sábado, 20 de marzo de 2010

Bajo un magma de libros

Regreso de un breve viaje por Guatemala, uno de esos países en los que cada día y a media mañana ya se cuentan unos cuantos muertos de bala, pero que todavía tiene algunas buenas librerías con relación a sus países vecinos. Hay que aprovechar los viajes, ya se sabe: si logras sobrevivir en sus expuestas avenidas, nada mejor que recogerte en un local cerrado (que se sepa, nunca hay muertos en las librerías, no interesan ni a sicarios ni a narcos) y aumentar la colección particular.

Porque de eso se trata, en Guatemala y en Laie, y sobre eso quiero escribir algo. Siempre he sospechado de los hombres y de las mujeres a las que no les gusta atesorar libros. Hablo de personas lectoras, contrastadamente cultas, que se ufanan de terminar un volumen y regalarlo al primero que pasa. O peor aún: que visitan mi casa de Managua, permanecen unos días en ella y escurren el bulto depués dejándome como premio un libro que jamás se me ocurriría leer. Se llevan su ropa, sus zapatillas y hasta el dentrífico, pero les pesa demasiado la novela y no quieren cargar con sus personajes.

El motivo principal de sospecha es la manifiesta sensación de que sus lecturas son poco menos que ratos de ocio, experiencias que comienzan al abrir la tapa y se cierran al pasar la última página. El fin de la historia como justificación de su labor. Así que terminan, el objeto se vuelve redundante porque no han pensado siquiera en la posibilidad de que llegue un día en el que, por azar, sientan la necesidad de releer aquello que un día les cautivó. Sin posibilidad de relectura no concibo pasar a la acción: convertir la lectura en acto único y fugaz es perder todo el placer de retornar al lugar de los hechos, como volvemos siempre al pueblo de la infancia para recorrer de nuevo sus (nuestras) calles.

En mi caso, con dos viviendas que distan miles de kilómetros entre sí, tengo dos bibliotecas. Si tuviera cuatro casas no hace falta decir cuántas librerías tendría: sumen ustedes mismos. Sé que viajar con libros es cuestión de quilos, y además caro desde que Iberia obliga a pagar por la segunda maleta facturada (ni su presidente sabe que esta decisión ha hecho un daño irremediable a la lectura, pues entre la terrible decisión que se avizora de cargar pantalones o un libro no creo que nadie opte por la desnudez). Sé también que en mis correterías por el mundo he perdido equipaje, y el último volumen que me extraviaron las compañías aéreas fue El Danubio de Magris, que tendré que volver a comprar algún día. De todo esto soy consciente. Pero sigo creyendo que la posesión física del libro es parte del acto de leer, no su correlato forzoso.

Probablemente los que pensemos cosas así seamos seres extraviados, pero reconforta reconocer de vez en cuando a un sosias que lo expone abiertamente. Leo a través de la web de Anagrama las primeras páginas de Bibliotecas llenas de fantasmas, de Jacques Bonnet (¡que ya quiero tener entre mis manos y en mis estantes!). La cita inicial del libro de Charles Nodier podría encabezar este blog: "Después del placer de poseer libros, poca cosa hay más dulce que hablar de ellos." Pero es que en la página 15 arremete el emperador Juliano con estas precisas palabras, que de nuevo hay que copiar con cincel: "Unos aman los caballos, otros los pájaros y otros las fieras; yo, desde niño, estoy poseído por un terrible deseo de poseer libros." E imagino que hay otras repartidas a lo largo de las siguientes páginas.

Cuenta Bonnet que llegó a tener su baño repleto de libros, por lo que ya era imposible usar la ducha y había que lavarse con las ventanas abiertas, para evitar la condensación. Eso sí: sólo la cabecera de la cama aparecía libre de estanterías, no le fuera a pasar como al compositor Charles-Valentin Alkan, que murió aplastado por su propia biblioteca mientras dormía. A esto se le suele llamar una muerte tonta, pero es difícil imaginar una muerte más insigne: yo que vivo en zona sísmica la mayor parte del año, justo encima de una falla, debería ponerme a la labor y parapetarme en la noche bajo toneladas de hojas impresas, no sea que una simple lámina de zinc culmine mis días y sea ella y sólo ella la causa de mi deceso. Morir por la literatura, y en sentido estrictamente literal: quizá sea eso y no la relectura la causa de mi ardor acumulativo.

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