuerdos a otros, y cada declarante puede referirse a momentos diferentes y muy distanciados en el tiempo. Una verdadera novela judicial, en suma.

También creo intuir una crítica sagaz hacia la facilidad con que se juzga y condena a los demás, tanto en la vida real como en la literatura. Ello enlaza con lo que comentaba en mi anterior post: si a uno le etiquetan de asesino, seguro que podremos encontrar mil indicios retrospectivos que ya apuntaban a su posterior acusación, y si a uno lo acusan de abusador de menores, seguro que se lo tiene bien merecido. Cuando el río suena, claro. Sólo se trata de rebuscar en el pasado, lupa en ristre, e ir poniendo calificativos para tener a cada quien bien encajonado. Es muy engorrosa la complejidad de caracteres, y sale más barato decir que Oliverio Castañeda es un asesino y que Humbert es un pederasta: son adjetivos que limpian, fijan y dan esplendor.

2. Me ha interesado en Las malas pasadas del pasado la idea del cuasirrecuerdo, bautizada por Shoemaker: se trata de recuerdos no causados, sino inducidos o provocados. El ejemplo es fácil: de nuestra infancia recordamos algunos momentos concretos, pero una buena parte de ellos nos pueden haber llegado por la narración de otra persona (el padre, la madre), y ya se hace difícil deslindar si un recuerdo es propio o nos ha sido transmitido por alguien. Tenemos absoluta confianza en nuestros progenitores, así que creemos firmemente en lo que nos cuentan sobre nuestras reacciones y vivencias infantiles. El caso extremo, francamente divertido, es el que aparece al inicio de la biografía de Chesterton:

“Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1974, en Campden Hill, Kensington”.

Por lo tanto, se pone en duda que los recuerdos nos pertenezcan, y añade Manuel Cruz que eso es válido para otros contenidos mentales, como los pensamientos. Parfit lo lleva al límite: “decir yo pienso ya es decir demasiado... Deberíamos decir se piensa, igual que se dice truena”. De este modo llevamos la descripción de la identidad personal a la consideración más objetiva e impersonal posible, y nos cargamos la idea de autoridad que emana del típico enunciado “nadie puede saber mejor que yo cómo soy”. Yo hace tiempo que ya intuía que mi peor psicólogo soy yo mismo.

3. Dice Justo: “Si la razón fuera la repugnancia que la pederastia nos provoca (cosa que es así), entonces deberíamos aborrecer igualmente y sin distingos a Humbert Humbert y al anciano de noventa años imaginado por García Márquez en su última novela.” Justamente. Y la literatura, de nuevo, estaría en manos de los abogados.