sábado, 22 de julio de 2006

El decorado al descubierto

(quinta parte)

Este penúltimo desmenuzamiento de Sábado ya llega al meollo del asunto. No hace falta avisar que va dedicado a las personas que ya han leído la novela (o a las que no piensan hacerlo nunca y vienen a curiosear) porque no quiero esconder detalles que me impidan analizar algo a fondo la estructura de la obra, tan apegada a su argumento.

De hecho, era completamente previsible: conociendo los antecedentes del autor, ningún lector podía albergar ni un gramo de duda sobre el cambio de registro que iba a experimentar en determinado momento. Si Briony percibe un sospechoso acercamiento entre un adulto y una niña a las cien páginas, aquí pasan más de doscientas para que entre el estupor por la puerta, pero llega. La morosa secuencialidad de cada paso de Henry no podía conducir hacia otra salida, a riesgo de que la banalidad pudiera elevarse a categoría de tema. Es decir: la descripción de anécdotas en serie tiene que buscar algún objetivo y debe irse acercando a él, con otro riesgo no menor: que la tramoya quede al desnudo y se le vea la trampa a la novela. Vuelvo a decir que, a mi parecer, Sábado orilla bien ese peligro, pero acepto réplicas: es posible, como he leído en algunos blogs, que a algunos les haya decepcionado después de la trouvaille que significó Expiación.

Recapitulemos: la intención de pormenorizar los elementos que conforman una jornada completa en la vida de un individuo gris (entiéndase: no un héroe, pero tampoco un patán) es un salto al vacio. Por muy especial que pueda ser esa jornada, y las manifestaciones antiguerra que la jalonan no amortiguan la cotidianidad, parece que siempre nos irá quedando la sensación de que asistimos a un acto intrascendente. No hay vida gris que soporte el bisturí: todo lo que sale de la herida es sangre y sustancias corporales, y no hay confeti ni regalos mágicos. Vamos abriendo y sólo encontramos a un hombre que juega a squash, que visita a su madre, que compra pescado. Cierto, hay un encontronazo en la calle, pero nada relevante en las urbes actuales. Si prosiguiéramos así hasta la noche llegaríamos a una conclusión que pudiera ser terrible, la más terrible que le ocurre siempre a una novela mala: ¿tanto trayecto para nada? Incluso una obra como esta, tan bien escrita, pudiera también dejarnos con un sabor agridulce.

Entonces, ¿qué hacer? La solución del autor, que reencontramos antes en otras novelas de una manera más maquiavélica, se presenta ahora como evidente, casi como un recurso indispensable y, sin duda, como una regla de manual del buen escriba: para que no decaiga el ánimo, hay que incluir una escena que remueva los cimientos, que sitúe a los personajes en una posición inesperada e incómoda, y que el lector se obligue a sí mismo a pensar en esas vidas inventadas desde otra perspectiva. Harry deja de ser el hombre gris por unos instantes y apunta al héroe, y ese invento es tan viejo como la literatura misma. Pero el riesgo, vuelvo a insistir, radica en que en esta ocasión no hay otra salida posible: la comezón que uno siente al ver que llega a la página 200 y todavía no hay terremoto puede ser algo desesperante, porque sabemos que va a llegar. Y no sólo porque conocemos a McEwan, sino porque ha construido un armazón que sólo puede sustentarse con ese golpe de efecto casi final. Si no hubiera puerta que se abre, y mujer que aparece con el rostro demacrado, y cuchillo en el bolsillo, la obra se desvanecería en el aire como se desvanece la biografía de cada cual, que sólo importa a los familiares más cercanos y a algún amigo verdadero. El autor va cerrando esta vez todas las sendas a medida que avanza el relato y nos conduce a un callejón sin salida, o mejor dicho, con una única salida.

No quiero ser nada riguroso, aun a sabiendas de que puedo parecerlo. Sigo recomendando esta obra, sin duda, pero más como ejercicio de cómo se construye una novela que como logro indispensable. McEwan ya es un maestro, y no dudo de que una futura obra buscará otros caminos: eso es lo grande de los que saben lo que hacen y de los que dejan el andamio no como descuido, sino como pieza que forma parte de la obra. Remataré mi análisis en un próximo post.

(continuará)