martes, 9 de marzo de 2010

El principio de Fin

Leer dentro de un avión en un vuelo que dura unas 12 horas es tarea casi obligada. No veo muchas alternativas ante la perspectiva de permanecer sentado en una butaca, frente a minipantallas que proyectan películas no aptas para miopes y comidas empaquetadas de difícil digestión. Dejando aparte las bibliotecas, el avión debe ser el espacio que más lectores reúne por metro cuadrado: siempre me fijo en mis vecinos y no hay ninguno que no opte, durante algunas horas, por sumergirse en cualquier tipo de libro. Abundan, claro, las guías sobre el lugar de destino, pero también los pesadísimos tomos de Follett o Brown, como si la perspectiva de las siguientes 12 horas requiriera de un ocio voluminoso (¡qué horror, deben pensar algunos optimistas, el quedarse a las seis horas de trayecto sin más páginas por delante!)

Yo recuerdo haber leído en un avión y en las salas de espera de los aeropuertos a McEwan, a Millás, a Muñoz Molina, a Simenon, a Perec, a Powell. Cito nombres a quienes ubico perfectamente en mi memoria fotográfica, o a sus novelas en este caso: hay libros de los que nunca olvidaremos el momento en que fueron abiertos por primera vez o la roca de playa sobre la que fueron leídos. No es el avión un lugar apetecible, ciertamente: el aire acondicionado agarrota las hojas y las cubiertas, como si en las manos tuviéramos un pliego recién salido de la nevera, y no se recupera hasta varias horas después del aterrizaje: aun así, me entregué a la tarea con la lentitud habitual.

Mi elección para este viaje fue Fin, de David Monteagudo, con la deliciosa portada de Leonard Beard. Siempre hay un porqué en cada elección, e imagino que esta vez me apetecía lo que suele llamarse una lectura amable, que es una manera idiota de llamar con otro adjetivo a la lectura fácil. Uno siempre presupone estas cosas, porque ante un autor nuevo sólo puedo atender a las críticas de otros lectores previos, pero nada parecía indicar que esta novela tuviera enjundias escondidas. Quería una historia, hechos, personajes, y una editorial de prestigio: ¡Ahí estaban!

Como no terminé el libro de una sentada (aunque una sentada de doce horas con cinturón abrochado da para eso y más) lo seguí apurando en destino, y ahora haré trampa: sólo escribiré brevemente acerca de las cien primeras páginas, así no rompo el hechizo de los que no han leído la novela, y servirá para explicar mi ansiedad durante ese lapso de tiempo.

Primero: más que una novela esto es una obra de teatro, una dramaturgia de diálogos continuos en escenarios estáticos (aunque sea dentro de un coche que avanza) que sólo puedo imaginarme sobre un escenario. Incluso veo el juego de luces, la tramoya, el cambio de escenas. Y aunque Monteagudo domina el fraseo corto y ágil, el conjunto adolece de un realismo estandarizado, sin más sorpresas que el momentáneo cambio de tono de algún personaje que se enfada, y alguna respuesta que chirría si hacemos la prueba de declamarla en voz alta. Nadie habla de nada interesante, porque el autor pretende reflejar al ciudadano medio que somos todos en circunstancias cotidianas. Y sin embargo seguimos leyendo: es el truco bien elaborado de saber que el lector creará empatía con el grupo de amigos y de no caer en la tentación de describir paisajes o estados de ánimo de más de dos párrafos, así no hay lector que se resista.

Segundo: su mejor baza radica en la construcción de un trasfondo levemente misterioso, aunque ya tengo dudas de que esto no sea una consecuencia de leer en la faja el género al que se adscribe la novela, o sus referentes. Pero la idea de partida es buena: una reunión nocturna generacional de una vieja pandilla en un albergue de montaña. Gente conocida que no se habla desde hace tiempo en un lugar inhóspito, con todo lo que eso puede desencadenar. Vamos conociendo al grupo por parejas o tríos, mientras acuerdan la cita y van llegando al punto de encuentro. De nuevo los trucos son conocidos, pero son los que han servido desde siempre para este tipo de obras: la noche, la oscuridad, la incertidumbre, el miedo.

Tercero: el lector espera algo, algún hecho que rompa la normalidad de la cita. Pero de nuevo tengo dudas: si alguien lee el libro sin ningún referente previo, no sé si llegaría tan campante a la página 100, después de haberse hartado de diálogos sobre la inmigración, modelos de coches y urbanizaciones ilegales. Romper con esto y entrar a un nivel de lectura distinto, que descoloque al incauto, puede ser el acierto que explique las nueve ediciones que colecciona Monteagudo, y las que vendrán.

Pero para eso ya hay que pasar a la página 101, como quien dice. Y esto, probablemente, ya sea otro cuento.

[Esto podría ser un falso read in progress. Si me obligan a ello, quizá prosiga con el resto del relato]

3 comentarios:

hoeman dijo...

Exquisita forma de "autobombo".

Me has metido el gusanillo.

hoeman dijo...

Perdón por el lapsus, en lugar de "autobombo" debería poner "publicidad" (ya que no eres tú el implicado) o similar (no encuentro la palabra adecuada)

JacoboDeza dijo...

Quizá "alterbombo". En todo caso no era mi intención, pero bien está que pueda leerse así.