martes, 21 de febrero de 2006

Una excepción: Manderlay

Voy a hacer una pequeña excepción, y quizás no sea la última, para recostarme un rato en el bancal que veo allí, al margen de la senda. Quiero hablar otra vez de cine pero sin el hilo que hasta ahora unía cualquier comentario mío a la literatura y a los libros, porque ahora se trata de escribir sobre una película no basada en ninguna novela previa. Aunque quizá, ahora que lo pienso, no me aparte tanto del camino porque lo que realmente quiero es poner un contrapunto al anterior post, y quizá encarar dos películas muy distintas para explicar mi discutible inclinación por un tipo de cine.

Tanto el guión como la dirección de esta nueva película pertenecen al mismo hombre, Lars von Trier, cuyo nombre acostumbra a crear divisiones algo radicales en los espectadores: no debe ser fácil estar a medias con él, o se le denigra o se le detesta. Cierto que el suyo no es un cine complaciente y que requiere un esfuerzo, pero la recompensa que yo he obtenido casi siempre es enorme. Salí de ver Manderlay con una sensación próxima al entusiasmo, aun reconociendo alguno de los trucos que el danés utiliza con frecuencia y que se le pueden achacar como debilidades. Pero este es el cine que yo normalmente quiero ver: el que me explica una historia de personajes, de hombres y mujeres que actúan y toman decisiones y evolucionan; una historia que se ramifica y alude a temas inmortales, que me muestra a mí mismo en la pantalla (esté ambientada la película en París, Bagdad o Adelaida), y que no me engaña. Digo esto porque esa debilidad a la que me refería puede hacer que algunos se sientan engañados con el cine de Lars von Trier, y es que el director juega constantemente con la ambigüedad. Yo la reconozco y la asumo, pero puede que otros no. Sé que no hay un mensaje unívoco en Manderlay, y eso para mí es un acierto: no acostumbro a frecuentar películas de tesis o rayanas en el dogmatismo. Y sé que dejar al criterio del espectador el mensaje posible puede ser una muestra de incapacidad o de una estructuración argumental más bien leve. No es el caso, para mí.

Manderlay arranca con precisión en el punto en que se cerraba Dogville, con un viaje de por medio. La protagonista, Grace (espléndida Nicole Kidman, espléndida Bryce Dallas Howard ahora), se sitúa de nuevo en un montaje teatral casi sin decorados para hablarnos de la libertad a propósito del pasado esclavista de América. He leído a algunos críticos que decían que el factor sorpresa ya no es el mismo por esa reiteración de montaje, y que se sintieron decepcionados por ello: como si a un autor hubiera que pedirle cada vez que se reinventara a sí mismo. Creo que estos críticos no le piden a Tàpies que no pinte como Tàpies, pero en cambio lo hacen con el cine aplicando ese síntoma tan moderno de la originalidad. ¿Había alguna necesidad intrínseca para que el danés cambiase ahora su puesta en escena, estando como estamos en una trilogía? De hecho, la puesta en escena sigue siendo un enorme acierto que funciona como un reloj suizo: se pule lo accesorio, se atiende lo significativo y todo alcanza el brillo de lo real. Ya escribí hace tiempo y en otro lugar que las flores de Dogville eran las más bellas que había visto en años: digo las líneas del suelo que anunciaban flores. En Manderlay se huele a paja, a estiércol, a viento sureño: ni que decir tiene que no aparece ni una brizna de hierba en toda la película, ni falta que hace. ¿Cuántas miles de horas de filmación de otros directores aguantarían este despojo, esta ausencia de elementos superfluos cuando viven precisamente de eso, del barroquismo que esconde la nadería que hay debajo?

Lars von Trier, además de poner de los nervios a algunos espectadores, tiene el don de enojar a todos los que se sitúan en los extremos: esta película de negros, como ya dijo el director, será tan detestada por los Panteras Negras como por el Ku Kluk Klan. Aquí no se toma partido, pero no por ello se evaden los momentos más crudos: también los hay en esta película, y no es cuestión de desvelarlos ahora. Y debo añadir que en esta historia también hay mucho de cuento. De cuento a la antigua, entendido como una historia ejemplarizante con personajes bastante estereotipados, en el que el azar no es el factor que hace avanzar la historia sino que cada escena responde a un premeditado engranaje, donde cada palabra y cada acción son signos de una historia mayor. Me parece que es la mirada más acorde para entender algo de lo que sucede en la pantalla: creo que antes no miré así Dogville, que ahora también se me aparece como un cuento de líneas muy clásicas, con su horror y sus personajes que provocan respuestas siempre emocionales.

Hay que ir a ver Manderlay para dejarse seducir de nuevo por las historias, lejos de los efectismos y las tecnologías punta. También son eso los cuentos: historias susurradas en la oreja, a la orilla de la chimenea.
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Juan Cueto, este domingo en EPS, etiquetó definitivamente a los que fagocitan los comentarios de ciertos blogs y viven casi en su interior, opinando con mala saña e insultando a todo el que no piensa como ellos: ciberfachas.