viernes, 3 de febrero de 2006

La literatura subterránea

Una de mis aficiones subterráneas, además de leer cuando viajo en metro, es la de fijarme en los libros que leen los demás viajeros. No puedo evitarlo, y quizá rompo con ello alguna regla no escrita de indiscreción excesiva, pero como un imán mis ojos son atraídos por cualquier objeto con páginas. El juego comienza con los dos o tres segundos iniciales de observación: tiempo suficiente para echar un rápido vistazo a la portada (a veces ni eso, al lomo solamente, pues la perspectiva desde la que se atisba un reflejo o un brillo obliga a un esfuerzo de cuello, a un requiebro de los hombros entre los apretujones) e intentar adivinar, con rápidas asociaciones del siguiente tipo, la lectura:

- Si este libro tiene el lomo negro, y además tiene un grosor muy pequeño, y si las letras blancas del lomo, ilegibles desde mi distancia, ocupan toda su longitud, y si quien lo está leyendo es una muchacha de mediana edad pero joven todavía, que a pesar de los traqueteos del vagón no levanta la mirada de la hoja (ergo le añade una clara pasión al hobby y busca una cierta calidad literaria que supere la inane comercialidad, pero sin llegar a bucear en los clásicos, y que por tanto debe comprar normalmente en las mesas de novedades de un Fnac, y se siente atraída por nombres ligados a un lejano exotismo), entonces, sin lugar a dudas, está leyendo Sueño profundo, de Banana Yoshimoto.

Cuando, tres o cuatro paradas más allá, la muchacha (bueno, tampoco es tan joven: mujer) se abre paso para salir del vagón, no tiene más remedio que acercar su libro al pecho y se manifiesta con contundente claridad la imagen de la portada, que me obliga a su vez a sonreír y a seguir con más afán si cabe con mi Bolaño. Tres segundos, no más. El porcentaje de aciertos suele ser sorpresivamente elevado, y quizá debería pensar en ir a uno de esos programas de televisión que muestran destrezas varias e individuos con aficiones rarísimas. A veces no puedo dar con el título exacto, pero me acerco lo suficiente como para concretar el estilo y el género (me sucede con los best-seller, cuya profusión me impide estar al día de todo cuanto se publica), y en cualquier caso hay unos parámetros mínimos que son los que me otorgan las victorias habituales:

  • Chico joven informal con mochila pero arreglado, normalmente sin gafas, poco peinado o despeinado a secas, soltero pero con relaciones ocasionales, un pendiente en una oreja: Grimpow, de Rafael Ábalos.
  • Mujer entre los treinta y los cuarenta, reloj en la muñeca, aspecto moderno y un punto seductor, lleva el “20 minutos” bajo el brazo y no siempre va con libro, levanta nerviosamente los ojos de la página y se fija en cualquiera que pasa por su lado o roza su pierna: Pasiones romanas, de Mª de la Pau Janer.
  • Chica que va por los veinticinco, camiseta Desigual y pantalón Bershka y bolso al hombro, se sienta correctamente (la espalda recta), nunca dice “perdón” cuando se levanta pero se abre paso con mucha discreción, pasa desapercibida como lectora aunque no como chica: Los aires difíciles, de Almudena Grandes.
  • Hombre o mujer indistintamente de mediana edad, tiene trabajo bien remunerado por su aspecto, a veces lleva auriculares con bossa nova, nunca viaja sin “El País” (se compra de lunes a miércoles todos los discos de Mozart) y mira mal a los que hacen gestos ostentosos o gritan, jamás votará a un partido de derechas: un libro de Anagrama los días pares, uno de Tusquets los impares.

Hace años que ya no veo a gente vieja con novelitas del oeste, que todavía se pueden encontrar en los mercados de segunda mano. Yo he llegado a emocionarme sinceramente viendo en un autobús a un señor con la novela pegada a los ojos, descifrando con mucha dificultad cada galope, cada disparo. Por eso, pese a la críticas que tantas veces hacemos a los que leen lo que nosotros jamás compraremos, la elección de leer y no limitarse a mirar la oscuridad del túnel merece todo mi apoyo moral. Y no es porque tenga que ser obligado: es simplemente que esa elección libre ha sido tomada antes de salir de casa (el libro bien metido en el bolso o la mochila) para distraerse en el recorrido y superar el simple vagar, el acontecer mundano, el diario ir y venir. Lo importante, como pretendía Conrad, es que gracias a la palabra escrita podamos oír, sentir y, sobre todo, ver, “captando una fase transitoria de la vida del torrente inexorable del tiempo”.

¿Hombre joven que camina hacia la madurez, canas que se esparcen, incrédulo y exigente, viajero y coleccionista, callado y sentimental? Un libro de Marías, sin duda.

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Entre Rushdie y esto, muy pocos años de diferencia y muy poco camino recorrido.

4 comentarios:

lukas dijo...

Jacobo, tus retratos de lectores metropolitanos, así a golpe de tecla rápido, no dejan de tener cierto tufillo estereotipado. Pero a renglón seguido tengo que reconocer que yo soy así también: cuando voy a Madrid nunca leo en el metro, porque soy un simple visitante, pero me fijo en los lectores habituales, y siempre pienso que cómo se las arreglan para leer con el traqueteo, el zumbido, tener que estar pendientes de las paradas..., yo no puedo! Necesito, para leer, auque sea un simple best-seller, un buen sitio, tranquilo, sin movimientos (otra cosa es el 20 minutos). Pero no sé yo, además, si la gente lee por pasión o por simple "quedar bien", que eso de elegir el libro y el modelito es como estar en una pasarela subterránea... En fin, a veces me ha sorprendido algún lector o lectora, con su elección, pero la mayoría de las veces, es lo predecible. No digo que no haya gente que lea ensayo, pero los más, se decanta por la prosa fácil.

LO de la viñeta, es asunto delicado: cómo equilibrar la libertad de expresión de que tanto nos sentimos orgullosos, con el respeto a las creencias ajenas, y esto no se ha hecho, en este caso. Con el antisemitismo, hay mucho cuidado, pero el islam, ¿nos podemos reír impunemente?

JacoboDeza dijo...

Respecto a lo último que comentas, creo que es en "El País" donde puede leerse una carta que da en el clavo. Tú, Lukas, como ya hizo este periódico hace un par de días en su editorial, hablas de "respeto a las creencias ajenas". Yo creo que el respeto debe ser para las personas, pero no para las creencias: yo no puedo respetar la creencia de alguien que me impone un veto a mis libertades, y no puedo respetar ninguna creencia que vaya en contra de mi pensamiento democrático: incluso estoy convencido de que hay que luchar (con la reflexión, con el pensamiento, con el diálogo) frente a eso. Ahora bien, entre las personas debe haber un respeto escrupuloso, incluso hacia los que piensan distinto de mí (quizá, especialmente, hacia esos). Lo de menos es si quien piensa distinto es musulmán o no: ¡qué distinto pienso yo de muchos católicos! Pero eso no va a coartar mi libertad de expresarme, respetando a los demás como personas pensantes que son.

Lo del metro es un día irónico que tiene uno, no hay nada más ahí debajo.

Portobello dijo...

Amante de Marías, aquí otra amante de Marías, me ha gustado mucho tu texto de lecturas subterraneas. Muy apropiado a la vida actual bajo tierra. Desde mi blog de literatura te envío un saludo.
www.elgusanillo.blogspot.com

Matías dijo...

A veces me pasa que la mayor concentración la logro en el subte. Leer mientras se viaja es como una teletransportación. Y desde luego, hay varios estereotipos también en Argentina: Isabel Allende o Florencia Bonelli para secretarias post 40, Marcos Aguinis o Abel Posse para oficinistas de derecha con calvicie, cualquier best seller que salga de regalo con diarios para los lectores que no leen, Dan Brown también para los que no leen pero están seguros de que existe una conspiración mundial.
En fin, los estereotipos no dicen nada en realidad, pero pensarlos es divertido.