Mis relaciones con los aeropuertos en estos últimos años han sido frecuentes, y las horas de espera en ellos me han ayudado también a leer y a pensar. Pese al barullo que suele haber, especialmente en determinadas horas, en los pasillos y salas de embarque, siempre consigo abstraerme de lo que me rodea y me dedico a mis aficiones solitarias: ya sea en Miami, en San Salvador o en Madrid, además de observar esas moles que se elevan y aterrizan con una elegante majestuosidad, acerco mis ojos a las páginas o los dejo en blanco hacia la lejanía.
Luego hago un repaso de los viajeros que me rodean y me doy cuenta de que allí dentro todos somos prototipos, es imposible distinguir vidas aisladas y reales. Siempre está el judío barbudo con kipa y traje negro (debe ser siempre el mismo o viaja conmigo sin yo saberlo); la norteamericana teenager estirada sobre tres sillas, impidiendo que yo o mi maleta de mano reposen en ellas; la pareja de niños que corretean en círculo justo por la fila de asientos en la que al final he podido sentarme; el hombre arreglado con ordenador portátil en las rodillas; la mujer árabe y algo obesa con pañuelo en la cabeza; el adolescente español con su peor ropa, pensando (horror) que acaso se siente a mi lado en el avión. En fin, una fauna que no corre ningún peligro de extinción porque se repite sistemáticamente en cualquier rincón del mundo, siempre que tenga una pista de aterrizaje y un edificio con sala de espera.
Pero lo que tampoco dejo de hacer nunca es una visita turística a la tienda de libros del aeropuerto de turno. De la misma manera que los bares venden sándwiches y bocadillos en serie, lo que nos ofrecen esas tiendas sigue unas reglas bien curiosas. Por lo pronto, me imagino que ante la perspectiva de un viaje intercontinental es imprescindible contar con un espacio en el que escoger productos de ocio: es por eso que los libros suelen venderse al lado de las revistas de crucigramas, los tableros de parchís y los muñecos de trapo. Nadie habló de cultura: hay que rellenar horas, y entre película y película qué mejor que unas páginas desnatadas. Pero de un tiempo a esta parte hay una mesa estratégicamente colocada en la entrada que ofrece lo que parece ser el producto estrella: libros cuyos títulos (“Cómo triunfar en los negocios”, “50 consejos para sobrevivir en tu empresa”, “Cómo hacer dinero sin mojarte el culo” o así) expresan todo un estilo de vida. No dudo de que hay miles de empresarios que a diario vuelan de un lugar a otro y deben ser los principales receptores de semejantes obras, con lo que me imagino que alguna mente retorcida los está tratando a todos ellos de estúpidos (y ellos sin saberlo!). La ecuación debe ser más o menos así: chico guapo encorbatado + maletín con portátil = libro de autoayuda mercantil. Pero en esas tiendas entramos todos: el judío, la teenager, la mujer árabe, los críos, ¡incluso los idealistas con blog! Y pocas veces veo a nadie con esos perfiles hojeando tales libros, acaso algún desvelado con muchas horas por delante entre vuelo y vuelo.
Yo siempre llego pertrechado con mis utensilios en la mochila, pero no dejo nunca de entrar en esos supermercados de la tinta impresa. Hay también estantes dedicados estrictamente a lo que más vende: códigos, zahires, catones, pilares de la tierra, médicos y chamanes, sombras del viento, cálices de fuego... O sea, los libros que ya todo pasajero debe haber comprado (lo dicen las listas) están ahí, sin opción para la sorpresa ni para el descubrimiento feliz. Luego hay un buen fondo de guías de viaje (quizá el último resquicio de honorable lógica que les queda a las tiendas) y, por último, los libros de Sudokus, que ya huyen del apartado de revistas y copan su porcentaje de objeto encuadernado.
Si digo todo esto es porque es en los aeropuerto donde mejor se expresa el quebrantamiento entre el formato libro y la alta cultura. Este tendencia a convertir cualquier instrumento en materia de uso de disfrute rápido (la televisión y el cine saben todavía más de eso) es invasora y en algunos casos, como el que aquí se expone, lo fagocita todo. Ya no es que el libro reciclable tenga su espacio y la literatura con genio el suyo: ésta ha ido perdiendo espacio hasta quedar reducida casi a la nada en determinado lugares, e incluso yo me siento extraño sacando mi ejemplar de Bolaño o McEwan en un avión. No miento si digo que evito que mis vecinos vean qué estoy leyendo exactamente, no vaya a ser que no me consideren digno de tal lugar y tenga lugar alguna despresurización intempestiva de la nave. La literatura ya hace tiempo que desapareció de determinados sitios y ni la excelente posibilidad de plantearse ocho horas de obligado asueto (¿quién en su vida privada se permite tamaño lujo, como no sea para dormir?) cambia la situación. Y pensar que recuerdo con precisión en qué aeropuertos comencé determinadas novelas, en qué butaca y con qué olores desparramándose en torno a mí. ¡Ay, los hombres sentimentales!
La clase de griego, por Han Kang
Hace 17 horas
5 comentarios:
Ciertamente, aunque esos otros casos ya hace años que los evito, y las librerías de aeropuerto son el último reducto que tengo para acercarme a una realidad ajena: dos o tres horas de espera en una terminal son motivo suficiente para acabar paseando, siempre, por ellas.
Sobre este asuntos de los viajes y lecturas hay un libro, tipo turista accidental, muy interesante de Julián Rodríguez, con un título potente potente, UNAS VACACIONES BARATAS EN LA MISERIA DE LOS DEMÁS (Caballo de Troya, Random House Mondadori, 2004, Premio Nuevo Talento FNAC). Acabo de leerlo tras su NINGUNA NECESIDAD, novela (Mondadori, 2006) que me ha parecido el mejor antídoto contra el verano tonto. Pero a lo que iba, UNAS VACACIONES BARATAS cuenta en varias fases esa doble sensación del que viaje y a la vez es escritor o, cuando menos mira la realidad de otro modo. Vamos, lo que hacemos al fin y al cabo todos los lectores lectores. El libro de Ann Tyler, que compré de saldo, también es inexcusable para quienes sufran, como yo, y parece Jacobo Deza, estas perplejidades.
Gracias por el apunte. Aunque de hecho yo viajo poco como turista desde hace un tiempo, casi tan poco como de viajero: al vivir con un pie en cada costa del Atlántico no es fácil sentirse ajeno en ningún lugar y poner ojos sorprendidos, pero procuro no perder mi dosis de entusiasmo hacia todo lo humano.
Gracias a Javi Pozas y a este blog encontré ese libro, Ninguna necesidad, y el otro, Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás; qué tristes pero qué buenos libros; me han hecho compañía, he rebuscado en la red para encontrar más sobre el autor. De mi edad, el autor. Por eso había tantas cosas que me resultaban conocidas en esos libros. Gracias gracias.
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