Digámoslo ya de entrada para no caer más tarde en equívocos, y también para que mis insistentes y fieles detractores puedan conocer ya mi opinión desde el primer párrafo y no se vean obligados a seguir leyendo este post: Las benévolas es una gran y excelente novela, de eso ya no me cabe ninguna duda. Con doscientas páginas leídas lo puedo afirmar, y no concibo que ningún lector suficientemente atento, curioso y enterado pueda decir lo contrario. Dejo los peros para luego, que los hay: de momento me interesa sentenciar que Littell ha escrito algo de muchísima fuerza, de alta calidad narrativa: una obra de un autor no sólo en estado de gracia sino con el don de contar historias y empaparse lo suficiente en la bibliografía histórica previa como para que sean de lo más creíble.
Ahora se me aparecen los críticos (pocos y poco sustanciales, todo sea dicho de paso) que se aprestaron a publicar su columna previniéndonos ante la avalancha comercial. Yo, que como todo exalumno de Jordi Gracia atiende a la crítica literaria, estoy ahora capacitado para maldecir a aquellos que con un poco más de insistencia hubieran sido capaces incluso de alejarme definitivamente del libro. ¡Me hubieran apartado, viles criaturas, de este placer actual!
Algunos rápidos argumentos sobre el porqué de mi defensa de Las benévolas podrían ser los que siguen: capacidad de alternar las escenas más impactantes con descripciones impresionistas del entorno, sin saltos mortales ni quiebres forzados. Personajes que aparecen y desparecen constantemente ante el protagonista, que han sido creados con pocas y precisas pinceladas y que los convierte en seres de carne y hueso, por monstruosas que sean sus decisiones. Minuciosidad en los detalles históricos y en las referencias militares, sin que ello implique una aglomeración indigesta de datos. Y algo que yo siempre valoro: inclusión de momentos próximos al lenguaje poético antes o después de las imágenes más brutales, en un ir y venir del caos a la magia tremendamente atractivo (uno entre mil: Max Aue caza con suavidad un gorrión que se ha metido desorientado en su habitación y lo devuelve al exterior, justo a las pocas horas de haber presenciado incólume la ejecución de cientos de mujeres y niños judíos). Podría añadir otros argumentos, pero ya vendrán.
El salto entre una primera y breve parte, casi a modo de prólogo, hacia esta segunda es sustancial: ya comenté que el tono inicial de la novela me desarmaba como lector y llegué a pensar que mi incursión en Las benévolas podía ser más corta de lo previsto. Pero ahora llega la verdadera narración y la trama argumental es transparente: las tropas alemanas avanzan durante la 2ª Guerra Mundial hacia el este, por Polonia, Ucrania y más allá, primero entre evidentes muestras de autosatisfacción y después con el desastre anunciado que llega con el invierno. Es Historia sabida, sin duda: el riesgo de cualquier novela cuyo desenlace conocemos perfectamente es que todo quede en puro argumento y que nuestro interés decaiga a los pocos capítulos. Sin prosa certera y sin una estructura de orfebre no habría quien pudiera tragarse mil páginas de batallas en el lodo.
Littell ha hecho una proeza: su Aue es un protagonista pero sobre todo es un voyeur, como el lector. Participa activamente de todo cuanto le rodea, pero es la descripción de su sorpresa, o de su pesadumbre, o de su desasosiego la que nos atrapa, la que convierte esta obra en un espejo perfecto ante el que escudriñar nuestras propias miserias, y la que la aparta de ser una simple evocación más o menos ortodoxa de la guerra. Es un tipo capacitado para el análisis intelectual de lo que observa, y eso le hace temible y ambiguamente atractivo: justifica el hedor de la violencia con apuntes morales, con alguna que otra cita de autoridad y siempre impertérrito. Aunque le asquea su entorno, el asco también tiene su espacio en el mundo para, una vez limpio, asombrarse de la belleza de lo que ocultaba.
La narración tiene empuje y mantiene un nivel alto casi siempre. Sólo decae en contadas ocasiones, en momentos en los que frecuenta demasiado la alegoría (las descripciones de sueños, por ejemplo, son un recurso ridículo pero no sólo en Littell: deberían estar prohibidas por imperativo literario.) La traducción es exquisita, pero las trampas que pone el autor cada diez líneas no son de fácil digestión al principio: las palabras alemanas no traducidas, en especial las graduaciones militares, lastran un poco la lectura. Los editores han tenido el detalle de insertar un vocabulario en la última página, pero en un tomo de mil páginas no deja de ser una ingenuidad un poco infantil.
Aunque mi principal objeción radica precisamente en el volumen colosal de hechos, datos, reflexiones y personajes, y esto tiene que ver con una percepción muy personal del hecho literario. Cada vez estoy más convencido de que la contención es una virtud y de que son muy pocos los autores dotados para el despliegue arrollador: para eso hace falta, al menos, un estilo, del que Littell carece o yo no he sabido apreciarlo hasta el momento. Littell sabe contar historias, es cáustico cuando conviene, sabe remontar cuando toca y baja el nivel si la escena anterior nos ha empapado, domina la técnica de la narración, pero en cambio no podría afirmar que su estilo sea inimitable. Diría que es sagaz pero no original, y esto tampoco le perjudica en exceso. Para leer esta novela hay que pensar, como otros han hecho antes, en los autores del XIX y comparar: no creo que Littell salga nada mal parado del envite.
A Las benévolas le voy atisbando ya , sobre todo, la épica: esa que hizo de Guerra y Paz un monumento literario. Un crítico francés se preguntaba dónde colocaremos esta obra dentro de un tiempo, pero me inclino a pensar que tendrá su espacio en cualquier buena biblioteca, porque no siempre se edita algo perdurable: pero me queda mucho por delante y espero que no decaiga mi nivel de asombro.
La clase de griego, por Han Kang
Hace 1 hora
4 comentarios:
No es casualidad que libros como éste se escriban en la distancia de 60 años de los sucesos que narra. No me imagino "Las Benévolas" escrito en los primeros cincuenta. El genocidio nazi estaba demasiado próximo para englobarlo narratívamente. Es un aspecto que coloca la novela de Litell en la tradición del XIX. Rn comparación, me impresiona "Suite Francesa" de Iréne Nemirovski, escrita de forma simultánea a la ocupación alemana de Francia, y que tan bien describe las reacciones humanas a un hecho, percibido como histórico, que los desborda. Más que con barbarie y heroicidad, los personajes responde mediocremente, de forma mezquina o bondadosa. No es casual que en "Suite Francesa" una de las escenas más despiadadas tiene como protagonista a niños convertidos en asesinos. En fin, disculpa Jacobo por la digresión, no era premeditada.
Se agradece también la digresión y la referencia al libro de Nemirovsky. Pienso que es interesante establecer comparaciones entre una novela como Las benévolas y los diarios y textos escritos desde el conflicto, y ver como lo épico sólo puede construirse desde la distancia temporal. Pero tampoco estoy seguro de ello, y es un ejercicio sumamente atractivo.
Amigo JacoboDeza,
Me siento en su blog como el fantasma de las Navidades del pasado, hostigándolo con lo que pudo ser y no fue. Pero me resigno a mi papel... ¿qué fue de su lectura de "Las benévolas"?
Le animo a continuar la travesía o, al menos, a certificar su naufragio.
Un cordial saludo.
No hubo naufragio, bien al contrario. Recogeré su envite y me pronunciaré algún día al respecto.
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