sábado, 20 de septiembre de 2008

Regreso a la habitación (y una necrológica)

LA NECROLÓGICA

No veo otra manera de comenzar el post que hablando del suicidio de David Foster Wallace, del que me enteré tarde y mal. Para ello sin duda tendría que tener a mano el libro que ahora edita Anagrama (yo no soy Javier Marías y estaría dispuesto a leerlo) de Pierre Bayard, Cómo hablar de los libros que no se han leído. En efecto, no he leído a Foster Wallace, y mucho menos La broma infinita con sus mil y pico páginas: para ello ya tengo a Las benévolas durmiendo por un tiempo antes de volver a la dura tarea.

Pero no negaré que en esa época, año 2002, paseaba yo por la FNAC de Barcelona y veía el montón de bromas infinitas, olorosas y relucientes, y fantaseaba con comprarlo y después pasearlo dentro de la bolsa ocre por toda la ciudad, imprudentemente. Hubo críticas entonces que le empujaban a uno a cometer semejante acto, y aún me sorprendo de mi contención. Pero esta corriente de la nueva novela americana (junto a Jonathan Franzen, A.M Homes e incluso Easton Ellis) me atrae y repele a la vez. Ya he tenido ocasión de hablar de ello meses atrás. Quizá La broma infinita pueda ser muy Pynchon y tal, pero como decían maliciosamente ayer por internet, Foster Wallace tenía un terrible parecido al cantante de Jarabe de Palo y sus lloriqueantes fans no lo hubieran hecho mejor la noche en que murió Lady Di. Es lo malo de ser maldito toda tu vida: que a cierta edad, el malditismo comienza a estar muy reñido con las hipotecas. No sé si me explico.

En cualquier caso, Rodrigo Fresán (quién si no) escribe esta otra necrológica que no es una necrológica, pero que es estupenda.

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LA HABITACIÓN

No podía ser de otra forma. Si la literatura tuviera sus casas de apuestas, hubiera hecho una de lo más peculiar: el tercer capítulo de Chesil Beach iba a comenzar en el instante preciso en que terminó el primero, poniendo en evidencia ya de manera definitiva que el segundo era un mero recurso para situar a los personajes en su contexto, para humanizarlos de la manera más académica posible. Hubiera ganado dinero, qué duda cabe. Esta capacidad para adelantarme a los hechos, a los párrafos, no es ningún mérito lector. Sí, hay años de páginas y páginas anteriores, pero hay autores (mejor: hay libros concretos) que parecen escritos como modelos exactos de novela contemporánea. Andamiajes formales, y ya puse el ejemplo de las tuberías. Chesil Beach es una muestra perfecta de ello, aun cuando el riesgo de estas críticas in progress es que en cualquier momento puede haber un quiebre y quedar yo en calzones. Pero hasta ahora el guión sigue los pasos previsibles.

Lo peor de todo esto es que más allá de la estructura perfecta no le encontremos sentido a su aplicación práctica en una obra. Es decir: ¿tiene algún interés para la trama conocer el estado de salud de la madre de Edward? Las páginas que explican el accidente que ella tuvo, tomadas por sí mismas, pueden cautivar como ejemplo de narración con garra, epidérmica, pero en el marco de la novela pueden causar hastío si el lector está esperando la continuación de otra historia. McEwan plantea un buen inicio hasta la página 43, pero prefiere perderse por caminos secundarios durante un largo trecho, y no retoma la vía principal hasta la 91. ¿Qué ha ocurrido entre las páginas 43 y 91? Aparte de la huida de algún lector que ya dejó su huella en la senda expresándolo, hay un montaje de tan alta artificiosidad que todo lo precedente se desmorona con la misma facilidad con que se había construido. Y acto seguido pretende volver a rehacer, pieza a pieza, el resultado de su desaguisado: otra vez estamos en la habitación, frente a la cama, y ahora Florence se quita los zapatos. ¡Cómo si nada hubiese ocurrido durante 48 páginas!

También puede ocurrir, siendo optimistas y creyendo en las habilidades de McEwan, que todo el relato se funda en un cuarto capítulo (luna de miel y embalaje familiar), pero ya será tarde: a esas alturas el lector ya habrá sido puesto sobre aviso y el juego no pasará de ser un puzzle de sencilla hechura.

Hay una diferencia abismal entre esta técnica y los bucles y digresiones que podemos encontrar (por ejemplo, y siempre es el mismo ejemplo) en Marías: aunque la historia no avance en cientos de páginas, o lo haga durante apenas un par de días narrados, todo lo que la historia expande hacia otras ideas es la parte troncal del relato. El excurso como eje de la novela. En cambio, McEwan lo afronta como mero artificio literario: de ahí que se vea obligado a separar en capítulos numerados esas partes, porque de otra manera la estructura se resentiría fatalmente.

Todavía veo otro problema: la morosidad con que se describe cada acción, siendo claramente otro recurso literario, termina por no añadirle ningún plus al relato. ¿Qué necesidad real hay de describir aquellos mismos zapatos hasta la extenuación, cómo los sostiene en cada mano, cómo conjugan con su vestido de bodas, y así sucesivamente? Si el único efecto es el de crear tensión, la jugada no es nada maestra: es una floritura. Los prolegómenos del acto sexual, que se apunta conflictivo, se estiran como chicle para mantener un suspense ciertamente extraño: es como si James Stewart se acercara paulatinamente a la ventana y nunca terminara por agarrar los prismáticos para ver al asesino. Dos horas para llegar al antepecho, imaginen. Pero Hitchcock era mucho más sagaz en estas lides, claro.

No deja de ser interesante, en todo caso, ir revelando estos trucos, pues uno se da cuenta que hasta los buenos escritores caen a veces en el ejercicio vacuo. Quién sabe si la idea primigenia de la novela era buena, pero está claro que el resultado final no está a la altura de sus precedentes.

(continuará)

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