lunes, 19 de septiembre de 2005

Castigo divino, entre géneros

Veinte años, más o menos, son los que separan una obra como Tiempo de fulgor (novela breve, con influencias evidentes del realismo mágico, de estilo barroquizante y en ocasiones un poco amanerado, de vocabulario riquísimo y algo arcaizante -esa palabra-fetiche, obscuridad, con b-, de frase larga y mínimo diálogo) de esta que ahora estoy leyendo, Castigo divino. Y, en efecto, Sergio Ramírez ya había dado el bendito salto que cortaba sus conexiones con la literatura a-la-García-Marquez y abría nuevas vías narrativas. El resultado: un tomazo de 900 páginas cuya ambición se mide en gramos pero también en voluntad renovadora (¿en qué unidad métrica se mide la voluntad?).

Comienza la novela con un pequeño susto estructural: el título de la primera parte ("Por cuanto ha lugar, instrúyase la causa") nos avisa de que estamos ante un texto de carácter jurídico, y que por tanto todo lo que nos vaya a ser transmitido a continuación será, suponemos como lectores, con la forma que gasta ese tipo de prosa. Susto, claro: recuerdo con grata satisfacción las películas de jueces y jurados, de asesinos y víctimas sentados en un estrado, que miraba cuando yo era muy joven. Sigo viendo esas películas, pero no sé que extraño resorte las sitúa varios años atrás, sentado en el sofá de casa y gozando del género. Todo un Género, en mayúsculas: el Spencer Tracy de turno alzando el dedo admonitorio, con ese rictus inquebrantable del que sabe quién apretó el gatillo; o ese Perry Mason de cada semana, defendiendo lo indefendible y construyendo tramas imposibles. ¡Pero qué lenguaje! Todos hablaban con un fraseo encorsetado y con continuas apelaciones al Sr. Juez o a los miembros del jurado: con la venia; protesto, señoría. Y la frase estrella: ¿jura usted decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad?

El susto, pues, viene dado porque el traslado del cine a la novela de este tipo de lenguaje puede acabar con la paciencia del lector más insistente. A mí, Perry Mason me entró a través del rostro de Raymond Burr, jamás por las novelas de Erle Stanley Gardner: en esto de los juicios no hay nada como el sonido de un buen matrillazo sobre la mesa, y en eso el cine todavía nos gana por knock-out. Por eso la prevención ante una novela del calibre de Castigo divino, que comienza con las actas (declaraciones, relato de los hechos) de un proceso judicial. Rápidamente el temor queda soslayado: Sergio Ramírez elude el vocabulario estricto y cosificado del derecho penal y explica los primeros datos de la historia con una agilidad encomiable. El primer hecho narrado tiene su miga: en este país de tantos perros callejeros, un par de individuos decide (con la idea lanzada desde un periódico local) envenenar a unos cuantos canes con nocturnidad y premeditación (los sustantivos son míos: Sergio los elude, muestra palpable de lo que estoy comentando). La preparación del veneno, los pasos de los matones, el testigo que pasaba por allí, se describen con minuciosidad, como correspondería a cualquier atestado policial, pero sirviéndose de la frase corta y la acción intensa. Hay garbo.

Hay un dato que, a nivel narrativo, merece destacarse, y creo que no descubro ningún aspecto fuera de lugar porque no explico nada que no aparezca ya en las primeras 50 páginas (de hecho la contraportada cuenta más, por eso jamás la leo antes de iniciar la lectura de un libro). Se trata del falso enfoque que da el autor al tema principal: vamos leyendo y pensamos que el juicio está destinado a probar la culpabilidad de los asesinos de perros, a conocer sus pasos en esa noche aciaga y a buscar cada huella que pueda decidir la resolución del caso. Pero ay, en este país de tantos perros callejeros y que precisamente tan mal los trata, ¿quién va a preocuparse de juzgar a nadie por ir dejando carne con estricnina en las esquinas de León? No, el elemento principal, y uno de los objetivos del juicio, es establecer el recorrido del veneno (compra, número de dosis, administración...) para conocer en manos de quién estuvo y cómo pudo ir a parar a otras bocas menos caninas. Es un acierto este engaño, porque el lector jamás se siente engañado: si acaso crece nuestra curiosidad y nuestra sorpresa al ver cómo crece el ámbito del delito.

Y ya en el tercer capítulo otro susto, ya rebajado por la buena resolución del primero: se transcribe una entrevista al principal acusado, realizada por el reportero del diario local antes mencionado, con las fórmulas habituales del género periodístico. De ahí se van obteniendo nuevos datos, esta vez tamizados por la visión del entrevistador, que va añadiendo las acotaciones habituales sobre el entorno -la celda- o los gestos del entrevistado. Este juego de miradas, este flirteo con distintos géneros del ámbito de la escritura, va consiguiendo un efecto de realismo apreciable sin que jamás quede afectado el ritmo del relato. Ya iremos viendo si esto aguanta muchas páginas y si el flirteo se amplía a otros géneros: de momento el placer llega y vamos leyendo con la sonrisa en los labios.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, Jacobo, me parece que nos conocemos de otros lugares virtuales. Me gustaría felicitarte por tu blog, es muy interesante.

No he leído nada de Sergio Ramírez pero, al leer tus reflexiones sobre su obra "Castigo divino", me ha recordado a Mendoza en "La verdad sobre el caso Savolta". En esta novela también se mezclan textos de carácter jurídico, periodístico, epistolar... ; aparecen las transcripciones del interrogatorio al encausado... Tendría que leer la novela de SR para poder opinar, ojalá que sea tan buena como la de Mendoza.

Un saludo. Sigue escribiendo. Te leemos.

Fuca

JacoboDeza dijo...

Hola, Fuca: sí, somos pocos, pero lo bien que lo pasamos. Al final siempre nos encontramos por las mismas sendas de los mismos bosques, y es un reencuentro grato.

Muy interesante lo que cuentas sobre la novela de Mendoza: no la he leído pero parece que la forma de escritura puede ser bastante parecida. Seguiré comentando cosas sobre Castigo divino, que por el momento profundiza en el relato judicial: en el cuarto capítulo hay un diálogo juez-reo con el que ya veo claramente la intención del autor: ofrecer distintas voces que se van contradiciendo y negando, de manera que el lector puede optar por creer una versión u otra. La voz del narrador es otro aspecto muy curioso: introduce acotaciones del estilo "eso ya lo veremos luego", pero no sabemos quién es, quién reproduce las actas y los testimonios y con qué fin.

Bueno, ya insistiré otro día.

Saludos.