Tras una desconcertante cita de Aristófanes, Shiel nos vuelve a someter a los influjos de una historia armada con los elementos clásicos del misterio: la mansión de múltiples habitaciones aislada en medio del campo, los extraños ruidos nocturnos que nos impiden el sueño y el monstruo que se intuye durante la trama y que al final irrumpe en el desenlace. Casi como otro guiño hacia los cuentos de Poe, el monstruo aquí es un gorila.
Estos cuentos pre-cinematográficos (el presente se publicó por primera vez en 1911) son un claro precedente de las influencias que luego tendrían tantos directores de serie B. De hecho, son la fuente de la que bebieron tipos como Roger Corman, capaces de poner imagen sobre imagen los chirridos y las sombras descritas por Poe en cada una de sus historias. El problema es que el terror que hoy se lee (King, pongamos) se nutre a su vez del cine gore ya visto o de películas con muchos efectos especiales. Si la función es conseguir aterrorizar al lector, de veras que se consigue con estas herramientas: pero el lector del siglo XXI, ya tan escamado y resabido, lee un cuento de Shiel casi como si fuera uno de hadas.
Veamos algún ejemplo concreto: Shiel utiliza la primera persona para ir mostrando el estado de ansiedad de la protagonista, recordando cada paso que dio para que nosotros vivamos con la misma intensidad su azoramiento. Así, sabemos a cada momento tanto como ella sabía entonces, y no conocemos la verdad hasta el último momento, así como la mujer también lo supo al final. Y nos deja frases como esta:
Dos horas después, desperté aterrorizada –no sabría decir por qué, pero tan aterrorizada que me encontré sentada en el lecho.
La idea parece hoy infantil: si ella está aterrorizada (¡y lo sabemos porque lo dice!) el lector debe experimentar ese mismo terror. El efecto se busca no tanto por una descripción misteriosa y que hace remover nuestros más íntimos temores, cuanto porque Shiel explica el estado anímico de ella y supone que eso contagiará al lector. Carlos ríe, ergo el lector reirá con él (¡pero no nos cuentan el chiste que ha hecho que Carlos ría!). Sin duda, la señorita Newnes está en un sin vivir a medida que transcurren las páginas, pero es más que dudoso que nos haga partícipes de él a base de remacharnos el hecho. El cine, tiempo después, sí llevó el efecto a altas cotas de identificación: imposible no contagiarnos del pavor de Tippi Hedren cuando camina hacia la escuela, mientras Hitchcock pone pajarillos en el decorado. Ella tiene miedo, nos dice el maestro, y temblamos.
Por lo demás, el in crescendo de la trama no acaba de lograr el efecto deseado: mientras el gorila subyace a lo largo del cuento sólo podemos preguntarnos cuándo dejará de ser sombra y se convertirá en simio peludo, anticipando unos fuegos de artificio finales nada sorprendentes. Sólo la frase final, que me permito transcribir, es un ejercicio curioso que lleva al extremo lo hasta aquí expuesto, y quizá por ello acaba siendo deliciosa:
Y así murió él, y Huggins Lister, y yo quedé viva.
Y yo quedé viva, nos dice, mientras va quedando viva: ni lo hubiésemos sospechado.
La fiesta del aguafiestas
Hace 1 día
2 comentarios:
He seguido con atención la serie dedicada a "La mujer de Hugenin". De Shiel he leído "El príncipe Zaleski" y "La nube Púrpura". Confieso mi gusto por estos escritores tan alejados del mainstream literario del siglo XX. En Shiel destaco, además de su imaginación malsana, las digresiones pseudofilosóficas, que con el paso del tiempo son más literatura que pensamiento.
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