¿Alguien podía dudar de que el inicio de lectura de Chesil Beach iba a tener lugar en una playa? No en cualquier playa, sin duda: teniendo en cuenta que mi latitud no me permitía acercarme siquiera a Chesil, escogí entre lo más a mano aquella playa que me parece la más tranquila y apacible, adecuada para la lectura de una novela que me tenía en ascuas desde hace varias semanas.
Sé perfectamente que mi nueva lectura de McEwan debía ser
Amsterdam, pero tampoco había calculado que uno de mis autores fetiche iba a publicar tan pronto. La apariencia externa de la novela explica bien la situación: muchas menos páginas que
Sábado y que
Expiación, y un tipo de letra mucho más grande y con márgenes colosales (al menos la segunda edición, que es la mía). ¿Novela menor? Veremos. De todos modos, esa sucesiva poda de páginas también es un estímulo para saber si McEwan se defiende igual en las distancias largas que en las cortas.
Voy a decir muy poco esta vez, porque la lectura apenas comienza y ya habrá espacio en sucesivas entradas. Ahora lo que me interesa es pararme ante la decisión trascendental de un escritor, quizá el grado sumo del dilema: cómo voy a iniciar el recorrido del relato, con qué escena abro la novela. Las primeras quince páginas pueden ser el motor de arranque del libro o una simple excusa de presentación de personajes o de tema. Pero es difícil, después de tanta lectura a nuestras espaldas, que se nos escape la intención del autor: las frases van cayendo ante nuestros ojos, una tras otra, y vamos adivinando qué pretende con apenas unos párrafos.
Algunos creen (ilusos) que un buen inicio es una frase sentenciosa, y para ello dan vueltas y vueltas hasta encontrar la cita citable por excelencia. Otros, que la escena debe ser impactante (que haya sangre, un muerto siempre, algo de semen, un cuchillo en alguna parte o una bala) y con eso ya se tiene asegurada la atención del lector por el resto del libro. Los maestros lo tienen mucho más claro: Umberto Eco sólo quería matar a un monje. Por eso creo que mi maestro (y no he leído ni una sola entrevista sobre
Chesil Beach, ni una sola crítica, ni un solo artículo referido a la novela) tuvo claro desde un principio que quería meter en una habitación a un par de recién casados, en plena noche de luna de miel. No hay vuelta de hoja: parece imposible arrancar así el libro y que ese no haya sido el motor de pensamiento para lo que iba a acontecer después. Puedo equivocarme, claro, y por eso lo digo ahora, cuando no sé qué ocurrirá en las página siguientes: así mi penitencia podrá ser más visible.
Hay diferencias cruciales entre este inicio y el de sus últimas obras:
Expiación comenzaba de manera compleja, presentando a Briony Tallis en el juego verdad-ficción que McEwan ya anticipaba levemente. No era una escena propiamente dicha, sino un largo excurso para ir trabando el armazón del argumento.
Sábado, en cambio, arrancaba desde una habitación matrimonial, pero un elemento sorprendente (un avión que cae) se revelaba después como el símbolo más evidente del mensaje de la obra. En este caso, uno no se imagina a McEwan pensando en su novela a partir de un avión en caída (por mucho que su imagen sea la del 11-S), sino la de escribir una obra precisamente después del 11-S, y qué decir entonces.
En
Chesil beach hay una escena, y punto. Punto hasta la página 20. Pero la sustancia que emerge de esa pareja en un hotelito al borde del mar, en la habitación para recién casados, es demasiado potente como para ser tomada como una excusa narrativa. Y el efecto impacta: el vértigo que producen los pensamientos de Edward y Florence, minutos antes de saber lo que inevitablemente debe ocurrir a continuación (una cama, unos cuerpos vírgenes, el horror al vacío) es, cómo decirlo, marca de la casa, aunque ahora ocupe esa marca ya las páginas iniciales. Sólo el no saber en qué época estamos da una extraña pátina de irrealidad a la escena, leída al menos desde un lector actual y anclado a su propio presente.
Y la lectura continuará, aunque ya no en la playa para mi desgracia.
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