lunes, 30 de enero de 2006

En un lugar de Manhattan

Llovía a cántaros frente al Teatre Lliure, una noche desapacible de frío y humedad pese a la cual se congregó una buena cantidad de público en la sala. Este año todo viene con morbo, desde que se promocionan estúpidos boicots, se usan papeles salmantinos como proyectiles y se discute sobre el nombre de la niña: nación, nacionalidad, comunidad nacional. O sea, que no sé si toda esa gente dispuesta a salir en una noche de perros estaba atacada por un desbordado interés hacia el teatro o llegaban para demostrar apoyo a una causa concreta. Yo, tan iluso como siempre, había comprado mi entrada por la curiosidad de ver reflejada en una tarima la novela de Cervantes, acaso para comprobar si eso es posible o si el director lo había dejado todo en una reflexión sobre su hipotética puesta en escena.

Hace años que no acudía a ver una obra de Els Joglars, aunque la razón sea una simple incompatibilidad de fechas con sus estrenos. Sigo pensando que ejecutan un trabajo inteligente, con guiones más profundos de lo que la anécdota parece esconder, y eso a pesar de que el teatro histriónico o paródico me interesa más bien poco. Albert Boadella siempre ha jugado con ese doble reclamo: unas historias totalmente enlazadas con la realidad del momento (las ejecuciones del franquismo, la intromisión de lo católico en todos los ámbitos sociales, y en especial la cosmovisión del catalán medio a partir de grandes mitos de la farándula del siglo XX: Pujol, Pla y Dalí) y que retratan un conjunto de fobias más profundas que definen las líneas maestras de este rincón del mundo, tan pequeño él. Pero ahora le tenía ganas a esta obra por su conexión directa con lo literario y con ese monumento de la novelística universal.

La primera media hora es un trabajo coral de varios actores a partir de un ensayo del Quijote (¿metateatro?). La directora, una argentina muy posmoderna, pretende montar una obra vanguardista lo más alejada posible del texto original, como si escenificar un clásico a la manera clásica fuese lo más pedante a lo que se pudiera llegar. Para ello inventa un Quijote mujer que tiene una relación de lesbianismo con otro Sancho femenino, y desplaza a los personajes al tiempo actual en una Mancha de rascacielos: las torres gemelas como nuevos molinos contra los que lucharán los Mohammed Atta del futuro (ahora que acabo de escribir este nombre pienso en los rastreadores informáticos de la inteligencia secreta, que perseguirán este blog por mentar vocablos prohibidos). Este gran disparate escénico pone de manifiesto también la vacía profundidad de muchas apuestas artísticas del momento: la originalidad se vende bien, sobre todo porque se puede disimular entre todas las supercherías del mercado actual. Entonces, ¿para qué seguir las líneas de un texto de hace 400 años si lo podemos maquillar convenientemente para que parezca escrito ayer? Ante este estado de cosas, Boadella se rebela y lanza un divertido azote contra la posmodernidad más exacerbada.

Cruzada esa media hora de despropósitos intelectuales llega en motocicleta ese gran actor que es Ramón Fontseré, grande también como Sánchez Mazas en la película de Trueba. Que un solo actor consiga ser Jordi Pujol y Alonso Quijano en pocos años no es cosa despreciable: y este Quijote que se despliega en el escenario durante el resto de la obra es de una sentimentalidad a prueba de lanza. Aunque nace de un mundo de estricto realismo (no es más que un interno de un sanatorio que para integrarse en la sociedad realiza tareas de fontanería, bajo el seguimiento de sus psiquiatras y de las pastillas) su locura no deja de ser metafórica, y a la vez es un juego metaliterario, éste sí, nada afectado: es un lector del Quijote que ha aprendido de memoria todos los diálogos del libro y que deriva en un nuevo loco, no a causa de las novelas de caballerías, sino de la propia novela cervantina.

Y a su lado un Sancho también enorme: Pep Vila, que borda el personaje del esquizofrénico que, pese a todo, intenta poner los pies en el suelo. Ambos forman una pareja espléndida, contagiada de vivacidad y al mismo tiempo de una melancolía penetrante, que deja al espectador siempre con la duda de si ponerse a reír ante cada sarcasmo o apiadarse de estos locos románticos, utópicos y entrañables.

Las dos horas de función recogen algunos de los momentos más característicos del Quijote, en el mismo orden que el de los capítulos (desde las primeras salidas hasta la llegada a Barcelona) y en dos horas sin pausa. La cuestión de fondo es si existe la posibilidad de llevar con éxito esta novela total a un escenario: queda claro que la intención de Boadella no ha sido tanto explicar el Quijote como criticar su uso indiscriminado como arquetipo válido para todo (y por tanto, como amigo cercano que es, lo podemos desmontar a voluntad y construir Quijotes verdes, homosexuales, groseros, profundos, infantiles, estratosféricos, submarinos, mozambiqueños y lo que nos plazca: da para un roto y para un descosido), mientras nos vamos alejando más y más del texto hasta banalizarlo por completo. Es elocuente la escena en que la directora argentina lanza con desprecio un ejemplar de la novela diciendo que ella no necesita libros para montar obras, siquiera un Quijote para montar el Quijote. Pero cuando llega nuestro fontanero y comienza a hablar con la lengua del siglo XVII arranca la música: ante tanta verborrea previa, la literatura apenas necesita diez segundos para imponer su verdad, que es la misma de la que están hechas las grandes obras de todos los tiempos.