domingo, 18 de abril de 2010

Llamadas telefónicas (2): Henri Simon Leprince

Las intersecciones que podemos encontrar a lo largo de la obra de Bolaño (cruces de vías, puentes a desnivel, callejones conectados entre sí) conforman una de las tareas más apasionantes para incentivar el interés del lector curioso. Dicho de una manera atrevidamente reduccionista, hay al menos dos maneras de penetrar en su propuesta literaria: como lector ávido que busca sin freno la calidad más alta lograda por el autor (y que termina gozando con Los detectives salvajes y ese es su fin, su meta perseguida) o como explorador que encuentra parentescos y relaciones entre los distintos textos leídos, y su goce es el de ir armando esa tela de araña.

Roberto Bolaño concebía su tarea como un todo divisible en mil pedazos, y cada pedazo creaba una nueva propuesta de lectura emparentada con las precedentes. Es como un ejercicio sin fin en el que el cuento o la novela anteriores se mejoraban y se hacían más complejas con cada nueva página, pero aún así no nos sirve hacer una lectura estrictamente cronológica para hallarle el sentido. Algunos caminos se olvidaban algunos años y podían reaparecer después, con nueva forma, al cabo de mucho tiempo. El dato definitivo para concluir esto es el caudal de su obra post mortem: al no ser concebida jamás como un corpus acabado, toda su prosa (y su poesía) puede ampliarse hasta el infinito, y sólo el hecho puramente biológico y temporal (la incapacidad de escribir 25 horas al día, incluso para Bolaño) nos impedirá que los libros póstumos sean, efectivamente, infinitos.

El segundo cuento de Llamadas telefónicas tiene múltiples ecos de obras anteriores o posteriores, y aquí sólo me referiré a lo que ya ha sido leído en la senda. El referente más exacto es La literatura nazi en América: el mismo título con nombre y apellido, y el entorno histórico del argumento (años 40) lo describen como un capítulo más de esa obra, desgajado del libro original, así como Ramírez Hoffman, las hermanas Garmendia o Juan Stein cobraban vida en Estrella distante. En ese caso ya vimos que Bolaño incluso llega a la reescritura y ampliación de un texto, pero aquí hablamos de un cuento único (hasta ahora) y que va más allá de una biografía breve.

Se nos cuenta la historia de Leprince durante la Segunda Guerra Mundial, sus contactos con la resistencia francesa o los colaboracionistas de Vichy, y alguna anécdota más. Pero lo que realmente importa es, como en Sensini, su oficio y sus circunstancias: Leprince es otro escritor maldito más, de ínfima difusión, con pocos amigos y que vive a salto de mata. El contexto bélico es la excusa, la condición del hombre es el motivo. Y en el fondo, el sentido de la escritura: escribir para lograr aprehender por qué se escribe.

Literatura dentro de la literatura, y la certeza de que este oficio es muy raro y peligroso. Una joven y fantasmagórica novelista le desvela a Leprince el secreto de su pésima racha: “debe desaparecer, ser un escritor secreto, tratar de que su literatura no reproduzca su rostro”. Leprince no hace caso pero reconoce en esta recomendación la terrible sinceridad de su suerte. El cuento termina con una frase deliciosa, que es consigna para los que le rodean: es necesario que él exista para que los demás perciban el riesgo de todo autor al olvido.
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David Pérez Vega me remite a este viejo cuento, accésit en un premio valenciano y al cual también se presentó Sensini.
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El paso atrás y el salto hacia adelante de Iván Thays.

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