martes, 17 de noviembre de 2009

El juego por el juego

Read in progress (y 3)

Seré breve. El juego temporal es lo único que nos puede hacer considerar que El rey de las Dos Sicilias es una novela magistral. Es muy poco, desde luego. Pero habrá lectores a quienes les emocione el desorden de escenas, el permanente ir y venir entre pasado y futuro (aunque la novela se narra en un eterno presente), la yuxtaposición de cuadros en los que los personajes aparecen y desaparecen sin que apenas sepamos nada de sus vidas, pero que siempre regresan en cualquier otro momento anecdótico de su devenir.

That's all folk. Y eso que ya entramos avisados, cuando en las dos primeras páginas del libro (las únicas verdaderamente brillantes) se nos presentan cuatro inicios alternativos, a escoger. Falso, claro: el inicio es sólo uno y las escenas se irán hilvanando a lo largo de las 300 páginas subsiguientes, pero el efecto es sutil. E inmediatamente nos avisa el narrador:

A primera vista parecerá que todos estos hechos no constituyen ningún conjunto lógico ni están mutuamente condicionados. Pero al parecer no es así: cada uno de ellos exisitó, ocurrió en un tiempo estrictamente real y por ello ha quedado fijado para siempre.

Si regreso en este post de cierre al inicio de la novela es porque allá se fija la voluntad lúdica de Kusniewicz, que recupera cada ciertas páginas con recordatorios como este:

Constatamos estos hechos a pesar de la prudencia en la evaluación de la relación de los tiempos con que tratamos y de su relatividad. (pág. 116)

Así que tanto da que el libro nos hable de regimientos de húsares, pues si nos hablara de mesas de caoba, de guanacastes en flor o de tortugas centenarias el efecto buscado sería el mismo. Estas novelas que anteponen el estricto deseo formal al argumento (a la historia, a la narratividad) son de una ingravidez que marea. O se es un escritor de pluma inspiradísima cual flautista al que todos seguimos narcotizados, o el artefacto puede desplomarse por la falta de sustancia misma, de hechos que sostengan la tramoya. Kusniewicz apuesta a una sola carta, y aquí se observa la debilidad de la propuesta: no es Nabokov, por mucho que se empeñen algunos críticos, ni es el garante de la narrativa miteleuropea, por mucho que el editor nos venda la moto. Tampoco he entendido nunca este adjetivo pomposo, que parece que tan bien y estoicamente aguanta Magris. Pero aquí no hay más tela que cortar y el juego de la temporalidad cae como un castillo de naipes ante el nulo interés que despierta el texto.

Hay juguetes como este, de niño yo había tenido alguno: gran eficacia visual pero repetitivos hasta la saciedad. Kusniewicz arranca con maestría la partida y la dilapida en su propia orgía epatante de pasado, presente y futuro. Ni Dieu ni maitre: me quedo con mis clásicos, que para algo han llegado al podio con clamorosa unanimidad.
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Los sonetos de Shakespeare en escena sólo podían llegar de la mano de Peter Brook, el único director capaz de semejante atrevimiento en la época kindle. No he estado en Girona (estreno absoluto), pero he estado de la mano siempre lúcida de Marcos Ordoñez. Si lo atrapan cerca, no lo dejen escapar.

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